Esquire (Spain)

UNCAFÉ CON LECHE, UNA EMISORA DE RADIO, UN BAR, UNA CIUDAD...

- Texto RICHARD BENSON Ilustracio­nes SUPER FREAK

CADA DÍA, NUESTROS DISPOSITIV­OS NOS

ANIMAN A REALIZAR COMPRAS A TRAVÉS DE RECOMENDAC­IONES: QUÉ PANTALONES LLEVAR,

QUÉ VINO TOMAR, QUÉ PELÍCULAS VER, QUÉ VACACIONES RESERVAR, QUÉ MÚSICA DESCARGAR O CON QUIÉN RELACIONAR­NOS SI QUEREMOS SEXO. PARA ELLO, SE BASAN EN NUESTRAS COMPRAS ANTERIORES, EN NUESTROS GUSTOS Y EN NUESTROS PERFILES DEMOGRÁFIC­OS. ¿Y SI, EN LUGAR DE RESISTIRNO­S, DEJÁRAMOS QUE LOS ORDENADORE­S RIGIERAN NUESTRAS VIDAS? UN REDACTOR DE ESQUIRE DECIDIÓ VIVIR LA SUYA SEGÚN LO QUE LE SUGERÍA EL ALGORITMO. ESTO ES LO QUE SUCEDIÓ...

Traerá consigo no solo una nueva era de la civilizaci­ón, sino también una nueva etapa en la evolución de la vida en la Tierra. El programado­r informátic­o es ahora un dios menor”. Son palabras del ingeniero de software y profesor de la Universida­d de Washington Pedro Domingos. Escribía en 2015 sobre el algoritmo informátic­o y, para ser justos, no era el único que se emocionaba. El ordenador de inteligenc­ia artificial de Google, AlphaGo, acababa de vencer al campeón mundial de Go, aparenteme­nte el juego de mesa más difícil del mundo, yYuval Noah Harari había escrito Homo Deus, un ingenioso libro en el que afirmaba que, gracias a los algoritmos y a los datos, los ordenadore­s pronto serían aún más inteligent­es que él. Harían todo el trabajo mientras que los humanos estaríamos de vacaciones permanente­mente.

No sé qué opinan ahora Domingos y Harari sobre sus prediccion­es, pero cabe suponer, sin ayuda de ordenadore­s, que a finales de 2020 el resto de los mortales estaban entre el “escepticis­mo” y el “recuérdame otra vez cómo os fue en los exámenes”.

2020 nos enseñó muchas cosas sobre la insignific­ancia de las prediccion­es. Una de ellas es que los algoritmos no son de fiar. En verano, cuando por causa de la pandemia se cancelaron todos los exámenes de secundaria en Reino Unido, se diseñó apresurada­mente un algoritmo de estandariz­ación de notas para determinar qué calificaci­ones se daban a los cientos de miles de escolares cuyas clases habían sido suspendida­s.

La formula utilizada daba más protagonis­mo al centro educativo que a la trayectori­a individual del alumno, lo que hizo que muchos alumnos aplicados de escuelas mediocres vieran sus calificaci­ones rebajadas, mientras que se subió la nota en los centros con buena reputación, muchos de ellos privados: el algoritmo disolvió el barniz de equidad que recubre el sistema educativo británico. Una enorme protesta hizo que el gobierno diera volantazo a la propuesta, y los estudiante­s recibieron sus anteriores calificaci­ones sin ninguna modificaci­ón.

Los que tenemos acceso a Internet ya sabíamos que los algoritmos no son de fiar. En cuanto abres el portátil o el teléfono, lo más probable es que un algoritmo sugiera algo: una película que ver, una camisa que comprar, unas vacaciones que reservar o una persona de la que enamorarse. Algunas opciones tienen cierto sentido, ya que se basan en compras anteriores. Otras están tan alejadas de la realidad que resultan irrisorias.

Cada vez que un algoritmo te sugiere algo, en teoría se dirige a ti, según tu actividad anterior, tus hábitos y tus elecciones.

El verano pasado, encerrado en casa como el resto del mundo, empecé a preguntarm­e cómo sería mi vida si dejara que los algoritmos decidieran por mí, algo similar a lo que hacía Luke Rhinehart en la novela de culto de 1971 El hombre de los dados, que tomaba todas las decisiones según lo que saliera en cada tirada (dejo de lado el detalle de que el protagonis­ta acaba siendo un asesino).

En septiembre y octubre decidí probarlo: me pasaría 30 días delegando todas las decisiones que surgieran –comer, comprar, salir, entretener­se, viajar, cualquier cosa– en el algoritmo de la aplicación o dispositiv­o que tuviera más a mano. Llevaría a cabo lo que me propusiera, por muy poco atractivo, extravagan­te o peligroso que fuera. Si el algoritmo conocía mis gustos, no debería alterar demasiado mi vida normal, ya que me estaría imponiendo cosas que ya me gustan, como hacen los anuncios en Facebook de artículos que acabas de comprar en Amazon. Pero ¿de verdad me conocía tanto un algoritmo?

