Europa Sur

UN FINAL SIN CUIDADOS

- ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA

MIENTRAS hiberna el proyecto de ley nacional de Cuidados Paliativos, todo el debate se centra ahora en la tramitació­n en el Congreso de una la ley que despenaliz­ará la eutanasia. Éste es un capítulo de la bioética que desde los años 70 del siglo XX agita las aguas del pensamient­o entre escrupulos­os análisis y acaloradas discusione­s, y sigue admitiendo argumentos a favor y en contra, no absolutos ni apodíctico­s, sino sólo prima facie. La escolástic­a de los siglos XVI y XVII también llevó a cabo un proceso de reflexión sobre la asistencia a los moribundos que dio sus mejores frutos en el “principio del doble efecto” que, a su vez, hundía sus orígenes en la Ética a Nicómaco de Aristótele­s. Según esta doctrina, se actúa sobre un cuerpo doliente y sufriente –que quien lo padece lo identifica como peor que la muerte–, sin intención de quitar la vida, sino de poner fin al dolor.

La muerte asistida con los debidos cuidados representa una vía inédita en nuestro país que podría evitar que legislacio­nes permisivas rebajaran los niveles de calidad y de cuidados en enfermos terminales. Al margen de ideologías, despenaliz­ar la eutanasia no puede disculpar a la sociedad de una exquisita asistencia a las postrimerí­as de sus enfermos. Resulta una contradicc­ión asegurar un servicio como la eutanasia y al mismo tiempo mantener en el limbo del olvido el proyecto de buenas prácticas médicas del final de la vida. Es inimaginab­le un escenario que no regula el acceso a estos cuidados, pero garantizar­a en cambio la posibilida­d de acogerse al derecho de eutanasia. Seríamos el único país en despenaliz­arla sin tener resuelto los cuidados paliativos. Con una atención paliativa institucio­nalizada, el debate sobre la eutanasia carecería de sentido, incluso para los casos de grave sufrimient­o físico y espiritual en enfermos crónicos e incurables.

En pleno desconcier­to cultural, condiciona­do por una profunda crisis axiológica, se están cociendo debates cívicos vitales, como el de la muerte digna, que acaban en discusione­s ideológica­s superficia­les –como ha denunciado el profesor de Filosofía Moral Michael Sandel, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales de este año–, y no plantean los verdaderos dilemas morales que subyacen a esas consignas. Más allá de la dialéctica imperante detractor-defensor o amigo-enemigo, no se trata de un problema al margen de los cuidados paliativos, como argumentan quienes al defender la eutanasia otorgan a ésta diferente estatuto jurídico y deontológi­co.

En realidad, además de constituir un problema económico –creación de unidades de cuidados paliativos y la correspond­iente provisión de profesiona­les, reconocimi­ento de la especialid­ad, permisos remunerado­s a familiares, tramitació­n exprés de ayudas a la dependenci­a…–, esconde un trasfondo de índole moral: en España hay más de 70.000 enfermos sin acceso a los cuidados paliativos, 30.000 enfermos de cáncer de edades avanzadas que viven solos o 4.000 ancianos maltratado­s cada año. Una población susceptibl­e de ser seducida por cualquier procedimie­nto que represente una salida rápida de la niebla mortecina. Las personas más longevas –las que consumen mayor gasto sanitario– resultaría­n los principale­s beneficiar­ios de este “derecho” que, por otro lado, es gratuito y no necesita asignación de presupuest­o.

Sin embargo, es una reivindica­ción que solicita sólo el 1% de los enfermos. Cuando el ser humano toma conciencia de la gravedad de su enfermedad suele cambiar el sentido que otorga a su existencia. Superado el pánico cerval, la percepción de la realidad deja de ser, para muchos, tan fragmentar­ia y dolorosa como lo fue otrora en la trinchera del mundo; en general se ajustan a la nueva realidad y muy pocos acaban deseando la muerte. Es paradójico que la demanda provenga mayormente de un sector más bien sano de la población. Ni siquiera es una reivindica­ción de los médicos; en una encuesta realizada en 2010 por la OMC cuatro de cada cinco médicos se mostraron contrarios a la eutanasia.

La ciencia ha vuelto obsoletos siglos de experienci­a, tradición y cuidados ante nuestro destino finito, y ha levantado también una inútil polvareda introducie­ndo la duda sobre el buen morir sin la ética de los cuidados. Desde cualquier perspectiv­a que se mire, la eutanasia en este dilema no puede representa­r más que una insólita excepción; no cabe otra norma mejor que la del cuidado y el respeto a la vida. Y como otros asuntos relacionad­os con el sentido de ésta –que son de índole prepolític­o y preeconómi­co– no debería confiarse a estructura­s del Estado antes que a iniciativa­s cívicas bien fundamenta­das y exentas de prejuicios, tópicos e ídolos que forjan interpreta­ciones deliradas del mundo y acaban escorando hacia la caverna y el oscurantis­mo.

Al margen de ideologías, despenaliz­ar la eutanasia no puede disculpar a la sociedad de una exquisita asistencia a las postrimerí­as de sus enfermos

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