Esquire (Spain)

Son

- POR MIRANDA COLLINGE

las dos de la tarde de un viernes gris de verano y Tom Hardy quiere convencerm­e para que salga de una tienda de mascotas del barrio de Richmond con una tapa esférica de pecera debajo de la camisa. “Parecería que estás embarazada”, dice. “Nadie va a pensar que yo voy a robar...”. Winona Ryder, me digo. Winona Ryder. Estoy al 90% segura de que está bromeando y al 75% de que de ninguna manera lo haría de verdad, pero es un experto del arte de la persuasión, mi camisa es bastante amplia y podría meterme la tapa debajo sin mucha difcultad... Según pasan los segundos mi porcentaje baja.

Rebobinemo­s. Estamos en esta tienda de mascotas porque Tom Hardy quiere hacer un escudo del Capitán América para su hijo de dos años y medio (pide que no diga ni el nombre ni el género) y está buscando objetos circulares. Ha mirado una tapa de basura, un frisbee para perros y una esterilla para gatitos. También me ha sugerido que robemos un tapacubos a un coche, pero ahora se ha fjado en la tapa de pecera, hasta que mira el precio. “¡135 libras! Olvídalo”. Nos quedamos con el felpudo para gatitos, que vale cinco libras.

Vayamos un poco más atrás. Estamos en el suroeste de Londres, donde Hardy vive con su mujer, la actriz Charlotte Riley, y su hijo (o hija). Acaba de volver de rodar dos proyectos muy típicos en él: Fonzo, una película independie­nte sobre los últimos meses de vida de Al Capone, y Venom (se estrena el próximo 5 de octubre), con la que Sony pretende lanzar su mayor incursión en el mundo Marvel y en la que interpreta a un periodista callejero que se ve poseído por un parásito alienígena. Ambas películas son ejemplos de lo que a Hardy le gusta hacer y para lo que lo quieren los directores: personajes extravagan­tes y excéntrico­s, tipos duros, papeles en películas de grandes estudios con el potencial de hacer enormes cantidades de dinero, en las que ya ha demostrado ser muy competente: Bane en El caballero oscuro: la leyenda renace; Max Rockatansk­y en Mad Max: Fury Road; o Farrier, el piloto de Dunkerque.

Ahora que está en casa, Hardy pasa el mayor tiempo posible con sus hijos (tiene otro de 10 años, Louis, de una relación anterior, que también vive cerca) y, como él dice, se lo pasa bien. Ahora está enseñando al pequeño a ir al baño. Me enseña fotos en su móvil de un ‘descuido’ en una alfombra. “No hay trabajo más duro en todo el planeta, y más importante, que ser padre”, dice, mientras se desplaza por una lista de reproducci­ón en el ordenador de a bordo del coche (Jeff Beck, Steve Miller...). “Están el ejército, la policía, los médicos... a todos les tengo mucho respeto porque su trabajo tiene enormes consecuenc­ias, pero ¿la paternidad?”, suelta una carcajada. “Eso es mucho más que un trabajo”. De ahí lo del escudo del Capitán América. “Tiene que estar hecho por papá y tiene que demostrar esfuerzo”, dice. “Jugará con él durante tres minutos”, admite, “pero nos da una misión”. Y si hay algo que le guste a Tom Hardy, son las misiones.

Dejamos la tienda de mascotas y nos vamos a otra a buscar un asa y cinta adhesiva. Nos quedamos fuera un momento para que Hardy pueda vapear, lo cual hace constantem­ente, como la oruga azul de Alicia en el país de las maravillas. Lleva zapatillas New Balance marrones, pantalón de chándal gris, una gorra de béisbol con las gafas de sol en la visera y una camiseta gris que le hizo un fan con una foto de su querido perro Woody, que murió el año pasado, con camisa y corbata. “Crecí por aquí”, cuenta tras una pausa. Señala los puntos cardinales de su barrio, desde Richmond hasta East Sheen, donde aún viven sus padres. Hardy nació el 15 de septiembre de 1977 de la mano de Edward Chips Hardy, ejecutivo de publicidad, y Anne Hardy, artista, en una agradable casita por la que pasaremos después. Amenaza con visitar a su madre, pero dice que es probable que ella no quiera hablar si se entera que soy periodista. “Mi madre es muy graciosa”, dice.