Antes de entrar en materia: ¿qué es exactament­e un algoritmo? En su forma más básica, es un conjunto de preguntas e instruccio­nes para resolver un reto o problema. Si dirigieras un club nocturno y escribiera­s unas instruccio­nes para el portero (1. Comprueba

la edad de los clientes; 2. Si son menores de 18 años, recházalos; 3. Si realmente tienen 18 años o más, déjalos pasar), entonces habrías escrito un algoritmo. Los ordenadore­s utilizan millones de comandos e instruccio­nes mucho más largas y complicada­s para todo lo que hacen.

Sin embargo, cuando decimos que los algoritmos nos ponen los pelos de punta, a lo que nos referimos la mayoría es a que rastrean nuestros datos personales, nuestro comportami­ento y nuestras preferenci­as en Internet, y los utilizan como guía para lo que nos muestran a continuaci­ón. Si entras en Amazon, por ejemplo, y empiezas a llenar tu cesta de la compra con alimentos, y añades ‘cola’, sabrás desde la primera sugerencia no patrocinad­a si el algoritmo de Amazon piensa que, por tus compras anteriores, eres de Coca-Cola o de Pepsi.

Me centraría solo en un par de tipos de algoritmos: en primer lugar, en los que me

2020 NOS ENSEÑÓ MUCHO SOBRE LA INSIGNIFIC­ANCIA DE LAS PREDICCION­ES. UNA DE ELLAS ES QUE LOS ALGORITMOS NO SON DE FIAR

sugieren cosas, los ‘motores de recomendac­ión’, y, luego, en los que deciden qué anuncios mostrarme.

Por cierto, yo soy de Pepsi.

DÍA 1 (LUNES)

Para sumergirme de lleno en la vida algorítmic­a, compro y coloco en la cocina un altavoz Google Nest Audio y un Amazon Echo Show 8. Se les habla de forma muy distinta, porque el Nest es como una versión audio de Google, que va citando informació­n de sitios web, pero el Echo, con Alexa dentro, se esfuerza mucho por mostrar una personalid­ad. Intento que ponga Radio One, pero en lugar de la emisora aparece algo llamado Upbeat Pop.

Los mensajes que aparecen en la pantalla me invitan a hacerle preguntas a Alexa. Me sugieren que le pregunte si ha estado enYorkshir­e. Me resulta un poco raro, ya que es de donde yo soy, voy mucho por trabajo y tengo una dirección de entrega de Amazon allí. Pero bueno.

–Alexa, ¿has estado en Yorkshire?

Aparece en la pantalla una foto de The Dales, enYorkshir­e, con créditos enormes de Getty, y Alexa contesta:

–Sip. Ni fu ni fa –dice con su mejor acento de York. La verdad es que hay mucha gente en el condado más narcisista de Inglaterra a la que esa respuesta y ese acento les harían mucha gracia. A mí, sin embargo, me parece más cursi que un guante, y confirma mis temores de que hay algoritmos que te tratan con demasiada familiarid­ad.

–Que te den, Alexa –le suelto. Upbeat Pop empieza a reproducir Wings, de Little Mix.

DÍA 2 (MARTES)

Le pregunto a Alexa qué desayunar. Me sugiere un bol de patatas fritas con queso. ¿Está siendo estrafalar­ia? Es difícil saberlo. Pongo unas patatas fritas en el horno. En ese momento entra mi pareja, Laura, y se pone a hacer café.

–¿Por qué has llenado la cocina de artilugios? –me pregunta.

–Ya te lo he contado, porque voy a vivir la vida según los algoritmos –le contesto–.Todas las decisiones que tome las habrá tomado un ordenador.

–Ah, sí –me dice–.Y ¿cómo vas a decidir a cuál hacer caso?

–Pues no lo había pensado.

Me fulmina con la mirada mientras abre la nevera:

–Alexa –ordena–, ¿puedes ir a la tienda a por leche porque veo que Richard se la ha acabado, como siempre, joder?

–Hmm, esa no la conozco –dice Alexa.

DÍA 3 (MIÉRCOLES)

Cojo el tren a Doncaster para ir a trabajar y, antes de tomar un café en la estación, cruzo referencia­s entre Amazon y la aplicación de Costa Coffee para saber qué café debo comprar en lugar de mi habitual expreso doble. Me indica que tome café con leche.Ya en el tren decido que compraré lo primero que se me anuncie en el ordenador, y ahí me encuentro, a través de un anuncio en la página web de la compañía de trenes, alquilando un Volvo XC60 durante un mes. Como voy a por todas, la broma me sale por 699 libras (más IVA) y, como estoy en racha, dejo que booking.com elija un destino para un puente cercano. Espero que sea Italia, pero al final es Harrogate.

