Las Moleskine de La Moncloa
(así vive un escritor de discursos)
Muy a menudo los escritores se ven obligados a poner en boca de sus personajes frases que ellos jamás pronunciarían. Por eso Luisgé Martín (Madrid, 1962) se resiste tanto a hablar de su otra faceta, la más desconocida y la que más curiosidad despierta. Para evitar malentendidos, desengaños, suspicacias, “la ficción se rige por el principio de veracidad”, se arranca, “mientras que en política la verdad se impone sola”. Hace dos años y medio lo llamaron del Gabinete de Presidencia del Gobierno con una oferta tentadora: incorporarse al equipo de discursos de Pedro Sánchez. No se lo pensó. Dijo que sí y comenzó a anotar ideas en una vieja Moleskine. No imaginaba entonces que tendría que lidiar con una pandemia, varias elecciones y una crisis constitucional en Cataluña. “No me arrepiento”, confiesa, y bascula:
“O quizá sí... Aún no he tenido tiempo de planteármelo”.
Hace algunos meses que el speechwriter del presidente teletrabaja desde casa, preferiblemente de noche, liberado de la disciplina oficinesca, pero con el móvil siempre encendido, “por lo que pudiera pasar”. Sobre la mesa de su despacho de La Moncloa dejó olvidado un ejemplar de los 50 discursos que cambiaron el mundo, que no le dio tiempo a subrayar. “Mi método de escritura es bastante intuitivo y antitópico”, se sincera durante una entrevista en su casa de Madrid que a punto estuvo de cancelar. “Creo que los alegatos famosos de Churchill, Luther King y
“La política puede provocar hartazgo, pero yo me siento afortunado por no haber tenido que tragarme ningún sapo”
Lincoln están algo sobrevalorados. Su relevancia radica más en el momento en que fueron pronunciados que en su contenido propiamente dicho”. Los compara con el Ulises de Joyce. “Una obra llamada a cambiar la historia de la literatura, pero que hoy suscita muy poco interés entre los lectores”.
De todos los grandes discursos de la historia,
Luisgé Martín se queda con la “honestidad abrumadora” de Allende, la “altura de miras en política social” de Zapatero y la “mágica atemporalidad” de Kennedy, cuya famosa arenga patriótica se atrevió a parafrasear Pedro Sánchez hace un año, después de anunciar la prolongación del estado de alarma: “Deberemos pasar del qué pueden hacer los demás por mí”, expuso frente a una audiencia millonaria, “al qué puedo hacer yo por los demás”. Luisgé Martín no se atribuye el mérito ni la temeridad de aquella comparecencia, pero tampoco esconde las cartas. “No solo no cambiaría una coma del discurso de toma de posesión de Kennedy, sino que desearía rescatar algunas de las fórmulas con las que consiguió apelar a la solidaridad de la ciudadanía sin caer en la complacencia”. Un hilo invisible conecta a los primeros logógrafos griegos con los guionistas de Netflix que revolucionaron la administración Obama, referente indiscutible de la nueva política. “Las memorias del ala oeste de Ben Rhodes, uno de sus asesores, son la prueba irrefutable de que en política la calidad del mensaje es tan importante como la calidez con que sea transmitido.Y Obama era capaz de emocionarte con una lista de la compra”. Ocurre a veces que el exceso de locuacidad puede resultar contraproducente. “Sánchez ha ganado aplomo y solidez con el cargo.Tiene muy claro lo que quiere decir y a quién se dirige.Todo lo contrario que Pablo Casado, un excelente orador que, sin embargo, se enreda innecesariamente. Da la sensación de que, mientras que Sánchez le habla a la ciudadanía, Casado busca la aprobación de su bancada”.
No estaba en los planes de Luisgé Martín convertirse en discursista político. “Mi sueño habría sido nacer rico y rentista”, se complace con insobornable buen humor. “Ni siquiera he aspirado nunca a vivir únicamente de la literatura, lo cual me parece un riesgo innecesario”. El azar se impuso a finales de 2009, cuando quebró Ediciones del Prado, la empresa en la que trabajaba. No recuerda a través de qué contacto fue convocado por el equipo de Zapatero para una entrevista, pero sí que a los pocos días se incorporaba al Ministerio de Cultura como asesor de Ángeles González-Sinde. “Con ella rompí el cascarón y perdí el miedo a la arena política. Dimos una dura batalla contra la piratería para evitar que las grandes multinacionales tecnológicas se apoderasen de los contenidos”.Y añade: “Creo que la sociedad española fue muy injusta con ella”.
La llamada de Sánchez le pilló también por sorpresa,pero más preparado.