Fue a una escuela de esas muy educadas. “Joder, ¡la odiaba! Pantalones cortos, camisa de Aertex, hebillas... No estaba hecho para mí”. De hecho, afrma, eso se convirtió en algo recurrente. “Desde el punto de vista académico soy un fracaso absoluto”. Sus padres presentaro­n una solicitud para una prestigios­a escuela de secundaria y él aprobó el examen, pero suspendió la entrevista. “No estaba concentrad­o. Al fnal me he ganado la vida, pero con 11 años ¿cómo puedes saber lo que te deparará el futuro?”.

En el barrio le llamaban Weasel (‘comadreja’). “Era uno de esos palurdos que estaban todo el día en la calle”, dice. Hacía

lo típico de los adolescent­es (merodear por el pub local, fumar algo de marihuana), pero con el tiempo empezó a escalar. “Si holgazanea­s cerca de una barbería el tiempo sufciente, al fnal te cortan el pelo”, afrma. Sus padres le sacaron de la escuela secundaria, Reed’s, cuando estaba a punto de ser expulsado, aunque ahora lo nombran con orgullo como uno de sus notables, junto al tenista Tim Henman o el príncipe Zeid bin Ra’ad de Jordania. Con 15 años, le diagnostic­aron “una psicopatía menor, esquizofré­nico con tendencias psicopátic­as, me dijo el médico”, recuerda Hardy dando una buena calada. “Es algo muy jodido para un chaval de 15 años. Y una etiqueta de mierda. Probableme­nte había fumado algo de marihuana, lo estaba pasando mal y me comporté como un gilipollas delante del médico. Quizá estaba asustado, pero te meten en la mierda y ¿cómo sales de ella?”. La respuesta en su caso fue una escuela de teatro, primero en Richmond y luego el Centro Dramático de Londres, donde estudiaba cuando fue selecciona­do para un papel de soldado del ejército de los EEUU en Hermanos de sangre, en 2001. Pero eso no evitó su yo exterior: el de la bebida, las drogas cada vez más duras y problemas con la ley. Fue a rehabilita­ción en 2003.

Tras las compras vamos a un café en East Sheen, con paredes de ladrillo desnudo. Hardy está pensando la comida (nada de carne, es vegetarian­o desde enero) mientras cogemos una mesa al fondo. Le cedo el sitio de espaldas a la puerta, porque imagino que quiere pasar desapercib­ido. Pero cuando se sienta lo hace mirando de frente para ver quién entra mientras se esconde tras el jarrón de hortensias blancas que hay sobre la mesa. Podría sonar divertido si no fuera por lo que signifca esto sobre cómo tiene que vivir ahora. Porque para Hardy cada vez es más difícil tener una vida normal, por mucho que lo intente. La gente no se comporta de forma normal con los famosos. Cuando fuimos a coger el coche esta mañana, la gente apareció a nuestro lado, como cocodrilos deslizándo­se por el Nilo, y Hardy tuvo que sostener móviles frente a él, con brazos de extraños sobre sus hombros, y sonreír.

La primera vez que lo entrevisté para Esquire, en 2015, en Calgary (Canadá), donde estaba grabando El renacido, solo un par de personas se acercaron; pero en Londres, en públi- co, su fama se hace difícil de ignorar. “Es como ver una jirafa caminando por la calle, yo lo entiendo”, dice mientras esperamos la comida. “Puedo ver el comportami­ento de la gente cuando se mueve un teléfono, veo su lenguaje corporal. No hay diferencia entre eso y un arma: es hipervigil­ancia. En esto estoy de acuerdo. Pero los niños son un rotundo no. Y eso es lo que de verdad me molesta y me llevará a responder como cualquier padre, sin importarme nada”.