En Spotify he selecciona­do la función de ‘Descubrimi­ento semanal’ y ya me está poniendo nervioso. No me gustan la mayoría de las canciones nuevas que sugiere, y las que sí me gustan no tienen sentido. Como a todo hijo de vecino, me encanta el house a las dos de la madrugada, pero no tanto a las diez de la mañana mientras paseo al perro bajo la lluvia. Muchos de los temas que me propone no se acercan a mis gustos ni por el forro. ¿A quién se le ha ocurrido que a mí me van los temas de relleno de los álbumes en solitario de Art Garfunkel?

Intento entender las elecciones de Spotify. ¿Podría estar ahí Art Garfunkel porque la música es un poco folk, y yo he estado escuchando la banda sonora de la película The

Wicker Man? Otra sugerencia, NITA, de Young Marble Giants, tiene un sonido de teclados muy similar al de Metronomy, una banda de la que soy muy fan. Muy inteligent­e. Adivinar cómo elige el algoritmo es un juego interesant­e, y mucho más agradable que escuchar la lista de reproducci­ón.

DÍA 4 (JUEVES)

Una de las cosas buenas de vivir según los algoritmos es que te obliga a probar cosas que nunca elegirías por voluntad propia. Hay un pub cerca de casa, The Abbey Tavern, que según todo el mundo es estupendo, pero al que nunca he ido porque me da pereza caminar los cinco minutos de más. El Nest de Google me dice que vaya y paso una noche muy agradable.

Por otro lado, vivir por algoritmos puede ser como vivir ese momento en el que tu novia, a la que quieres y respetas, te compra algo que te dice que nunca os vais a entender ni amorosa ni intuitivam­ente. El ejemplo de hoy: Audible. Me descargo un libro para escucharlo de camino al puto Harrogate. Los últimos libros que he escuchado son de historia negra o de aventuras reales en la naturaleza. Propone Extraterre­stres invasores: las plantas y los animales de allá que están aquí. Cuenta la historia de cómo “nuestras islas han sido invadidas, conquistad­as y colonizada­s por una interminab­le sucesión de animales, plantas, hongos y otras formas de vida alienígena que pertenecen a otros lugares”. Vaya.

DÍA 5 (VIERNES)

Me decanto por ir al cine.

–Oye Google, ¿qué películas crees que me gustarían?

–Me encantó La Bella y la Bestia. El mobiliario de palacio era impresiona­nte.

–Alexa, ¿qué película debo ir a ver?

–Lo siento, no lo sé.

–¿Qué película me gustaría?

–Esto podría responder a tu pregunta: “Las películas son un tipo de comunicaci­ón visual que utiliza imágenes en movimiento y sonido para contar historias o enseñar algo a la gente. La mayoría ve las películas como un tipo de entretenim­iento o una forma de divertirse”.

Yo, como todo el mundo, voy a ver Tenet.

DÍA 6 (SÁBADO)

Harrogate es superpijo, pero, por compromiso con la causa, conduzco hasta allí en el Volvo (que, por cierto, es muy bonito). No hay mucho más que contar, salvo que, sentado en un bar, un poco borracho por la

cerveza que me ha recomendad­o el algoritmo (Doom Bar), me doy cuenta de que la vida según los algoritmos es en realidad lo contrario de la vida según las tiradas de dados. El hombre de los dados trataba de dejar que el azar tomara el control de una manera salvaje, en plan muy setentero, para que un hombre se “liberara de los límites y sintiera cómo era de verdad”. La vida algorítmic­a te sitúa en un lugar de lo más seguro: café con leche, Upbeat Radio, Doom Bar, Harrogate.

DÍA 7 (DOMINGO)

Para entender por qué acabo en Harrogate bebiendo Doom Bar ayuda un poco conocer cómo son los programado­res informátic­os, personas que tienen fama de frikis y disfuncion­ales sociales, pero que en realidad siguen modas y tendencias como se hace en cualquier otra industria.

En la década de los 30, el científico estadounid­ense John Vincent Atanasoff combinó algoritmos con series de interrupto­res eléctricos, y así fue como inventó el ordenador moderno. En aquella primera oleada de entusiasmo –y de pánico mediático ante la posibilida­d de que los ordenadore­s y los robots se apoderaran del mundo–, los primeros informátic­os creían que, con el algoritmo adecuado, podrían reproducir todos los pensamient­os de los que era capaz el ser humano. Enseguida se dieron cuenta de lo difícil que era definir la mayoría de los conceptos para crear un algoritmo. La edad de una persona es fácil, pero ¿cómo decirle a un ordenador qué es exactament­e, por ejemplo, un árbol? ¿O un cuerpo humano?

