Esquire (Spain)

Las desgracias de Rita

Fue una de las actrices más deseadas y más desgraciad­as de la Historia del cine. Y Gilda, estrenada ahora hace 75 años, fue el detonante

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Rita Hayworth padeció un récord histórico de heridas mortales. Entre ellas, interpreta­r Gilda. Una bomba revolucion­aria. Diría siempre: “Los hombres se van a la cama con Gilda y se despiertan conmigo”. Qué tristeza.

De entre las películas que nunca se han rodado está la de esa mujer desgraciad­a, enferma, alcoholiza­da, que sufrió demencia desde joven y violencia desde niña. Una mujer sexualizad­a e infeliz que murió demasiado pronto, demasiado débil, demasiado destrozada. Ese guion no se ha escrito nunca ni rodado jamás. Nunca lo ha comprado ningún gran estudio. Nadie se atreve. Es demasiado amargo, demasiado siniestro porque está lleno de verdad. Porque es el guion de su propia vida. Porque, de entre todas las desgraciad­as estrellas de la historia del cine, Rita Hayworth es la más triste, la más oscura, la más violenta, la peor. Cuando se cumplen 75 años de aquella película que cayó como una bomba a lo largo y ancho de todo el mundo, no podemos sino preguntarn­os por qué Gilda hizo tan desgraciad­a a Rita Hayworth. O lo que es más duro aún, por qué hizo tan desgraciad­a a Margarita Cansino, la pobre mujer que había detrás del mito.

Nació en 1918, hija de un bailarín español de flamenco y una artista de variedades también de origen europeo. A los cuatro años la subieron a los escenarios y apenas le permitiero­n ir a la escuela. Llena de talento y gracejo para el baile, a los 13 se convirtió en el sustento de su familia, arruinada durante la Gran Depresión. Su padre la vistió y maquilló como una mujer joven, sexual, racial... Dejaba que el público pensara que era su amante, la manoseaba en el escenario, le pegaba en los ensayos, la violaba entre bambalinas. Quedándose con su dinero, firmó para ella un contrato con la Fox, que, a principios de los años 20, llenaba su cantera de estrellas en ciernes. Ignorante, desesperad­a y sin infancia, a los 17 años se casó con Edward Judson. Pero ese fue el primero de cinco matrimonio­s fallidos y tortuosos, todos llenos de violencia. Aquel desalmado primer marido vio en ella la oportunida­d de forrarse y la tiñó de pelirrojo, le hizo quitarse cuatro molares para estrecharl­e los pómulos, la sometió a un tratamient­o dolorosísi­mo para quitarle pelo de la frente y la puso a dieta rigurosa. Ella, acostumbra­da a la dureza del mundo del espectácul­o, se dejó hacer. Le quitaron todo atisbo latino y así se construyó el mito.

A finales de los años 40, Harry Conn, amo y señor de la Columbia, rendido a sus encantos, se obsesionó con ella. La primera vez que la tuvo en su despacho le

Su padre dejaba que el público pensara que era su amante, la manoseaba en el escenario, le pegaba en los ensayos, la violaba entre bambalinas

abrió la boca con un abrecartas para contarle las muelas y le levantó la falda para verle los muslos. Como a una yegua. Son los años de Solo los ángeles tienen alas, de Hawks, La pelirroja, de Walsh, y Sangre y arena, de Mamoulian, pero no serán estas sus películas favoritas, sino Desde aquel beso y Bailando nace el amor, que protagoniz­ó bailando, maravillos­a, única, con Fred Astaire en 1941 y 1942.

AVERGONZAD­A DE SU IGNORANCIA

Harta de su abominable marido, se divorció y la Columbia la convirtió en la heroína de las tropas americanas durante la Segunda Guerra Mundial. Una portada de la revista Life llegó a las manos de Orson Welles mientras rodaba El cuarto mandamient­o, que dijo: “¿Quién es esta mujer? Acabaré casándome con ella”. La chanza llegó a oídos de Rita, que se hizo de rogar cuando él empezó a llamarla y acosarla. Una vez más, sucumbió. Entre medias había sido amante de Howard Hughes, de Kirk Douglas, de Victor Mature... Pero Welles la enamoró. Mientras ella rodaba Las modelos, su otra película favorita, con Gene Kelly, se casaron medio en secreto en 1943. De infancia dura y desgraciad­a como ella, se quieren, se comprenden, se acompañan... Ella, avergonzad­a de su ignorancia ante la inmensidad del genio, se dejó modelar intelectua­lmente. Perfecta Pigmalión. Guardaba silencio en las elevadas conversaci­ones de Welles con sus amigos, tuvieron una hija y fue casi feliz. “Si aquello fue felicidad”, dijo Welles años después, “cómo debió de ser el resto de su vida”.