¿Y por qué no irse con sus hijos a un exclusivo y privado enclave en las colinas de Hollywood? “No me gustaría tener que hacer eso, porque entonces estás totalmente aislado en una burbuja de fantasía; pero tampoco puedo andar por ahí libremente fngiendo que no hago películas. Debe haber un punto intermedio, creo que es lo razonable”. El problema es que las películas que hace son cada vez más grandes. La inmediata es Venom, uno de los némesis más icónicos de Spiderman, una forma de vida alienígena que se funde con un anftrión humano, el periodista Eddie Brock, un tipo musculoso, motociclis­ta y sin escrúpulos. “Es emocionant­e, porque es una doble actuación”, dice Hardy. “Es como representa­r una enfermedad mental en algunos aspectos, de lo que entiendo un poco al haber tenido problemas de salud mentales propios, ser adicto... Así que más vale que los use”.

Este es un territorio familiar para Hardy. “Me resulta muy excitante trabajar conmigo mismo porque puedo retomar lo que dejé en Legend [donde interpreta a dos gemelos gánsteres de Londres]”. En 2013, la película Locke (escrita y dirigida por Steven Knight, que también coescribió Taboo y, sobre todo, es el creador de Peaky Blinders, donde Hardy interpreta al líder de una banda judía llamado Alfe Solomons) consistió enterament­e en Hardy conduciend­o un coche y hablando con varios personajes por un altavoz. Quizá le interesan estos papeles porque es un poco como funciona su propia mente. “Creo que tengo múltiples personajes dentro de mí que representa­n diferentes partes de mí. Son todos míos”, dice.

Lo que también es inusual en Tom Hardy es su sentido del absurdo, y puede que ello sea su gracia salvadora en la profesión que ha elegido. Por eso, entre las fotos de este reportaje, que él mismo seleccionó, incluyó una de él en su Ducati, pero eligió aquella en la que aparece una anciana con andador de fondo. Por eso mismo no puede evitar encontrar divertido que, ahora que es ofcialment­e un tipo de mediana edad, le ofrezcan cada vez papeles más grandes y más duros. Mientras rodaba Venom, “fui maltratado durante cuatro meses”. Tiene un menisco fastidiado y todavía le duele. “¿Por qué me dan estos papeles ahora que tengo más de 40 años? ¡Estoy hecho polvo! ¡Habérmelos dado hace diez años, joder!”.

Tal vez no estaba listo, reconoce, y los demás lo sabían. O quizá no supieron verlo. “Pero ahora soy responsabl­e”, dice. Dejamos el café y volvemos al coche. Me ofrece llevarme a la estación y por el camino me habla de su abuelo materno, Ray, que murió mientras él rodaba El renacido y cuyo anillo lleva en el pulgar; y me recita las estaciones de metro que transitaba de joven, un trayecto que ahora ya es difícil hacer para él. Cuando aparcamos en la estación me dice: “Estoy un poco cansado. ¿Crees que tienes sufciente para tu artículo?”. Hemos hablado durante cuatro horas. “Me arreglaré”, digo.

la actitud es una cosa pequeña que marca una gran diferencia”, decía Churchill. La de Christian Slater (Nueva York, 1969), en la calurosa y húmeda mañana en la que nos encontramo­s, es intachable. Hace cada cosa que le piden con entusiasmo y no se baja nunca del caballo del buen rollo. Parece incluso que se lo está pasando bien posando para la enésima sesión fotográfic­a de su carrera, que no le pesan los abrigos de otoño que le han pedido que luzca en pleno estío, ni los varios cambios de indumentar­ia. Ni siquiera el ir y venir de gente en una habitación justa de espacio en un hotel del Lower East Side de Manhattan.

Confiesa además que la idea de meterse en la ducha para que queden unas fotos cachondas ha sido suya, y que le ha gustado que se lo llevaran a una cancha de baloncesto, a unas pocas manzanas de allí, para posar con otro conjunto de ropa y balón en mano, pese a ser un negado en el arte de la canasta.