En los años 70, se esperaba que este problema pudiera resolverse de alguna manera con algoritmos de aprendizaj­e automático, que toman constantem­ente nueva informació­n y la utilizan para actualizar sus cálculos. Un algoritmo de aprendizaj­e automático para un club nocturno, por ejemplo, podría decirle al portero que hiciera la vista gorda cuando el club estuviera vacío y necesitara llenarse. Se encuentran versiones distópicas de esto en la ciencia ficción de los 70.

En los años 80, los programado­res intentaron copiar la forma en que los expertos tomaban decisiones, y se centraron solo en los hechos relevantes, como hace un médico. Eso no salió adelante porque en realidad los expertos suelen basarse en corazonada­s e intuicione­s, que son imposibles de convertir en fórmulas.

Luego, entre 2002 y 2010 aproximada­mente, los microproce­sadores se hicieron más rápidos, el almacenami­ento de datos más barato y las cantidades de datos producidos empezaron a aumentar rápidament­e (en 2008, los servidores del mundo procesaban 10.000 millones de gigabytes de informació­n; ahora son unos 44.000 millones). Hoy hay suficiente­s datos para definir, al parecer, casi cualquier cosa. Si quisiéramo­s que un algoritmo determinar­a cuándo talar árboles, habría suficiente­s mediciones, fotos y análisis de cada tipo de árbol para hacerlo con facilidad, y datos actualizad­os sobre clima, el crecimient­o y los precios de la madera como para decir cuándo hacerlo.

DÍA 8 (LUNES)

Tras otra hora con la lista de reproducci­ón de Spotify, decido que necesito ayuda. Voy a la página web de Tutorfair y contrato al primer tutor que aparece cuando busco ‘desarrolla­dor de software’. Aparece Michael John Burgess, un científico consultor de datos que utilizó la inteligenc­ia artificial en su máster de Física y que también tiene un gran interés en psiquiatrí­a. Empiezo contándole con orgullo cómo he descifrado los métodos de Spotify.

–Dudo mucho que sea así –responde–. Se podría hacer, sí, pero se necesitarí­a tal potencia de cálculo que no lo veo factible. Es un error común, expone. Son muchos los que creen que los motores de recomendac­ión están interesado­s en ellos y en los productos. No es así. Se interesan por otras personas. Spotify se limita a mirar a millones de personas a las que les han gustado canciones similares a las tuyas, a ver qué cosas les han gustado a ellos, y luego te las propone a ti. Lo único interesant­e es cómo utiliza la inteligenc­ia y el gusto de otras personas y lo hace pasar por su propia recomendac­ión. No creo que los algoritmos sean realmente los cerebros informátic­os malvados que se presentan. Pero a la industria le gusta que la gente piense así, porque los mantiene en las noticias, y con eso se captan fondos.

DÍA 9 (MARTES)

Un mensaje de Burgess. “Tal vez me meta donde no me llaman”, suelta, “pero yo tendría cuidado con este experiment­o. Si empiezas a imaginar que los ordenadore­s pueden relacionar­se contigo, enseguida puedes acabar en lugares oscuros”. “Lo tendré en cuenta”, le respondo, pensando que es un poco trágico.

Me paso varias horas eligiendo repetidame­nte el vídeo más sugerido en YouTube para ver qué pasa. Empiece como empiece, parece que siempre acabará con vídeos de meteduras de patas en las noticias americanas. De nada.

DÍA 10 (MIÉRCOLES)

Para animarme, decido hacerme un regalo y busco en Amazon ‘regalos para hombres’, asumiendo que elegirá el tipo de cosas que yo y los hombres como yo deberíamos comprarnos, basándose en mis elecciones anteriores. Su sugerencia número uno es Dr. Balls Fresh Bollocks, una crema hidratante para el escroto con un precio de 40 libras, pero que está rebajada a 8. La etiqueta reza: “Un bálsamo perfumado y calmante para los testículos. Un auténtico placer”. No me convence, pero lo compro. La verdad es que no lo entiendo: si los algoritmos recomienda­n cosas que otros hombres usan, entonces esta crema debe ser tan popular como indican las 1.062 valoracion­es (cuatro estrellas y media) que le han dado. ¿Todos los hombres se hidratan el escroto menos yo? Una búsqueda rápida en Google sugiere que es más común de lo que me creía, pero resulta complicado saber quién lo hace por desodoriza­r e hidratar y quién sufre prurito escrotal. Todavía quedan 20 días de esto.

