La mejor novela policiaca.
Andrea Camilleri revive en nuestras páginas con el relato El fantasma en la
cabina, publicado por primera vez en castellano.
Después de una semana de navegación, Cecè Collura ya no soportaba al periodista freelance Davide Birolli, el cual, vete a saber por qué, se le había pegado peor que una sanguijuela, al punto de que había habido un momento en que el comisario de a bordo había tenido la tentación de dejarlo todo y hacerse desembarcar en la primera escala. Este Birolli, trentino, ojos saltones detrás de las gafitas, pelo perennemente recorrido por una corriente eléctrica de 350 voltios, había sido contratado por la empresa naviera (comida y alojamiento gratis, considerable cheque final) para que escribiera una serie de artículos de costumbres en beneficio de la idea de que irse de paseo por mar era el máximo bienestar que uno podía permitirse. Pero la empresa naviera no se había informado bien de cómo pensaba el periodista, el cual, apenas puesto un pie en el barco, se había proclamado, a diestro y siniestro, hombre y pensador de la izquierda más irreductible. Fuertemente crítico hacia el concepto mismo de crucero, que él definía como “un viaje inmóvil” y a veces también “un viaje parasitario hecho por parásitos”, iba a ver a Cecè Collura en su despacho y se quedaba todo el santo día.
–¿No encuentra también usted, comisario, que estos cruceros son terriblemente reaccionarios?
–¿En qué sentido, perdone?
–En el sentido de que en cada crucero todo lo que sucede es muy sabido, masticado y combinatorio. La imaginación es matada por una especie de senilidad colectiva. Es siempre la misma papilla.
“Papilla que tú te zampas”, pensó Cecè Collura, “sin ganártela: aún no has escrito una línea”.
–Lo inocuo, lo tranquilizador, son reaccionarios porque no producen dudas.
–¿Tiene presente el Titanic? –le preguntó Collura, al que ya le había roto todo lo rompible.
–Sí. ¿Y bien?
–¿Ese, en su opinión, fue un crucero progresista?
El otro se distrajo un momento y el comisario aprovechó para ponerse a hablar con su adjunto. Una noche el timbre penetrante del teléfono lo despertó. Encendió la luz y miró el reloj: las cuatro de la mañana. Era su adjunto.
–Comisario, ¿puede venir al despacho? Hay una emergencia. El adjunto no era una persona que hablara por hablar. Quería decir que la cosa era seria. En el despacho había una anciana que llevaba una bata de primera clase y parecía muy agitada.
–¿Me permite, comisario? –espetó el triestino. Fueron al cuarto de atrás, donde no se admitían pasajeros y que estaba equipado con teléfonos satelitales, varios ordenadores e Internet.
–La señora sostiene que ha visto un fantasma.
–¿Dónde?
–En su cabina. Estaba durmiendo, se ha despertado y lo ha visto. Ha saltado de la cama.
–¿Había bebido?
–Parece que no, dice que es abstemia.
–¿Se droga?
–¿A su edad?
–Amigo mío, ¿no se ha dado cuenta de que hoy los viejos hacen lo que sea para no parecerlo? En resumen, ¿qué quiere?
–Quiere cambiar de cabina.
–Está bien, trasladémosla y asunto terminado.
–No es tan sencillo, comisario. La señora estaba aterrorizada. Mientras huía se ha puesto a gritar, ha recorrido el pasillo antes de ser detenida por una camarera. Otros pasajeros se han despertado, han salido al pasillo... Por desgracia, también estaba ese periodista. Me ha costado hacer que volviera la calma. Habría que inventarse algo para tranquilizarlos. De otro modo mañana todos los que ocupan las cabinas del pasillo 22c querrán cambiar de sitio.
–Vamos a hablar con esa vieja loca. Pero antes déjeme ver su ficha. Resultó que la señora, en realidad señorita, Candida Meneghetti era una jubilada de 77 años, residente en Bolonia. Viajaba sola.
–Señorita Meneghetti –empezó el comisario, que no sabía cómo empezar y terminar el discurso–, ¿se siente bien?
–Me sentía muy bien antes de poner un pie en este maldito barco. Me asusté tanto que por poco me quedo tiesa.
–¿Podría describir la cosa... el fantasma? ¿Cómo era?
–Normal. Clásico.
–¿Se puede explicar mejor?
–Bah, haga de cuenta que es una sábana que está derecha, sola. A la altura de los ojos tenía como dos bolitas fosforescentes. Por Dios, ¡me siento mal de solo pensarlo!
–¿Dónde lo ha visto?
–Estaba a los pies de la cama. Fluctuaba.
–¿Ha dicho algo?
–¡Por supuesto! Me dijo, con voz cavernosa: “¡Candida, baja de este barco mientras estés a tiempo!”.
–¿Usted lo conocía? –se entrometió el adjunto.
–¿Por qué habría debido conocerlo? –se enfadó la señorita.
–Bah... no sé... dado que la tuteaba...
–¡Qué razonamientos! ¡Todos los fantasmas tratan de tú!
–¡Ah! –espetó el comisario–. Por tanto, usted está familiarizada con los fantasmas. ¿Antes había visto otros?