En los descansos fugaces que le conceden con el silencio de los flashes se intuyen destellos de su verdadera personalid­ad. Es jovial y nervioso. Cada pocos minutos recurre a un tarrito de caramelos mentolados y pide unas barritas de snacks para matar el gusanillo del hambre que ya empieza a apretar. Habla también de la agenda con su publicista y con una asistente que aprovecha la amplia cama de la habitación para trabajar medio tumbada con su portátil. Slater menciona de dónde viene (Los Ángeles) y adónde va esa misma tarde (a Miami, donde tiene otro compromiso profesiona­l). Son los rigores propios de estar de vuelta. Atrás han quedado los tiempos del encontrona­zo con las drogas, el desafío chulesco a las autoridade­s y la fama de chico malo que se granjeó en los 90 y que le inyectaron los medios como una dosis letal e imperecede­ra.

Lo que se impone ahora es hablar de Mr. Robot, la serie que le ha devuelto a la senda de la notoriedad, o de The Wife, uno de sus trabajos recientes en el cine, junto a Glenn Close, que se estrena en España el 19 de octubre. De cosas serias y más que respetable­s vamos corriendo un telón de acero sobre un imperio de miserias que contribuye­ron a que su carrera estuviera a punto de descarrila­r para siempre. El cambio de Slater, se puede decir, ha sido radical. Ahora es un tipo responsabl­e de familia al que no le gusta meter la pata, un hombre encantado con su nivel de madurez. El neoyorquin­o, hijo de un actor y de una ejecutiva de casting, se ha instalado a años luz de la retahíla de escándalos que dieron con sus huesos en la cárcel durante tres meses a finales de los 90, cuando fue arrestado por agresión a su exnovia de entonces y a un oficial de policía, todo ello bajo la influencia de las drogas y el alcohol. También intentó abordar un avión en el aeropuerto JFK con una pistola. Y, estando arrestado, trató de hacerse con el arma de un oficial. Un peligro en potencia tanto dentro como fuera de la pantalla, en que hizo el papel de pillo de turno en cintas como Rebelión en las ondas (1990), Kuffs, poli por casualidad (1992) o Amor a quemarropa (1993) y que agrandaron aún más su leyenda de caso perdido.

Nada que ver con el tipo afable que se sienta cómodament­e en un sillón para hablar de lo que se tercie, también de aquel joven rebelde, perdido y asustado, al que ya no reconoce.

no llegaba nada de grandes estudios. La última que hice fue Hard Rain (1998), y fue una experienci­a difícil. El resultado no fue el que hubiéramos querido. ESQ: ¿Crees que fue la industria la que te dejó de lado o tú también contribuis­te a la causa? CS: Fue una combinació­n de ambas cosas. Este negocio es altamente competitiv­o. Y yo soy un tipo muy sensible y esa parte es la que no me gusta.

Esa última gran película de estudio de la que habla Slater, Hard Rain, recaudó 19,9 millones de dólares, frente a los 70 que costó hacerla. Una catástrofe natural. Y no fue la única. Very Bad Things (1998) no logró superar los diez millones pese a haber costado 30. Coincidió además con su época más tormentosa, recién salido de la cárcel. Fue el comienzo de una mala racha de más de una década, con una larga lista de fracasos y títulos que se fueron directamen­te a pay-per-view. Un socavón considerab­le para un fenómeno de los 90, cabeza de cartel en títulos de culto en EEUU como Escuela de jóvenes asesinos (1988), Corazón indomable (1993) o la ya citada Amor a quemarropa (con guion de Tarantino). Todo aquello se convirtió en el punto culminante de un actor que pintaba para gran estrella, después de compartir cartel con Sean Connery en El nombre de la rosa (1986), y que no supo culminar la faena. “Empecé muy temprano, a los ocho años, y no puedo mentir: fue divertido”, recuerda con la misma sonrisa pícara marca de la casa. “Pero empecé a pensar que era cuestión de tiempo que se dieran cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo”.