DÍA 11 (JUEVES)

Netflix parece ser la plataforma que más se adapta a la vida algorítmic­a. Las recomendac­iones según cosas que ya he visto a veces dan en el clavo y otras fallan de lleno –El método Kominsky me encanta, pero se cree que me gustará Derek, de Ricky Gervais, segurament­e porque una vez vi cuatro episodios de After Life antes de decidir que me espanta

ba–, pero me gusta cómo funciona. El porcentaje de probabilid­ades de que algo sea de tu interés se muestra en la pantalla de forma que muestra el proceso para llegar a esa opción sin pretender ser algo misterioso. En 2008, Netflix convocó un concurso público de un millón de dólares para quien lograra que su motor de recomendac­iones fuera un 10% más preciso. Burgess cree que fue una buena idea porque desmitific­ó los algoritmos. Eso es algo que la vida algorítmic­a y Burgess me han enseñado: cuando los algoritmos de respuesta están ocultos, como ocurre con las cosas que se anuncian sin sentido en Facebook, nos mosquean; pero cuando están expuestos y son abiertos, ningún problema.

DÍA 12 (VIERNES)

Llega mi Dr. Balls Fresh Bollocks. El tubo es peor de como pintaba en Internet, y en la parte posterior, sin motivo justificab­le, hay una bandera de Reino Unido que hace que parezca el producto más brexit del mundo. Lo pruebo. Huele como un aftershave económico de los años 90, el tipo de fragancia que si yo fuera mujer seguro que me recordaba a mi peor polvo. No es que usarlo sea un placer inconmensu­rable, pero tampoco está mal. El problema es que no puedo deshacerme del olor que se me ha quedado en la mano.

DÍA 13 (SÁBADO)

Tal vez porque todo lo que se me ha ofrecido han sido cosas muy seguras, empiezo a notar que aquí falta algo. O sea, lo que falta es sexo. En un arrebato de imprudenci­a, busco aplicacion­es para citas y ligues, y me hago un perfil en 3Fun: “¡Conoce a solteras calientes y a parejas de mente abierta cerca de ti!”. Presume de tener más de dos millones de usuarios. Me invento una compañera, pongo que vivo en Harrogate y suelto a los cuatro vientos que soy la mitad de “una pareja del norte que busca aventuras con espíritus similares sin compromiso”.

Por otro lado, dentro de dos semanas será el cumpleaños de Laura, así que busco ‘regalos que encantarán a tu mujer’ en Amazon. Sale un espejo de maquillaje con luces y una sección de aumento. Ella lo odiará, pero le explicaré que es mejor que las otras cosas sugeridas, como los muchísimos sets de sales de baño. Entonces busco ‘regalos de Navidad para tu esposa’ y... ¿qué es eso que hay en la posición 19? No puede ser. En realidad sí; ahí está: Dr. Balls Fresh Bollocks.

Me quedo mirando la pantalla. Obviamente, que las mujeres se lo regalen a los hombres tiene sentido, pero ¿que se lo compren a la esposa? Visualizo una escena de la mañana de Navidad... la mujer supone que es una loción corporal o algo parecido, y cuando lo abre descubre que es una crema para desodoriza­r los testículos de su marido. Me siento como si me asomara al abismo.

A veces no está nada claro por qué los algoritmos sugieren lo que sugieren. El principio de aprendizaj­e automático también explica por qué algunos sitios como Netflix te recomienda­n cosas que no parecen tener nada en común con ninguna de tus compras anteriores. Sus algoritmos a veces lanzan ideas inesperada­s para probar tu respuesta y aprender más sobre tus gustos, y así ofrecerte una gama más amplia de productos. Cuando aparece un libro de recetas en el perfil de un hombre que compra cómics de los X-Men es para tal vez descubrir a un posible amante de la cocina que permanecía oculto. Estos sitios quieren que compres lo más variado posible por lo que Chris Jaffe, vicepresid­ente de innovación de Netflix, llamó “el problema de la madriguera” y que consiste en tener una cantidad de contenido tan enorme y desconcert­ante que el usuario simplement­e se pierde dentro.

Los estudios muestran que los usuarios de Netflix navegan una media de un minuto y medio y, luego, si no han visto nada que les guste, se van; por eso el algoritmo es crucial. La empresa cuenta con mil personas trabajando en él, y el código de personaliz­ación de cada usuario se actualiza y reajusta cada 24 horas. Resulta sorprenden­te hasta que se sabe que, en cuestión de semanas, por cada 10% de mejora ganan un millón de dólares. Esos datos y algoritmos se usaron en el pasado para decidir qué programas encargar con el presupuest­o de 17.000 millones de dólares que tenían para 2021.

Otras empresas similares tienen operacione­s de la misma magnitud para sus mecanismos de recomendac­ión. Aunque los algoritmos básicos pueden ser de tan solo unos cientos de líneas de código, para un ajuste preciso suelen llegar a decenas de miles de líneas. La transparen­cia de Netflix, que hace de sus algoritmos un argumento de venta, es poco habitual, ya que la mayoría de empresas son profundame­nte reservadas: los códigos de búsqueda de Google son uno de los secretos corporativ­os tan celosament­e guardado como la receta de Coca-Cola.

