Esquire (Spain)

La tercera fase

- JOSÉ MORELLA*

Cómo me cuesta que me gusten los hombres: haber en lugar de a ver, bíceps tatuados, batidos de proteínas, narcisos enclenques, barbudos sabelotodo, newagers sensiblero­s. Poliamoros­os, machirulos, hípsteres, corredores. Los que buscan una segunda mamá. Los que se creen alguien. Los que van de protectore­s, o de maestros, o de padres. Qué asquito todo, por favor. Pero Tadeo me gustó.

Lo trajo Astrid a la reunión que hizo Patri para sus cuarenta. La primera impresión fue rara: sonreía demasiado y escuchaba a todo el mundo sin hablar, o hablando cuando ya no le quedaba más remedio. Al principio no se separaba de Astrid, pero luego ella se alejó y a él le dio vergüenza seguirla. Se quedó donde estaba. Ridículo, con los brazos tensos, las manos clavadas en los muslos, intentando parecer natural. Seríamos unos catorce o quince sin contar a los críos. Era en casa de Gonzalo y María, que es grande porque tuvieron gemelos dos veces. En esas reuniones siempre es lo mismo: preparació­n, comida y sobremesa. En la tercera fase, la de la sobremesa, nos separamos por sexos. A veces incluso nos movemos a espacios distintos: los hombres en la terraza y las mujeres en el salón, por ejemplo. La señal la da Gonzalo cuando empieza a sacar eso que él llama ‘digestivos’. Whisky, orujo, coñac, o lo que sea que beban. Alguna de nosotras se deja servir una copa, pero enseguida nos segregamos.

Tadeo no se movió del sitio y se encontró formando parte del círculo de los hombres, donde la charla suele empezar por la propia bebida. Qué bebe cada cual, con qué frecuencia, qué datos o anécdotas sabe cada uno sobre algún tipo de licor, que si una vez cogí una cogorza de pacharán, que si el vodka cuando fui por trabajo a Moscú, pues ni te cuento en el Erasmus en Irlanda, etcétera. Luego –les oí sin querer– pasaron a hablar de yates, otro tema recurrente. Título de patrón de barco, exámenes y precios, amarres, cartas náuticas, motores, velas, millas, esloras.Varias veces cacé de lejos a Tadeo sonriendo de aquella forma incómoda. Iñaki cogió una cuerda y demostró no sé qué nudo marinero. Gonzalo rio como si fuera un altavoz viviente. Andreu se puso el dedo en los labios como quien manda silencio, mirando hacia nosotras. Rieron todos menos Tadeo.

Cuando no pudo más se levantó a la cocina a por un vaso de agua. Astrid levantó la mano con el pulgar hacia arriba para preguntarl­e si estaba okey. Tadeo asintió. Se quedó allí todo el rato que pudo, dando sorbos cortos para alargar el tiempo. Dejó el vaso y se puso las manos en los riñones, con los codos apuntando hacia fuera, como diciendo ‘y ahora qué’. Se acercó y se nos unió, rompiendo la norma de la tercera fase. Carina y Sofi se miraron y luego miraron a Astrid. Carme dijo: “Qué aburrido el otro grupo, ¿no?”, y Tadeo dijo: “No, qué va, lo que pasa es que...”, pero yo no le dejé acabar –¿de dónde me saldría eso?– y le dije: “Lo que pasa es que qué”. Hubo un silencio raro y seguimos con la conversaci­ón de antes: el gluten –Astrid–, los lácteos –yo– y la carne roja que ya solo comía Sofi o al menos solo lo confesaba Sofi, y todas enzarzadas en una charla de tipo ovillo sobre la estevia y el omega 3 y la espirulina y la diferencia esencial según María entre la levadura de cerveza y la levadura nutriciona­l.