ESQ: ¿Dirías que tanto trabajo marcó un poco tu infancia? CS: Mi infancia fue muy buena y no me arrepiento de nada. Mi padre era actor y de alguna forma estaba en mi ADN que acabase haciendo esto. Cuando tenía cinco años me agarraba a su pierna y le pedía que me llevara al teatro. Me lo pasaba en grande. Después, unos años más tarde me ‘descubrier­on’ en un talk show junto a mi madre y me pude ir a una gira durante nueve meses con un musical llamado The Music Man, viajando alrededor de EEUU. Luego llegaron las películas y lo demás. Una experienci­a maravillos­a. ESQ: ¿No te impresionó toparte con Sean Connery en de la rosa? Entonces solo tenías 17 años. CS: Fue una experienci­a surrealist­a. Una gran producción, cinco meses en Alemania y en Roma. Me encantó, pero sí me intimidó un poco. Sean Connery es el mejor y me acogió desde el principio bajo su tutela. Fue una experienci­a que nunca olvidaré, realmente edificante. Un poste sólido al que agarrarse. ESQ: Winona Ryder también fue fundamenta­l en el rodaje de Escuela de jóvenes asesinos. Lo vuestro fue intenso fuera y dentro de la pantalla. ¿Cómo la recuerdas hoy? CS: Probableme­nte el impacto fue para ambos, tanto a nivel personal como profesiona­l. Fue un viaje en todos los sentidos, una película muy especial, pero éramos unos niños. El nombre de la rosa tuvo mucha exposición en Europa, aunque nadie la vio en EEUU. Les resultó rara. Y Escuela de jóvenes asesinos, en cambio, se convirtió en un fenómeno. ESQ: ¿Es difícil no enganchars­e con una mujer con la que compartes rodaje? En tu caso, pasó unas cuantas veces. CS: Todo depende de tu experienci­a y nivel de madurez. He trabajado con mujeres maravillos­as: Patricia Arquette, Winona Ryder, Marisa Tomei. Fui muy afortunado. Y sí, hubo romances, intimidad, pero es fácil confundirt­e. Te puedes ver atrapado en esa clase de situación. Ahora ya no me pasa. ESQ: ¿Cuánto dirías que has aprendido de las mujeres? CS: ¡Buf, qué pregunta! Estoy casado ahora con una mujer increíble, cubana. No puedo decir suficiente­s cosas buenas de ella, pero si la hubiera conocido con veinte años no la hubiera apreciado en absoluto. A los veinte, las herramient­as que poseía al entrar en una relación eran neurosis y celos. ESQ: ¿Fuiste de flor en flor por ser un actor de moda? CS: Es un sentimient­o de poder falso. Entonces siempre tenía la sensación de que había una fiesta mejor que aquella en la que estaba. Hoy, en cambio, cuido y valoro la fiesta en la que estoy. Estoy increíblem­ente agradecido por lo que tengo. ESQ: ¿Hasta qué punto te cambiaron el dinero y la fama? CS: Fue agradable que me pagaran, pero el dinero no fue nunca una preocupaci­ón. De hecho, no fui muy responsabl­e en ese sentido. No le prestaba mucha atención. Pensé que era como un pozo sin fondo. Luego la vida te enseña que no es así. ESQ: ¿Qué crees que te hizo caer en las drogas y el alcohol? CS: Creo que el miedo y la ansiedad tuvieron mucho que ver. Miedo a que descubrier­an que no tenía talento, y tiendes a querer escapar de eso. ESQ: ¿Cómo te sentiste cuando comenzó el escrutinio público? CS: Me sentí muy bajo. Fue terrible, pero me hizo aterrizar en la realidad. He hecho lo que he podido para aprender de esas experienci­as, para sobrevivir. Algunos han pasado por situacione­s similares y han desapareci­do, no han sobrevivid­o. ESQ: ¿Estás pensando en tu difunto amigo River Phoenix? CS: Sí, en parte, y también en Chris Farley. ESQ: ¿Pensaste alguna vez en dejarlo? CS: No, nunca. Quizá me sentí mal, sin guía, cuando tenía treinta años. Estaba confundido sobre lo que realmente hacía, cuál era el significad­o, pero nunca en dejarlo. ESQ: Si fueras una acción en Wall Street, ¿invertiría­s? CS: Yo creo que compraría, claro [risas]. Soy una muy buena jodida inversión.

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