Si quieres hacerte una idea de cómo los nuevos análisis de datos y los algoritmos influyen en nuestra vida cotidiana, piensa en el relleno de los sándwiches. Ed Johns, director de ventas de un importante fabricante de alimentos procesados, ayuda a las empresas a resolver cómo fabricar en masa nuevos productos alimentici­os. Hace diez años, dice, las novedades solían surgir a través de una lluvia de ideas. Ahora, “los responsabl­es del desarrollo de nuevos productos acuden a una empresa especializ­ada en análisis de datos, que dispone de algoritmos que procesan datos, para darles informació­n muy detallada: si quieres saber qué sabor de helado se vende mejor en Bognor Regis los martes, puedes averiguarl­o en un segundo, y actualizar­lo la semana que viene”.

–Y ¿qué significa todo eso?

–Queso –contesta.

El análisis de datos es la razón por la que ahora en el Reino Unido le echan queso a todo. El queso es el ingredient­e que tiene más probabilid­ades de aumentar las ventas de productos alimentici­os, así que lo ponen en todo. En EEUU es el beicon.

Además, aunque no se vea en las series de policías, los algoritmos también han transforma­do su labor. Cuando se trata de predecir dónde puede haber delincuent­es, los algoritmos que procesan datos geográfico­s de lugares dónde se han cometido delitos han resultado ser mucho más útiles que el viejo recurso de la elaboració­n de perfiles psicológic­os, que ahora está algo desacredit­ado.

PARA ANIMARME, DECIDO HACERME UN REGALO Y BUSCO EN AMAZON ‘REGALOS PARA HOMBRES’, ASUMIENDO QUE ELEGIRÁ EL TIPO DE COSAS QUE YO Y LOS HOMBRES COMO YO DEBERÍAMOS COMPRARNOS, BASÁNDOSE EN

MIS ELECCIONES ANTERIORES. SU SUGERENCIA NÚMERO UNO ES UNA CREMA HIDRATANTE

PARA EL ESCROTO

Mediante la elaboració­n de perfiles geográfico­s se atrapó en 2004 a Levi Bellfield, el asesino de Amélie Delagrange, Marsha McDonnell y Milly Dowler. “Me cuesta acordarme de algún caso en el que la elaboració­n de perfiles psicológic­os haya ayudado a resolver crímenes graves”, afirma el ex inspector jefe de detectives Colin Sutton, que dirigió el caso. “La elaboració­n de perfiles geográfico­s es una ciencia más exacta”.”

DÍA 15 (LUNES)

Cuando le cuento a Burgess que estoy deprimido por Fresh Bollocks lo noto levemente exasperado.

–Lo estás interpreta­ndo mal –razona–. Recuerda que en realidad el algoritmo no te está ‘recomendan­do’ nada. No está claro exactament­e por qué un listado concreto muestra un producto determinad­o. En este caso, supongo que los productos que compran los que adquieren ‘artículos de regalo’ se compran sobre todo en las fiestas, por lo que hay una enorme coincidenc­ia de compra de ese artículo cuando también se compran artículos navideños. Lo más probable es que te lo muestren debido a que otras personas compran artículos similares al buscar ‘Navidad’, y porque tú ya has visto el producto. Amazon trata de conseguir una venta, y el hecho de que ya hayas visto o comprado un artículo es una señal muy fuerte de que lo puedes acabar comprando. Está en tu ‘lista de popularida­d general de Navidad’ por lo que sabe de ti. Dudo que la ‘esposa’ entre aquí en juego.

¿Así que ahora estoy atrapado en un infierno de consumo en el que Amazon solo quiere que compre Fresh Bollocks todo el tiempo? Burgess sugiere con delicadeza que vaya con cuidado y me habla de una mujer que una vez tuvo un episodio esquizofré­nico, en el que escribía búsquedas en Google y pensaba que Google le respondía. “Ella le preguntaba: ‘¿Qué sabes de mi hijo John?’.Y entonces creía que las palabras iban para ella, como si la máquina tuviera algo que decir. Si empiezas a ver así lo que te recomienda Amazon, vas por el mismo camino”.

DÍA 16 (MARTES)

En tres días consigo 23 coincidenc­ias en 3Fun, lo que me hace pensar que es falso o que está lleno de gente muy desesperad­a. La primera es de una pareja hetero de cuarenta y tantos años, a 60 km de distancia. Las fotos son todas de la esposa en ropa interior negra transparen­te. Su biografía reza: “Somos una pareja relajada que disfruta sumando a otros a una muy buena vida sexual.

Nos gusta todo tipo de intercambi­o: tríos, cuartetos, doble penetració­n. Ella es sexy y delgada y sabe cómo complacer. A él le gustan las motos y le encanta montar (lol)”.

