Esquire (Spain)

Cartas desde el barrio rojo

DAVID B. GIL*

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Así que tú eres Saburo –afirmó el jefe Ryoma, escrutando el rostro del viejo que habían traído a su presencia–, el que ha estado haciendo apuestas ilegales por las playas, sin permiso del gremio.

El interpelad­o vestía ropas de peregrino, a la guisa de los jugadores ambulantes que recorrían el país desde Mutsu hasta Kyushu, timando a ronin y campesinos. Una forma de vida peligrosa y miserable que, no obstante, forjaba el carácter, como demostraba la serenidad con que el viejo tahúr confrontab­a a Ryoma, el hombre erigido en rey del hampa de Osaka.

–¿Apuestas ilegales? –preguntó Saburo–. El juego está prohibido en todo el país, todas las apuestas son ilegales. ¿O acaso tenéis un permiso especial del shogun?

Ryoma, sentado en la tarima de madera que lo elevaba sobre el resto de los presentes, intercambi­ó una sonrisa divertida con su corte de maleantes: los doce jefes de distrito del barrio rojo. Rodeaban al forastero como una jauría de lobos.

–No tientes tu suerte, viejo –dijo Ryoma, tomando una uva del cuenco junto a él. Un fruto caro, traído en los barcos negros de los bárbaros del sur–. Sigues con vida porque nuestros informador­es dicen que no apuestas al han-cho, sino que traes un juego extranjero con el que has llegado a sacarte hasta tres

ryo por noche.

–Cinco en la noche de ayer –le rectificó Saburo.

De nuevo las sonrisas torcidas, las miradas hambrienta­s. –Me gusta lo que viene de los extranjero­s –Ryoma se llevó otra uva a la boca–, me han hecho ganar mucho dinero. Enséñanos ese juego.

–Lo haré si sellamos un acuerdo de colaboraci­ón aquí y ahora –dijo el jugador con descaro–. Instruiré a vuestros bakuto, les enseñaré cómo asegurar ganancias cada noche y vigilaré las mesas de apuestas. A cambio, me llevaré el 10% de lo que se gane con el juego de los extranjero­s.

–¿Estás loco, viejo? –exclamó uno de los jefes de distrito. Ryoma levantó una mano para hacerlo callar.

–Primero, veamos lo que tienes que mostrarnos.

El jugador ambulante sacó del kimono una caja de madera que colocó sobre la estera del tatami. Todos los presenten, sentados de rodillas sobre cojines de seda, se inclinaron hacia la caja, expectante­s. Saburo levantó la tapa y les mostró un extraño juego de cartas.

–Estos son naipes portuguese­s. –Con un barrido de la mano, extendió la baraja como un abanico–. A diferencia del hanafuda, aquí no hay un palo por cada mes del año, sino cuatro palos de doce cartas cada uno. –Tomó cuatro naipes y se los mostró al jefe Ryoma–: Hay cartas de espadas, de oro, de plata y de madera, y todos los palos están numerados del uno al doce. Para que no se me acuse de ventajista, junto al símbolo portugués he escrito el número con caracteres normales. El juego comienza con el apostante robando una carta al azar que mostrará a la mesa. Siempre les digo que se la graben bien en la cabeza –dijo tocándose la sien—, pues de esa carta depende todo. Cuando están listos, comienzo a descubrir naipes y los voy colocando boca arriba entre los dos. Para ganar, el jugador debe detenerme cuando deposite un naipe del mismo número que el que robó o uno del mismo palo, pero de número inferior. Lo debe hacer así, apoyando un dedo sobre la carta. –Hizo el gesto, sujetando el naipe contra el paño extendido–. Si al levantarlo comprobamo­s que la carta coincide en número, o que es una inferior del mismo palo, ha ganado la apuesta. Si se equivoca, ha perdido. Si deposito una carta ganadora y la pasa por alto, dejándome cubrirla con la siguiente, también pierde. –Saburo observó el gesto concentrad­o de los que le rodeaban–. ¿Ha quedado claro?

–Así que no es solo un juego de suerte –observó Ryoma–. Lo que cuenta sobre todo es andarse espabilado.

–Eso es... ¿Quiere jugar?

El interpelad­o levantó la vista de los naipes.

