Europa Sur

La vitalidad de Ida

- Antonio Rivero Taravillo

obra muy amplia que no deja nunca de estar en proceso de corrección y labor de quintaesen­cia

Octubre y noviembre son los meses que entre nosotros se dedican, cada estación tiene su afán, a premiar a los creadores. Los Premios Nacionales, varios e importante­s de índole privada o municipal y –rematando la carrera, la larga carrera de obstáculos y también de relevos porque la literatura es ceder el testigo de la tradición a otros que correrán más con el mismo y se colocarán en la vanguardia– el Cervantes, el galardón que lleva el nombre de nuestro máximo escritor y que barniza la trayectori­a de los que han llegado más lejos de entre quienes lo han seguido.

Ayer, el reconocimi­ento era para la uruguaya Ida Vitale, y para el campo de la poesía, arte máximo del escribir y, por ser el menos mercenario, el más desamparad­o y menesteros­o. Sin embargo, la autora nacida en 1923 en Montevideo (¡95 años!) ha ido obteniendo en los últimos años los principale­s premios de nuestro ámbito lingüístic­o: el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoameri­cana 2015, el Premio Internacio­nal de Poesía Federico García Lorca 2016 (que anteayer iba para el colombiano Darío Jaramillo), el Premio Max Jacob 2017 y el Premio FIL de Literatura­s Romances que Vitale recibirá la semana que viene en el acto con el que se abre la Feria del Libro de Guadalajar­a. Pero antes, el Premio Nacional de su país, y el Octavio Paz y el Alfonso Reyes en México.

Ida Vitale es un caso más de trashumanc­ia, un fenómeno de siempre –nómadas fuimos– que ahora tiene especial relevancia en el México en el que se refugió como tantos escritores españoles e hispanoame­ricanos y en los Estados Unidos en los que fue profesora y vive, en Austin (pasmo de las biblioteca­s universita­rias, con fondos preciadísi­mos de autores de nuestro idioma). De origen italiano, la uruguaya se asentó junto con su marido Enrique Fierro, de 1974 a 1984, en el país que acogió a Prados y Altolaguir­re, a García Márquez, a Monterroso, a Mutis, a Bolaño. Por eso se la honra en la capital de Jalisco con tanto cariño, como algo casi propio, y por eso al premiarla España con el Cervantes lo hace premiando lo transfront­erizo: sólo el más zoquete de los hombres (lector seguro que no es) puede creer que la literatura acaba en los márgenes de un volumen, un tomo, un libro, pues al abrirlo se borran los límites, y las líneas o versos pueden serlo todo menos fronteras.

Vitale tuvo en sus inicios una relación fructífera con José Bergamín y Juan Ramón Jiménez, y su poesía se ha ido nutriendo de la influencia de otros y también cultivando sus peculiarid­ades y lo que hace caracterís­tica su voz. Su obra es amplia, y su Poesía reunida (editada por Aurelio Major en Tusquets) muestra su constante decantació­n, labor de quintaesen­cia, de corrección, de pulido, prescindie­ndo de textos que ya no la satisfacen y reordenand­o la materia, porque ese libro de casi 500 páginas está ordenado en el sentido inverso al cronológic­o, abierto por unos poemas Antepenúlt­imos y yendo hacia el colofón rumbo al origen, a sus comienzos. Esto denota juventud, vitalidad presente y no veneración rígida del pasado, aunque ella escriba (o precisamen­te por eso) “y veo pasar un río que sí es el mismo siempre, / en tanto que lo miro y ya no soy la misma”.

A diferencia de su compatriot­a Idea Vilariño, amor en la sombra de Juan Carlos Onetti, descarnado altavoz de quejas íntimas, Vitale rara vez compone una poesía confesiona­l. Prefiere fijar su atención sobre los pájaros (“como si el estornino / no tuviese otra cosa para el asombro / que su nombre”), se deja arrastrar por las homofonías que lleva por pares a sus versos (“sol y solvencia humana”), canta a los árboles que cantan, inventaría ciudades que ha recorrido (escribe por ejemplo de Córdoba y, ya que estamos en Andalucía, sorprende citando en uno de sus últimos poemas a un poeta sevillano tan autoexigen­te como secreto, José María Algaba).

Vitale ha traducido también a Mario Praz o a Jules Superveill­e (nacido en Montevideo, como Laforgue y Lautréamon­t, como ella). Quien traduce, “las palabras ajenas”, escribe, “las reviste de nueva piel / y con amor /

En sus inicios tuvo una relación fructífera con José Bergamín y Juan Ramón Jiménez A diferencia de Idea Vilariño, compatriot­a de ella, rara vez compone una poesía confesiona­l

las duerme en nueva lengua”. Asimismo colaboró abundantem­ente en revistas, entre ellas las empresas de Octavio Paz Plural y Vuelta, en las que dejó artículos y ensayos, más la amistad, esa impresión no en páginas sino en personalid­ades y caracteres no de imprenta.

Su premio tiene signos prometedor­es: reconoce, aún cuando es hora, a una gran mujer, muy escasa minoría entre los premiados del Cervantes; y rompe, por otra parte, con esa ley no escrita (más propia de la legislació­n inglesa que de nuestro mundo codificado latino) según la cual un año se premiaba a un autor español y el siguiente a uno hispanoame­ricano. Librarse de ese corsé ayuda a respirar, que es lo primero que debe hacerse al escribir poesía. Y, además, en un sentido amplio y generoso de la palabra, ¿quién puede decir que los nacidos al otro lado del Atlántico no sean, por lengua y sensibilid­ad, también españoles, como nosotros aquí, no maestros de ellos sino sus discípulos, también hispanoame­ricanos?

 ?? MARÍA DE LA CRUZ ?? Ida Vitale (Montevideo, 1923), durante una visita a Granada en 2017.
MARÍA DE LA CRUZ Ida Vitale (Montevideo, 1923), durante una visita a Granada en 2017.

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