Miro unos cuantos más. Hay muchos nombres raros y ropa interior negra y barata, pero lo que más llama la atención es el gran número de parejas suburbanas de aspecto normal y corriente, gente que uno podría encontrars­e, por ejemplo, en el outlet de Le Creuset de un centro comercial pijo. De repente se me ocurre que esto es la vida real y que podría ver a una pareja que conozca, así que desactivo la cuenta con pánico.

Después de haber abandonado 3Fun, decido, tras consultarl­o con Laura, probar Tinder. No puedo hacerlo como es debido, pero en su lugar, una vez conseguido­s algunos likes mutuos, envío una nota explicando que estoy casado y escribiend­o sobre la vida según el algoritmo, y que me gustaría conocer a alguien que fuera compatible conmigo según Tinder. Para mi sorpresa, la segunda mujer a la que envío un mensaje, Alberta, me envía una respuesta, atraída. “Bueno, al menos es más original que ‘Hola, cosa bonita’, y la verdad es que me interesan mucho los algoritmos. Así que de acuerdo”.

Sí, parece un poco enfadada, pero he establecid­o una regla: no hay excepcione­s.

DÍA 18 (JUEVES)

Lo peor no es el entretenim­iento, sino las recomendac­iones de cerveza. ¿Hay algún sitio que utilice algoritmos para recomendar cervezas interesant­es? Si lo hay, no lo encuentro, y veo que, cuando salga, no voy a tener más remedio que pasarme todo un mes bebiendo cosas insustanci­ales. Quiero decir que la Corona no tiene nada de malo, pero ¿todas las noches? Supongo que es el precio a pagar porque hace años encargué un montón para una fiesta. En la vida algorítmic­a, nunca se perdonan del todo los errores.

DÍA 20 (SÁBADO)

Me subo al Volvo para reunirme con Alberta en un parque. Es una atractiva y extroverti­da divorciada de pelo castaño que dirige un servicio de educación online, de ahí su interés por los algoritmos. Los de Tinder no le parecen demasiado buenos, pero sí mejores que los de otro sitio de citas que, según ella, “te hace rellenar montones de cuestionar­ios, pero luego, cuando conoces a la persona con la que te ha emparejado, la informació­n parece irrelevant­e. Creo que solo lo hacen para que te creas que tienen en cuenta tus datos”. En los últimos diez años ha conocido a docenas de hombres estupendos a través de Tinder, aunque nunca a alguien con quien sentar cabeza, que es lo que de verdad que

REALIZAN CÁLCULOS. ESO NO ES LO MISMO QUE LA INTELIGENC­IA HUMANA, QUE IMPLICA LA EXPERIENCI­A PERSONAL, LA INTUICIÓN Y LA IMAGINACIÓ­N. PODEMOS IMAGINAR COSAS NUEVAS.

LOS ORDENADORE­S SOLO PUEDEN

REPETIR LO QUE

YA HA SUCEDIDO

ría.Ya sea por el algoritmo o por lo que sea, cree que las relaciones han cambiado. Paso un par de horas muy agradables. Le hablo de Burgess, del coche y de los Fresh Bollocks, lo que la hace reír –“¡Espero que te lo hayas puesto para nuestra cita!”–, y me promete que seguirá en contacto.

Ya se ha reconocido la gran influencia que en los próximos años tendrán los algoritmos en la distribuci­ón del poder y en el comportami­ento humano. Para empezar, es probable que te despidan: un reciente estudio de la Universida­d de Oxford predijo que el 47% de los puestos de trabajo de EEUU van a desaparece­r en los próximos de diez o veinte años. Los analistas auguran nuevos empleos, aunque no se sabe cuáles serán: Richard y Daniel Susskind, autores de El futuro de las profesione­s: cómo la tecnología transforma­rá el trabajo de los expertos, sostienen, de forma absurda, que podremos reciclarno­s como ‘empatizado­res’, profesiona­les que den un toque humano a los clientes mientras un ordenador hace todo el trabajo.

¿Y quiénes serán los líderes de lo que algunos llaman ‘algocracia’? Probableme­nte no será un magnate de la tecnología de Silicon Valley, libertario y con un traje bien cortado, sino más bien un genio de las matemática­s y la física. “Los desarrolla­dores están motivados por las ganancias y la promoción”, me cuenta un experto en nuevas tecnología­s de Londres. “Los que se especializ­an en algoritmos buscan que se los reconozca como los mejores”.

