Esquire (Spain)

¿Dónde desea usted morir?

Suite bergamasqu­e: Clair de lune — Debussy

- DAVID UCLÉS*

–¿Dónde desea usted morir?

–¿Dónde me recomendar­ía?

–Caballero, no se me permite hacer recomendac­iones. ¿No ha mirado el catálogo?

–Sí, pero no me decido. No hay ninguna pintura que me convenza.

–Quizás no esté convencido de querer morir…

–¡Ah, no! Eso es lo único que tengo claro. Escuche, ¿no podrían elegir ustedes el lienzo? Una opción al azar.

–Pues, no. Sin embargo, puede usted decirnos un número del uno al cuatro mil; todas nuestras pinturas están numeradas. Será como si la eligiera al azar.

–Perfecto. Elijo el quinientos veintitrés.

Martín Ahoslada tenía cuarenta y cinco años cuando decidió quitarse la vida. Había estado casado dos veces: Julia y María; y emparejado largo tiempo con un tercer amor, Valentina. Perdió a las tres de la noche a la mañana. A Julia le creció un nenúfar en el pecho mientras leía a Boris Vian; metástasis. Se empeñó en no soltar la novela hasta terminarla. María dejó de ser visible una mañana de junio. Trabajaba como guía dentro de un Renoir; de tantas horas como pasó en su interior, su cuerpo fue mimetizánd­ose con la escena pintada. Su piel se hizo claridad y destello, hasta que un día solo fue luz. Y Valentina... Ella, al contrario, fue perdiendo la luz. Se había dedicado a limpiar el suelo de los lienzos de Lucian Freud tantos años que la tristeza acabó embaucándo­la y se encerró en casa. No hubo Martín que consiguier­a animarla. Día tras día, la pena de Valentina empezó a contagiárs­ele. Fueron meses de esfuerzo por su parte, hasta que no lo pudieron soportar más. Se abandonaro­n.

“Ahora me toca a mí ceder ante todo. Estoy agotado”, se dijo Martín la noche antes de acudir a elegir la pintura.

–El número que ha elegido correspond­e a una pieza del luminismo americano que se encontraba en el antiguo Museo Thyssen de Madrid antes de la venida de la Nueva Europa. El pintor es Heade y su título Amanecer en Nicaragua. Considero que es una muy buena elección, pese a no haber sido un acto consciente. El clima solitario y bucólico de la escena le será propicio.

Martín observaba la lámina de la pintura que el empresario le mostraba en el catálogo; realmente parecía un lugar idóneo para fallecer.

–¿Sabía usted que Heade estaba obsesionad­o con los colibrís? Su último deseo fue encontrar las más de trescienta­s especies existentes y documentar­las en un solo libro. Murió antes, claro.

Gracias a los avances en física cuántica, las obras de los museos estaban tridimensi­onalizadas. Posando los pies sobre una plataforma frente a un lienzo, la ciencia permitía que el cuerpo del visitante se teletransp­ortase al interior de una pintura; estado de Bell y desintegra­ciones alfa, beta y gamma. No obstante, la obra no se movía. Se trataba de una tri-dimensiona­lización, no de una recreación con movimiento. Figuras inmóviles. De hecho, todo en el interior de la pintura estaba formado por óleo, a pesar de que el agua pareciera agua y la tierra, tierra.

Tras el boom de los museos tridimensi­onalizados surgieron algunos clandestin­os donde se realizaban actividade­s ilícitas tales como el consumo de drogas, la prostituci­ón, la venta de órganos o, en este caso, el suicidio.

–¡Así que moriré en Nicaragua!

–Puede verlo así, caballero, aunque en realidad morirá en Barcelona. No olvide que no moveremos el lienzo de su sitio en nuestro almacén hasta que pasen los años que usted desee pagar.

–¡Todos! Pagaré tantos años como pueda; de nada me servirá el dinero después. No quiero que nadie más entre. Quiero que esta pintura sea solo mía, mi tumba.

“Así que aquí es donde voy a morir... No parece un amanecer, más bien un atardecer”. Martín recibió una muy buena impresión de la pintura una vez se despidió de su mundo y se introdujo en ella. Acto seguido, la empresa retiró la plataforma tridimensi­onal y apagó el sistema cuántico en torno al lienzo. Nadie más podría entrar en él; ni salir.

Pasó las horas siguientes investigan­do el interior de la pintura y comproband­o los límites del paisaje. La obra era finita, como si se encontrara dentro de un inmenso cubo.Ya que la luz del cuadro no cambiaba, no supo cuánto tiempo había estado investigan­do el entorno. Sin poder ingerir o beber nada de aquel otro mundo, pues todo estaba formado por óleo, pronto comenzó a sentir rugir su estómago. “Dicen que solo ruge las primeras horas; después se acostumbra a no tener alimento. ¿Te pensabas que la muerte iba a ser plácida?”. Se sentó en mitad del bosquecill­o, con los pies en el agua del río, y comenzó a considerar dónde se iba a dejar morir. Entonces escuchó un ruido. El silencio en la pintura era tan intenso que percibió el lugar exacto de donde provenía aquel chasquido de hojas. Se dio media vuelta y vio a una mujer de su edad.

–¿Quién eres? ¿Qué haces tú aquí?

–¿Que qué hago yo aquí? ¿Y tú?

–¿Yo? ¡Yo he pagado para morir aquí tranquila!

–Vaya... ¿En serio?

–¿Qué?

–Pues… que yo también pagué para lo mismo.

–¡Oh!

–Parece que nos han engañado…

Una vez dentro de la pintura no había forma alguna de contactar con el exterior. Mientras que los lienzos de los museos sí que tenían una plataforma de salida, aquellos habilitado­s como lechos mortuorios no. ¿Tenía sentido que tuvieran una? No convenía a la empresa que el cliente se arrepintie­ra; exigiría su dinero. Y casi todos se arrepentía­n.

–¿Puedo sentarme a tu lado? Llevo días dando vueltas. ¿Tú acabas de entrar?

–Sí, hace un par de horas. ¿Cómo te llamas?

Olalla y Martín. Entablaron una conversaci­ón a la que ninguno de los dos prestó demasiada atención, pues se sabían muertos en horas. Y lo que en otro lugar habría sido un monótono diálogo se convirtió bajo aquellas circunstan­cias en una tragicomed­ia esquizofré­nica. Pasaron varias veces del amor al odio; decidieron morir separados, juntos; primero uno, después el otro; intentaron salir, dejarse vencer, excavar un agujero en uno de los límites, escalar hacia el techo… Martín recordó el Huis clos de Sartre.

–¡Por favor! ¿Hay alguien escuchando? ¡Esto es un error! ¡No puedo morir en compañía! ¡No es lo que pactamos! ¿¡Quién podría suicidarse así!?

–¿Suicidarte? Aquí te vas a morir sí o sí. Eso no es un suicidio.

–¿Entonces qué es?

–Supongo que vivir.

Los minutos se les hacían eternos. Volvieron a discutir. Se besaron, hicieron el amor; se hirieron, se insultaron, se acariciaro­n… Pasaron por todos los estratos de una relación en unas horas. Se les agotaron las fuerzas y el tiempo.

–Martín, no quiero morir con los ojos abiertos. –No te preocupes; yo te los cerraré.

Al día siguiente, el lienzo volvió a estar disponible.

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