–Nunca. Pero he leído algunos libros sobre el tema. Ahora que me hace pensar, el padre de Hamlet...
Cecè Collura se apresuró a interrumpirla. Solo faltaba Hamlet en aquella historia de tuertos.
–Venga con nosotros, vamos a ver su cabina.
–¡Ni en sueños! Tengo miedo. Vayan ustedes, yo me quedo aquí. –¿Tiene la llave?
–¡Cómo hacía para coger la llave en aquel momento! Está abajo. Cuando llegaron al pasillo 22c encontraron a Davide Birolli arengando un grupo de pasajeros sucintamente vestidos.
–¡Reflexionad sobre las palabras del fantasma! ¡Anuncian peligro! Estamos yendo hacia días y noches de duda, de incertidumbre, incluso de angustia. ¿Todo esto no es maravilloso? Este viaje, iniciado con tranquilizadora previsibilidad, en un plácido intercambio de sen
saciones y pensamientos, proseguirá en una atmósfera de saludable y progresista consternación. ¿Cuál será el fin?
–Hágalo desaparecer –intimó Cecè al adjunto.
La cabina de la señorita Candida estaba en perfecto orden, salvo la cama. La sábana superior estaba apelotonada y totalmente del lado de los pies: se ve que la señorita, instintivamente, había arrojado la sábana contra el fantasma. Que, a su vez, era una sábana. A Cecè le entraron ganas de reír. La historia era cómica. El lado negativo era la repercusión que habría podido tener sobre los cruceristas. ¿Cómo calmar las aguas? Mientras razonaba en ello, notó dos cosas. La primera era que había encontrado la luz encendida. Por tanto, la señorita, apenas había visto el fantasma, había accionado el interruptor. ¿Y el fantasma se había disuelto o había seguido aún visible? La segunda era que todas las cosas de la señorita Meneghetti eran novísimas. En el suelo, dos pares de zapatos recién estrenados, sobre una silla un bolso carísimo, que aún olía a fábrica. Abrió el armario: de seis vestidos que estaban colgados, cuatro tenían pegada la etiqueta. Casi toda la lencería estaba en el envoltorio original. Había también dos maletas Vuitton y estaba claro que habían sido usadas por primera vez. La señorita Meneghetti, que debía de ser rica, se había hecho un costoso ajuar precisamente para aquel crucero.Volvió al despacho. Lo encontró lleno de pasajeros que querían cambiar de cabina. Al adjunto, rojo y sudado, le costaba incluso hablar.
–¡Me parece increíble –estaba diciendo uno– que en un barco como este, provisto de todo, falte precisamente un ghostbuster o, al menos, un exorcista!
Cecè llamó aparte a su adjunto. Fue informado de que la señorita Candida estaba en el cuarto de atrás. En cuanto al periodista freelance, había pensado bien de hacerlo convocar por el comandante. –¿Qué ha encontrado? –preguntó al verlo la señorita, ansiosa. –¿Qué quería que encontrara? A esta hora quién sabe dónde ha ido a parar su fantasma. Permítame algunas preguntas. Cuando usted encendió la luz, ¿la aparición siguió manifestándose?
Candida Meneghetti, por un instante, pareció desconcertada. –¿Encendí la luz? No recuerdo. ¿Sabe?, en aquel momento... ¿Por qué me hace esta pregunta?
–¿Usted habitualmente se mete en la cama con la bata?
–No. ¿Por qué? Con el camisón. Pero estaba ruborizada.Y de golpe Cecè Collura tuvo la seguridad de que aquel rubor no se debía a un virginal embarazo. Llamó a un oficial. Expidió a la señorita a una cabina vacía para que descansara un poco. Durante dos horas seguidas estuvo en el cuarto de atrás, haciendo y recibiendo llamadas. Al final se estiró, satisfecho. Fue a ver a la señorita Candida, que se había dormido sobre la cama, y la despertó delicadamente.
–Lo he descubierto todo, señorita. Usted se las apaña con una pensión de un millón trescientas mil liras al mes, es una exactriz y es huésped de una residencia de ancianos.
–Le prevengo, entiendo dónde quiere ir a parar: he recibido una herencia y he decidido disfrutarla.
–Esperaba esta respuesta. Pero, mire, su modo de actuar, ante la aparición del fantasma, fue del todo ilógico. Encendió la luz, vaya y pase. Pero se puso la bata, y esto no se sostiene en absoluto. Delante de un fantasma no hay pudor que aguante. Usted habría debido precipitarse fuera de la cabina en camisón. Ha cometido un error. ¿Quién le ha pagado para organizar este teatro? Si confiesa, veré qué hacer para que no tenga consecuencias penales. Pero deberá decirles a todos que ha comprendido que tuvo una pesadilla, tanto es verdad que está dispuesta a reocupar su cabina.
La señorita Candida Meneghetti confesó: había sido generosamente pagada para dañar la imagen de la empresa naviera. Fue desembarcada en la escala siguiente. Con ella bajó a tierra también el periodista freelance Davide Birolli. Cecè Collura ató cabos: él era un falso comisario de a bordo, Joe Bolton un falso cantante y la señorita Meneghetti una falsa pasajera.Y había incluso un falso fantasma. Pero ¿aquel crucero era verdadero o virtual?