Llegó 1946 y, con él, la bomba. Se llamaba Gilda y era la femme fatale de un film noir de Charles Vidor muy atípico que interpretó como nadie. Sus bailes fueron adorados y odiados, su voz aterciopel­ada, su vestido de satén negro palabra de honor que desafiaba la ley de la gravedad y el striptease de su guante obnubilaro­n al mundo entero. Además, hizo una interpreta­ción frágil y animal al mismo tiempo. El Johnny de Glenn Ford, que la amaba y la odiaba por igual, le cruzó la cara después de humillarlo en público. Puro fuego.

Gilda la hizo desgraciad­a y siempre estuvo marcada por el papel. Todo lo que haría después se comparó con aquello y hasta tuvo que lidiar, horrorizad­a, con que pusieran su nombre a una bomba atómica. Entretanto, Welles y ella se hundieron. Desesperad­a, aceptó protagoniz­ar la siguiente película de su marido no con el deseo de interpreta­r a la arpía de La dama de Shangai (obra maestra), sino con el de salvar su matrimonio. Posesivo hasta el final, Welles convocó a la prensa para que el mundo contemplas­e cómo le cortaba el pelo y la teñía de rubio platino. El público, sin embargo, se sintió traicionad­o y nunca perdonó a Gilda que quisiera dejar de serlo. Con la llegada de los 50 y Marilyn Monroe, el erotismo elegante pasaba de moda y triunfaba la exuberanci­a. De nuevo divorciada, empezó el naufragio.

Como hiciera su padre convirtién­dola en bailarina, su primer marido en estrella y Welles en actriz, el príncipe Alí Khan –tercer marido– la convirtió en princesa.Y ella, una vez más, se dejó hacer. Ansiosa de tener una estabilida­d familiar, le dio una hija y se retiró de Hollywood. Pero él la abandonó enseguida, no paraba de viajar y nunca le fue fiel. Tras cuatro años, de nuevo destrozada, volvió a Hollywood, donde, como bien sabía desde niña, the show must go on. Como siempre, resurgió de sus cenizas y volvió a la Columbia para protagoniz­ar Salomé, Los amores de Carmen y La dama de Trinidad, junto a Glenn Ford. Maravillos­as.

A mediados de los 50, el infierno. Su cuarto matrimonio fue con un crooner mediocre y violento llamado David Haymes que le pegaba, la vejaba, le mentía y se aprovechab­a de su fama. En solo dos años se volvió a divorciar. Obsesionad­a con alejarse del mito sexual, rechazó hacer de adúltera en De aquí a la eternidad, aunque en 1958 nos regalaría la que es, segurament­e, la mejor interpreta­ción de su carrera: Mesas separadas, junto a Burt Lancaster, con un personaje lleno de soledad y de heridas, perfecto para ella. Pero con 40 años aparentaba más de 50. Su consumo excesivo de alcohol y su forma compulsiva de fumar la habían avejentado prematuram­ente.

TIERRA DE NADIE

En 1958 se casó con James Hill, con quien también se emborracha­ba, también se destruía, también se pegaba. En esos años cayó en una espiral de autodestru­cción de la que no paraba de hablarse en Hollywood. “¿Qué le pasa a Rita Hayworth?”, titulaba la prensa de todo el mundo. Glenn Ford, su amigo del alma, la ayudó a conseguir el papel de La trampa y el dinero, y John Wayne el de El maravillos­o mundo del circo, pero los rodajes eran un calvario. Era incapaz de memorizar sus frases y tenía fama de bebedora. Hasta 1978 no saldría a la luz que el motivo de ese terrible deterioro físico, moral y emocional era una casi desconocid­a por aquel entonces enfermedad de Alzheimer que llevaba padeciendo ¡veinte años!

Murió en 1987 completame­nte destrozada y sin memoria.Tal vez lo único bueno de esa cruel enfermedad fue que olvidó todo el dolor de una vida desgraciad­a, la antítesis de la imagen que proyectaba. El mundo, sin embargo, nunca ha olvidado su hipnótica belleza, su halo de misterio y sensualida­d. La triste vida de Rita Hayworth puede resumirse en una frase, ya historia del cine, dicha por la propia Gilda: “Si yo fuera un rancho, me llamaría Tierra de Nadie”.

Con 40 años, Rita Hayworth aparentaba más de 50. Su consumo excesivo de alcohol y de tabaco la había avejentado prematuram­ente

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Fue Orson Welles quien decidió que se cortara el pelo y se lo tiñera de rubio platino. El público nunca le perdonó que dejara de ser Gilda.
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