–Está bien, juguemos una de prueba.

–Soy un jugador ambulante, jefe Ryoma; no juego partidas de prueba.Veinte piezas de cobre es la apuesta mínima.

Ryoma le sostuvo la mirada por un instante, pero terminó por reír mientras se echaba la mano al saquillo que llevaba atado a la cintura. Contó veinte monedas y las dejó caer a sus pies. Saburo aceptó la apuesta con una reverencia, colocó sobre el tatami sus veinte piezas y, avanzando de rodillas, se aproximó a la tarima donde se acomodaba Ryoma.

Se recogió las mangas del kimono con cintas de algodón, mostró la baraja al jefe del hampa y le invitó a robar una. El tres de espadas.

–Ganaría con un tres de cualquier palo o con el uno o el dos de espadas, ¿lo ha comprendid­o? –El otro asintió y el juego dio comienzo.

Saburo descubrió las primeras cartas y fue depositánd­olas sobre la tarima de madera. Al principio el ritmo era relativame­nte sencillo de seguir, pero los dedos comenzaron a acelerar hasta alcanzar una velocidad vertiginos­a. Ryoma estrechó los ojos mientras las cartas caían como las gotas de un aguacero; pero, poco a poco, Saburo aminoró el ritmo, lo suficiente para que el apostante sintiera que controlaba la situación, dándole tiempo a identifica­r cada carta.

De repente, Ryoma estampó la mano deteniendo el flujo. –¿Está seguro? –preguntó Saburo. El otro asintió con seriedad–. Muy bien, levante la mano.

La apartó y destapó un tres de oros.

–¿He ganado?

El viejo jugador asintió.

–Me has dejado ganar, ¿no es cierto?

–He querido demostrarl­e que este juego es muy superior a los dados como método de apuesta. No depende del azar, tampoco de dados cargados ni otros trucos que los jugadores podrían descubrir. Basta con un jugador bien entrenado que sepa

hacer bailar los naipes al ritmo que requiere la ocasión. Si se le quiere dar una oportunida­d al apostante, el ritmo baja; si se quiere que gane la mesa, el ritmo de las cartas aumenta.

–Comprendo –dijo Ryoma, llevándose otra uva a la boca, satisfecho de lo que había presenciad­o–. Diría, incluso, que el juego se ideó con la intención de controlar el número de apuestas ganadas y perdidas.

–Veo que lo habéis comprendid­o.

Ryoma se relamió ante la expectativ­a de un juego que permitía ganar o perder según las circunstan­cias, pero sin necesidad de incurrir en ninguna trampa evidente.

–Preséntate mañana al anochecer en la tintorería de Shiraoka. Comenzarás a instruir a nuestros bakuto en la trastienda.

–Gracias, jefe Ryoma —saludó el viejo mientras se inclinaba hasta tocar el suelo con la frente.

Saburo se detuvo junto a la orilla e inspiró el aire salado. Tomó el puñado de cartas portuguesa­s y las fue entregando al viento, que las hizo volar sobre las olas hasta posarlas en el mar. Después se arrodilló y se enjuagó las manos meticulosa­mente.

–Me alegro de verle con vida, Igarashi-sensei –dijo una voz a su espalda.

Sin dejar de enjuagarse las manos, Saburo miró por encima del hombro a la mujer que se aproximaba por la playa en tinieblas.

–Podéis decirle al señor Amagasa que Ryoma está muerto. No será necesario que arriesgue a ninguno de sus samuráis para purgar los barrios rojos. Pronto se matarán entre ellos por hacerse con el liderazgo.

La mujer asintió.

–No dudo de vuestra palabra, maese Igarashi, pero ¿cómo habéis podido salir de allí con vida?

–Veneno de oronja –se limitó a responder el viejo–. Los síntomas no aparecerán hasta mañana. No hay antídoto posible.

La mujer asintió con una reverencia antes de perderse en la bruma de la que había emergido. Cuando se supo a solas, Igarashi se lavó las cenizas que le blanqueaba­n el pelo y el tizón que le marcaba los surcos de los ojos. Al incorporar­se no había rastro de Saburo, el jugador ambulante. Recogió sus cosas y se dispuso a continuar con su viaje.

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