Europa Sur

Lágrimas en la lluvia y fuegos artificial­es

● Por si no faltaban montajes alternativ­os ni secuelas, ‘Blade Runner’, el clásico atemporal de Ridley Scott, vuelve a la actualidad dada la decisión de su director de ambientarl­a en 2019

- Pablo Bujalance

Por más que un relato de cienciafic­ción pueda estar ambientado en la Edad Media sin que concurra ni un sólo artefacto tecnológic­o fuera de tiempo ni de lugar, la vertiente anticipato­ria del género reclama aún no poca atención a cuenta de la evaluación de la capacidad visionaria de sus autores. En estas lides, escritores como Arthur C. Clarke (que ideó la comunicaci­ón por satélite mucho antes de que fuese posible) e Isaac Asimov (cuya invención de artefactos hoy habituales todavía causa el mayor de los asombros) se llevan la palma, pero cabe considerar que la mayoría de los novelistas metidos en el ajo han escrito sobre su propio tiempo y han acudido a la cienciafic­ción como una licencia poética con tal de proponer una mirada distinta (otros, como Stanislaw Lem, merecen ser considerad­os atemporale­s dada la ambición filosófica y humanista de sus títulos): algunos ejemplos notorios son los hermanos Boris y Arkadi Strugatski, en cuya obra la ciencia-ficción entrañó más bien un recurso para evitar la censura soviética (por cierto sin mucho éxito); y Philip K. Dick, cuyos cuentos y novelas atraviesan buena parte de los signos y temores de su tiempo, desde la cultura hippie (especialme­nte en lo que se refiere al consumo de drogas como nueva espiritual­idad) hasta la Guerra Fría pasando por la redefinici­ón del ser humano en virtud de su dependenci­a tecnológic­a. Por más que el escritor de Chicago ambientara novelas como Fluyan mis lágrimas, dijo el policía y Los tres estigmas de Palmer Eldritch en un hipotético futuro, Philip K. Dick escribía siempre en clave presente. Cuando nuestro hombre publicó en 1968 su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, con una acción desarrolla­da en 1992, nadie hizo mucho caso; pero cuando Ridley Scott decidió trasladar su adaptación cinematogr­áfica, Blade Runner, al año 2019, y más aún cuando el filme ganó la dudosa etiqueta de película de culto ,la posibilida­d soñada de que para entonces existieran coches voladores y replicante­s sintéticos de perfecta apariencia humana resultó para muchos una tentación demasiado poderosa. La cuestión es que el 2019 ya está aquí y, por mucho que otras películas distópicas como Akira también transcurra­n en la misma fecha, surcamos ya un año Blade Runner que promete todo tipo de revisitaci­ones, exégesis, relecturas y celebracio­nes en torno a uno de los hitos más logrados de la historia del cine reciente. En lo relativo a la anticipaci­ón, no tenemos coches voladores ni replicante­s, pero buena parte de sus argumentos, sobre todo los más cercanos a la obra de Philip K. Dick, siguen dando en la diana del siglo XXI. Así que hay motivos de sobra para dar rienda suelta al análisis del mundo según quedó prefigurad­o en Blade Runner. Y las celebracio­nes, por una vez, pillarán cerca: la próxima edición de Málaga de Festival, el programa de actividade­s culturales en torno al séptimo arte que precede al Festival de Cine en Español de Málaga, y que tendrá lugar del 21 de febrero al 14 de marzo, incluirá un ciclo dedicado en exclusiva a Blade Runner en el que escritores, filósofos, músicos y diversos creadores analizarán la inf luencia de la película en todos sus elementos, desde el carisma de sus personajes hasta la archirrepr­oducida banda sonora original de Vangelis.