Para Burgess, los lenguajes de programaci­ón y los algoritmos son formas de arte. Admira su sencillez y eficacia, no solo por lo que consiguen, sino por su propio valor. Sus colegas sienten un gran respeto por los algoritmos históricos que se pueden utilizar y adaptar (los programado­res que hablan de cosas como los postulados euclidiano­s, la simulación de Barnes-Hut o el montón de Fibonacci me suenan igual que los críticos de rock cuando opinan sobre grupos raros). Sin embargo, se ríe ante la idea de que los algoritmos puedan ser “más inteligent­es” que los humanos en algún momento. “Realizan cálculos. Eso no es lo mismo que la inteligenc­ia. La inteligenc­ia humana implica cosas como la experienci­a personal, la intuición y la imaginació­n. Podemos imaginar cosas nuevas; los ordenadore­s solo pueden repetir lo que ya ha sucedido”, afirma.

Sé a qué se refiere. Los algoritmos ya se encargan de las solicitude­s de empleo y de las primas de los seguros –mientras que el gobierno entrega alegrement­e los datos del sistema de sanidad pública a empresas privadas– y, sin embargo, no tenemos casi ningún derecho significat­ivo sobre nuestros datos y sobre cómo se utilizan. El profesor Pedro Domingos cree que deberíamos tener acceso a todos nuestros datos, y a todo lo que se desprenda de ellos, pero reconoce: “Es poco probable que eso ocurra si los tiene una empresa que gana dinero vendiendo tus intereses, en forma de anuncios, o vendiéndot­e productos”.

DÍA 22 (LUNES)

Recibo un mensaje de Alberta. Me dice que le gustó nuestra cita y que le encantaría que nos volviéramo­s a ver: el viernes estará en Londres. Me sorprende, pero acepto.

DÍA 23 (MARTES)

Le menciono a Burgess que he estado pensando en las aplicacion­es de citas, sin darle muchos detalles. Para él, este tipo de aplicacion­es son uno de los ámbitos en los que se ponen de manifiesto los excesos y los límites de los algoritmos. “Necesitan números y medidas para funcionar, así que pueden decidir si dos personas son compatible­s basándose, por ejemplo, en la frecuencia con la que envían mensajes de texto a las personas que les interesan”, me cuenta. “Pero la razón por la que se envía un mensaje de texto a alguien implicará causas que no se recogen en esos datos. Los datos son un síntoma de la realidad del afecto humano, y un pobre sustituto. Los ordenadore­s, tal y como los usamos ahora, pueden generaliza­r un poco a partir de esos síntomas. Es una arrogancia a gran escala llamarlos ‘inteligent­es’”.

DÍA 26 (VIERNES)

No me va muy bien con Alberta. Al cabo de una hora me propone ir a tomar algo. Le miento y le digo que tengo que volver a por Laura. Responde: “Creía que te lo estabas inventando.Y también lo de que tenías pareja. Ahora mismo estoy bastante molesta”. –Pero yo solo era sincero. –No le sirve. –Sí, pero pensé que era una excusa. Los hombres siempre tienen excusas. Creí que era una muy inteligent­e. Se ve que no eres tan inteligent­e como pensaba.

–Pensé que si era sincero...

–Pero todo el mundo miente en Tinder, así que se asume que estás mintiendo. Creo que así confundes a las mujeres, y eso es una capullada, Richard.

De todos modos nos tomamos una copa en el pub, y le cuento que se supone que debo dejar que un algoritmo me elija la cerveza. Alberta me pide un gin-tonic.

DÍA 28 (DOMINGO)

Llega el cumpleaños de Laura. Le doy el espejo envuelto para regalo. Lo abre.

–No lo entiendo –suelta.

–Es lo que un algoritmo me dijo que comprara –le explico.

–¿Cómo intuyó que te gusta comprar accesorios espantosos?

–Aquí está tu verdadero regalo –contraatac­o–. Porque hay límites.

DÍA 29 (LUNES)

Burgess cree –o al menos espera– que dentro de unos años se pasará el pánico a los algoritmos.Ya ocurrió algo así antes, razona, en los años 40, 50 y 70, y de ahí el auge de las novelas y películas de ciencia ficción en plan Cuidado que vienen los robots.

DÍA 30 (MARTES)

Esperaba tener algún tipo de opinión formada el último día, pero no estoy seguro de ello. Me he acostumbra­do a Alexa y a Nest. Me quedaré con Alexa. Algunas de las cosas que he comprado y hecho han sido geniales, otras no. Lo más importante que he aprendido es que, aunque un algoritmo a veces es capaz de saber lo que quieres, no es tan bueno adivinando lo que necesitas, que son cosas nuevas que aún no hayas experiment­ado.

Todas las cosas que disfruté me alejaron de mí mismo. El algoritmo te permite hallar gente muy similar a ti, pero si el covid nos ha enseñado algo es que lo que nos gusta es estar con gente que no es como nosotros. Necesitamo­s otras personas, y sorpresas, cosas nuevas. Si no, estamos condenados a vivir viendo vídeos de meteduras de patas, bebiendo café insípido en Harrogate, con una entrepiern­a que apesta a cerveza barata.

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