A principios de esta legislatura recogió el testigo de Jesús Perea para liderar un equipo de speechwriters que dependen del Departamento de Asuntos Políticos. “Todos los comienzos tienen un punto adanista, pero cuando llegué a La Moncloa yo ya sabía dónde estaban las líneas rojas”. El primer paso a la hora de confeccionar un gran discurso es recopilar toda la información que afecta a las actividades del presidente: política nacional, internacional, noticias económicas, actualidad sobre cepas y vacunas, cartas de ciudadanos, mensajes en redes sociales... “Decía Zola que, aunque un personaje solo aparezca en cinco páginas, tienes que tener muy clara toda su trayectoria para entender bien cómo piensa”. De esa ‘radiografía del presente’ surge el primer borrador, siempre pautado por las directrices del presidente y de Iván Redondo, su jefe de gabinete.
Lo siguiente es darle forma y sentido, fusionar la información técnica y el contenido político, calibrar la eficacia del mensaje y su capacidad emotiva. “El arranque es fundamental, también el nervio. Hay que evitar a toda costa el lenguaje de madera”. Prohibidas las expresiones manidas, las vaguedades léxicas, las construcciones pomposas, el exceso de muletillas y los innecesarios circunloquios. “Partimos de la base de que en política ya se ha hablado de todo, pero cada época conjuga sus propias necesidades y preocupaciones. Todos nuestros esfuerzos se dirigen a renovar el lenguaje para reflejar esas nuevas realidades”. La extensión varía según el contexto y las circunstancias: de los cinco minutos de un acto oficial a las dos horas de un discurso de investidura, a veces incluso más. “Tomamos como medida de referencia la velocidad a la que habla el presidente, esto es, unas 130 palabras por minuto”.
Además de los grandes eslóganes que quedarán para la posteridad (“de esta pandemia saldremos más fuertes, mejores y unidos”) y de las estrategias dialécticas en forma de fichas para las sesiones de control del Congreso, el equipo de escritores de discursos elabora textos menos lucidos y memorables: palabras de bienvenida, disertaciones para una inauguración, laudatios, saludos, tuits, cartas oficiales, felicitaciones navideñas, conferencias, artículos de prensa... Incluso el menú de una cumbre internacional sobre ecologismo ha caído en sus manos. “El primer requisito que debe cumplir un buen escritor de discursos es una alta resistencia a la frustración”, asevera. “No solo por tener que escribir sobre asuntos que no siempre resultan estimulantes o inspiradores, sino porque con mayor frecuencia de la deseable se cancelan los actos para los que están destinados los textos”.
El perfil de Luisgé Martín es toda una singularidad dentro del gremio. No tanto porque escaseen los literatos entre las filas ocultas de la política como por su condición de autoproclamado explorador de las conductas sexuales. Sobre todo tras la publicación, hace unos meses, de Cien noches, que le valió el prestigioso Premio Herralde. “Mentiría si dijera que la etiqueta de novelista erótico me ha causado problemas en política”. A Pedro Sánchez le mandó un ejemplar del libro, que parte de un estudio científico para demostrar que la pasión amorosa dura exactamente cien coitos. “Si yo no tengo tiempo para leer ahora, imagínate él”, resuelve
con astucia. “Pero me consta que conoce bien mi estilo y confía en mi capacidad para separar la realidad de España de la de mis ficciones”.
En Cien noches el autor cuestiona algunos paradigmas sexuales y acaba redimiendo a sus personajes con la contundencia de un aforismo: el exceso de infidelidad no siempre implica deslealtad. “Es una justificación tergiversada de nuestra naturaleza que vulnera la química de nuestro cuerpo”, alega. “A partir de las cien noches, todo es previsible y ordinario. No desaparece el deseo ni el placer, pero sí la perturbación y el asombro”. ¿Puede aplicarse la fórmula al escenario político, tan proclive últimamente al transfuguismo? “No es ningún secreto que algunos políticos se guían por el oportunismo del sillón y la nómina hasta convertir sus partidos en auténticos pudrideros de intereses. De ahí que nosotros hayamos trabajado discursivamente el hecho de que el PSOE se haya mantenido siempre fiel y leal a las necesidades de España en materia de derechos sociales”.
Desde la época dorada de los discursos de Suárez salidos de la pluma de Fernando Ónega,
todos los presidentes han recurrido a los ghostwriters para sus mítines y campañas. “Ónega hizo escuela con Adolfo Suárez, pero también es cierto que la Transición permitía un mayor lucimiento”, asegura Luisgé Martín, que ha roto con la constante trinitaria de politólogos, periodistas y expertos en comunicación de los equipos de González (José Enrique Serrano, Julio Feo y Enrique Guerrero), Aznar (Carlos Aragonés, Javier Zarzalejos y Gabriel Elorriaga), Zapatero (Miguel Barroso, José Miguel Vidal Zapatero y José Andrés Torres Mora, quédense con este nombre) y Rajoy (Ignacio Peyró, José Ramón Barros y José Sánchez Arce). “Mi perfil está más próximo a escritores que también escribieron discursos, como es el caso de Luis Mateo Díez o Soledad Puértolas, que a los estrategas profesionalizados del discurso”.
