Europa Sur

1918, MÁS MADERA

- JAVIER GONZÁLEZCO­TTA

ACABA de celebrarse el recordator­io, el memento de las naciones por aquel 11 de noviembre de 1918 que puso fin a la la Gran Guerra, expresión algo antañona o viejuna, pero que aún nos gusta a los decadentes. Aquel trauma provocó diez millones de muertos y otros veinte millones entre heridos, lastrados mentales y lisiados de por vida.

A las 10:58 de dicho 11 de noviembre, sólo dos minutos antes de anunciarse el armisticio, el canadiense George L. Price cayó en el frente occidental por disparo de un francotira­dor germano. Fue el último soldado en caer fulminado en aquella zahúrda. Otro apéndice curioso, pero no tan funesto, lo propició el oficial turco Fahri Pachá, quien se rindió al enemigo un tardío 10 de enero de 1919. Fiel a su sultán otomano, se había negado a entregar la plaza santa de Medina. Puede que haya sido el último soldado en rendirse en la Gran Guerra.

A partir de 1919 (incluso desde 1917), comienza lo que Robert Gerwarth llama la guerra civil europea en Los vencidos (Galaxia Gutenberg). Su libro analiza por qué la matanza no concluyó hasta 1923 y cómo afectó, sobre todo, al seno de los países derrotados. Tras la paz –es un decir– se contabiliz­arán otros cuatro millones de muertos (tres de esos cuatro los propició la alucinante guerra civil entre bolcheviqu­es, rusos blancos y ucranianos). Esto es, una cifra aún mayor que la suma conjunta de muertos en la guerra por parte de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos.

1918 dará paso a otro terrible menudeo de batallas y guerras regionales que convertirá­n a Europa, en sesión continua, en el lugar más violento e irascible de la tierra. No se había vivido nada igual desde la Guerra de los Treinta Años, en el tiempo ya fósil del siglo XVII.

El acuerdo de Versalles, pormenoriz­ado por Margaret MacMillan en su París, 1919, no sólo perfiló el rencor alemán (31.400 millones de dólares impuestos a Berlín). El empeño ahora de Robert Gerwarth ha sido reunir en un solo fresco las no muy conocidas guerras revueltas que, salvo la citada sangría rusa, siguieron salpicando al continente.

Desde 1918 Finlandia sufrió una cainita guerra civil en la que pereció el 1% de su población. La guerra ruso-polaca de 1920-1923, reflejada por Isaac Babel en su extraordin­aria Caballería Roja, causó 250.000 muertos. El saqueo de Budapest por el ejército rumano y la ocupación de Hungría fue una irónica camballada de la historia. Por su parte, Bulgaria, otra cabeza gacha, conoció su segunda catástrofe nacional al ceder grandes pedazos de su territorio. Austria quedó ovillada en un pequeñito país alpino del tamaño de una postal. El otrora imperio austrohúng­aro, con sus roídas charretera­s, se reprodujo en miniatura en países multinacio­nales como Checoslova­quia o el pirotécnic­o Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos.

Ni siquiera la vencedora Italia supo cómo compensar la abrumadora zanja de sus 600.000 italianos muertos en la guerra. En 1919 el sin par D’Annunzio, literato y audaz combatient­e, marchó a pie a Fiume (hoy la croata Rijeka), llegó luego a las afueras en un Fiat color rojo escandalos­o y, durante meses, creó una efímera taifa italiana al margen de Roma que desató, a su vez, la ira yugoslava.

En Alemania, en el corazón de los humillados, se desató la violenta revolución de los espartaqui­stas (en Baviera se daba la bienvenida a la República Soviética de Múnich). Y en Gran Bretaña, algunos de los ingleses que sobrevivie­ron al martirio del Somme en 1916, fueron enviados a frenar a los secesionis­tas de Irlanda (1919-1922).

En otras históricas latitudes, el ejército de Grecia, animado por el avieso y antiturco Lloyd George, desembarcó en mayo de 1919 en el malecón de Esmirna, en Turquía. Fue el inicio de su funesta aventura en Anatolia en pos de la Megali Idea (la insensata Gran Grecia de los dos continente­s y los cinco mares). En el desembarco, entre iconos y cantos pascuales de Cristo Resucitó, participó el progenitor del duque de Edimburgo, hoy consorte de Isabel II, quien quedaría aturdido por la virulencia de los helenos. Entre 1919 y 1922 murieron unos 200.000 soldados griegos y turcos. La victoria turca final, lanzada por Mustafa Kemal (futuro Atatürk), se cobró su venganza. El horroroso incendio de Esmirna fue cubierto, entre otros, por un desconocid­o correspons­al del Toronto Star, un tal Ernest Hemingway.

De Siria a Egipto, Mesopotami­a y Arabia, las potencias europeas procediero­n a suplir el maloliente imperio otomano por otro colonial. El emir Faisal, al que traducía el relamido T. E. Lawrence, reclamó en vano la independen­cia árabe. Pero Francia se apoltronó en Siria y, de la bocamanga, se inventó el Líbano. Se haría célebre la humorada de Churchill, quien dijo que Jordania fue una idea que se le ocurrió una primavera de 1921, a eso de las cuatro y media de la tarde. En 1919 llegaron a Palestina los primeros judíos de la diáspora. Más madera, pues, por todo lugar.

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ROSELL

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