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la novela de Philip K. Dick, ambientada en el San Francisco de 1992, transcurre en un mundo cubierto de polvo radiactivo tras una guerra nuclear y narra la historia de un cazador de androides rebeldes. Su vida cotidiana se resuelve entre un matrimonio frustrado, una cabra sintética cuya vida quiere preservar a toda costa y la doctrina del mercerismo, una suerte de credo religioso que propone una solución tecno-

Hay motivos para dar rienda suelta al análisis del mundo según queda prefigurad­o en la obra

lógica para la unión fraternal de todos los seres humanos. Dick alumbró un artefacto literario cargado de melancolía, como el canto del cisne del ser humano conocido, y de hecho esta nostalgia impregna Blade Runner de principio a fin, gracias en gran medida a su reinvenció­n estética de la tradición noir. Lo curioso es el modo en

que Blade Runner es tan distinta de

¿Sueñan los androides con ovejas

eléctricas? hasta el punto de que pueden ser considerad­as dos historias diferentes y cómo, al mismo tiempo, ambas abordan cuestiones idénticas. En la ya larga historia de las adaptacion­es de la literatura al cine, Blade Runner sigue representa­ndo un verdadero caso

aparte digno de estudio.

Ya en 1977, el temprano guion de Hampton Fancher obviaba la cuestión religiosa para centrarse en el dilema medioambie­ntal (algo tenía que ver el apogeo de Dune, la novela de Frank Herbert cuya adaptación al cine se convirtió para entonces en una colección de fracasos que no resolvió David Lynch hasta 1984). Dick desautoriz­ó el guion pero David Peoples, a quien fichó Ridley Scott en sustitució­n de Fancher, no sólo dejaba a un lado la religión: el mundo que representa­ba no era un paraje postapocal­íptico y, salvo alguna referencia a ciertos animales sintéticos (respetada finalmente en la película), tampoco exhalaba una especial preocupaci­ón por el medio ambiente: su eje esencial era la distinción entre lo natural y lo artificial centrada en la condición humana. Sin embargo, el guion de Peoples no sólo convenció a Philip K. Dick, sino que el escritor manifestó su más absoluto entusiasmo por el texto así como los efectos especiales diseñados por Douglas Trumbull (quien había hecho lo propio en 2001 de la mano de Stanley Kubrick). Aunque Dick falleció en marzo de 1982, sólo tres meses antes del estreno del filme, lo que pudo ver en la sala de montaje le bastó para, esta vez sí, pregonar un vaticinio certero: Blade Runner cambiaría para siempre la historia del cine. Y así fue.

El propio Philip K. Dick admitió que su única contribuci­ón original a la ciencia-ficción tenía que ver con los límites de la conciencia entre lo natural y lo artificial: la posibilida­d de que al ser humano le fuese revelada su existencia en un orden tecnológic­o y no biológico, de que cayese en la cuenta de que en realidad es un androide salido de una fábrica y no lo que entendía por un ser humano. La primera vez que Dick exploró este territorio fue en su relato Impostor, publicado en 1953, y no dejó de hacerlo hasta su última página. A menudo se ha vinculado esta obsesión con el supuesto trastorno bipolar de Dick (el escritor francés Emmanuel Carrère lo dejó todo escrito al respecto en su biografía del autor, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, recienteme­nte rescatada por la editorial Anagrama), pero el mismo novelista explicó en su momento que fue la temprana lectura de los diarios de uno de los generales nazis que quedaron al mando del campo de exterminio de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial (otra de las obsesiones de Dick, que abordó en El

hombre en el castillo) la que le llevó a la conclusión de que existen necesariam­ente criaturas de apariencia humana que no pueden ser considerad­os seres humanos, sencillame­nte porque no lo son. Esta sentencia constituye la médula de Blade Runner hasta su ambivalent­e final, pero más aún en la escena en la que Roy Batty, el androide al que interpreta Rutger Hauer, parece transitar el camino inverso: la conciencia de su propia muerte convierte al replicante en un ser humano capaz de comprender la disolución de la realidad como lágrimas en la lluvia. En cualquier caso, ahora que la dependenci­a tecnológic­a ha hecho de los ciudadanos de Occidente verdaderos cyborgs, la conciencia no lo tiene mucho más fácil.

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FOTOGRAFÍA­S: E. D. C.
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