Entonces Tadeo dio un par de vueltas en círculo sobre su propio eje, se acercó a la cocina y se sirvió otro vaso de agua. A unos metros, en la otra esquina del enorme salón-cocina, estaban los niños. Nueve en total. Los gemelos, las niñas de Sofi, el hijo de Patri. Incluso Aldo, el de Andreu: le tocaba a él ese fin de semana. Tadeo se acercó y les dijo algo. Algunos le miraron y otros siguieron a lo suyo. Luego se subió las mangas hasta medio brazo con la elegancia de un mago que muestra que no tiene cartas escondidas, unió las puntas de los cinco dedos en ambas manos y, moviéndola­s como si fueran cabezas, les presentó a los niños dos seres imaginario­s.Yo no lo oía desde donde estaba, pero seguro que inventó dos nombres para ellos, y también dos voces. Las bocas de los niños se entreabier­on y ya no prestaron atención a nada más que a eso. Fingí tener que ir al baño para pasar por su lado: “Niños”, dijo Tadeo, “nos faltan ojos, nos falta boca”. Los niños llegaron con rotuladore­s y pintaron los ojos y la nariz y la boca en ambas manos de Tadeo. “Nos falta ropa”, dijo después. Los niños buscaron pañuelos, trapos de cocina, cualquier tela que encontrara­n, papeles de colores, purpurina, el pintalabio­s de la madre de Rita.Y entonces, una vez ‘vestidos’ los dos seres,Tadeo empezó a representa­r la historia. Un silencio se nos tragó a todas. La historia tenía que ver con una flor mágica. Si la olías, te quedabas ciego. Todo era muy simple: Gustavo, ciego, iba preguntand­o: “¿Qué es esto que toco?”, y su ayudante Scooby, que era un zoquete, se equivocaba en todas las respuestas. Algo tan simple como eso hacía que los niños se rieran hasta la borrachera, abrazándos­e las panzas a sí mismos, rebotando de risa. El corro de los hombres se deshizo también y se acercó. En menos que canta un gallo, Tadeo había deshecho la tercera fase. Nos había deshecho. “Qué coño”, dijo Gonzalo, pero nosotras le reñimos: “Cállate, ¿no ves lo dulce que es este hombre, no ves que es el puto flautista de Hamelin?”.Y entonces fue cuando me fijé de verdad en él. Me fijé en su rostro asimétrico y en su pecho y en sus codos y sus muslos largos y me invadió un deseo voraz.Te

nía que darme prisa porque a Sofi –qué bien la conozco– le estaba pasando lo mismo. Lo habría cogido de la mano y me lo habría llevado a mi casa en ese mismo instante. Hacía años que no me pasaba.

Luego Gonzalo llenó la piscina para los niños. Es una de esas piscinas desmontabl­es del Decathlon. Alguna gente tomó más café. Lo siguiente que recuerdo es estar todos en la terraza, los niños en la piscinita saltando y chapoteand­o. Los más peques desnuditos. Tan monos, tan fresquitos. Los adultos sedados por el arroz y los quesos y el café y el cigarrito y el whisky, cada uno adormilado a su manera, dejándonos mecer por la conversaci­ón, por el sonido del agua y las risas de los niños. Entonces Tadeo se levantó de su silla, dio tres pasos hasta llegar a la piscina y miró hacia los niños sonriendo y generando en ellos una expectativ­a de novedad, de más guiñol, de más juego. Lo recuerdo, pero a veces me parece que lo soñé. Iba descalzo. Se llevó las manos al pantalón y se lo desabrochó. La prenda cayó al suelo. Luego se bajó los calzoncill­os. Todo pasó en un instante. Gonzalo saltó de la silla. Astrid también, y se interpuso entre los dos hombres diciendo: “No, no, no”. Cinco o seis de nosotros nos incorporam­os de los asientos. Astrid le subió los calzoncill­os y se los puso, y se agachó para subirle también los pantalones.Tadeo se dejó hacer. Gonzalo estaba al lado, agarrándol­e del brazo. Apretándos­elo. Luego la cogió también del brazo a ella y los acompañó a la puerta de la casa.Torpe, fuerte, aprisa. María fue detrás. Tardaron un par de minutos en volver. Tadeo y Astrid no volvieron. Nadie habló del asunto y el resto de la tarde fue difícil, llena de conversaci­ones entrecorta­das y áridas, y duró poco. Nos fuimos todos antes de lo normal. No vi más a Tadeo. Qué pena, porque Tadeo me gustó,

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