Dice esto y se sonríe, pues también su foto llegó a colgar del organigrama de una gran consultora de posicionamiento para líderes. “Tras la experiencia en el Ministerio de Cultura, me contrataron en Thinking Heads para crear una especie de agencia literaria especializada en discursos, conferencias, ensayos, memorias y biografías de personas importantes”. No llegó a trabajar directamente para la competencia (“pues mi cometido no era escribir, sino gestionar proyectos para después venderlos a las editoriales”, aclara), pero sí tuvo que contratar a los mejores ‘negros’ a fin de exprimir el potencial literario de exministros de todo el espectro político. “Mi principal función allí era manejar el material sensible de los egos, pues una cosa es el don de la palabra y otra ser capaz de envolver tu historia para que resulte cautivadora”.
Para el escritor, casado desde hace 15 años con el ilustrador Axier Uzkudun, la afinidad ideológica es condición indispensable del buen discursista. “No me gusta la palabra ‘militancia’ porque tiene una connotación que me resulta incómoda.Yo no he militado nunca en el PSOE, pero sí considero que la escritura de discursos es una manera de participar en la cosa pública”. En otro tiempo (“ya no”) habría aceptado algún cargo relacionado con la visibilización del colectivo LGTBI, asunto que ha tratado en varias de sus novelas. “La política puede provocar hartazgo, pero yo me siento afortunado por no haber tenido que tragarme ningún sapo. Me proyecto en mi trabajo con absoluta honestidad y cierto punto de ingenuidad. Quizá porque tengo claro dónde acaba la batalla del relato y empieza el negocio mercenario de la posverdad”.
Si tenemos en cuenta que en los mentideros de la política se estilan otros métodos, más eficaces y perversos, basados en la ética grouchiana de los principios a la carta, cualquiera podría pensar que Luisgé Martín y su equipo de comunicadores juegan en desventaja. “No somos monjitas de la caridad, pero evitamos bajar al barro de la retórica populista”, se arremanga. “Te puedes permitir ciertas licencias para salir mejor en la foto pero sin llegar a fabricar mentiras o a retorcer datos deliberadamente. Nosotros no comulgamos con ese tipo de vilezas”. Habla con franqueza, sin atisbos de disfraz, pero midiendo cada palabra. Sabe que la gente como él vale más por lo que calla que por lo que escribe: “Como el valor a los soldados, la discreción se nos supone. En cuanto al sueldo, el mío es de funcionario. Del resto, ni lo sé ni me interesa”.
Durante sus primeros días en La Moncloa, llevaba un diario en el bolsillo interior de la chaqueta. “Me ayudaba a aclarar las ideas, pero lo abandoné tras la declaración del estado de alarma”. ¿Llegará algún día a las librerías su visión intrauterina de la política nacional? “Si no me da un infarto y sobrevivo a la experiencia, quizá con la perspectiva de los años y la distancia debida me atreva a pasar algunas cosas a limpio”, fantasea. “De momento no hay nada que haya prendido la chispa”. ¿Ni siquiera la figura (para unos heroica, para otros siniestra) del spin doctor de Sánchez paseándose por los pasillos de palacio? “Iván Redondo merece un libro, pero no seré yo quien lo escriba. Él ya lo tiene preparado y será un éxito. Cuando se publique caerá por fin el mito del hombre frío y cegado por la ambición que le persigue y no hace presa”.
En el mundillo literario prepandémico eran famosas las fiestas de la empanada de Martín & Uzkudun.
Hoy la terraza donde se celebraban está en obras. “Creo que el fin de la pandemia está muy cerca”, barrunta con la mirada fija en el horizonte. “Pero para ese momento no habrá un discurso, sino varios, pues será una conquista escalonada”. Luego aguza el oído hasta escuchar un murmullo al otro lado del tabique del salón. No se ha publicado nunca, ni quiere que se sepa, pero aun así lo cuenta. “El único discurso que me ha hecho llorar lo pronunció Zapatero en abril de 2004”, comienza. “En él hablaba por primera vez de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo”. Años después se cruzó por los pasillos del Ministerio de Cultura con el autor invisible de aquella emotiva oda a la igualdad. “Era mi vecino. Bueno, Torres Mora. Hoy un gran amigo”.