Europa Sur

LAS COSTURAS DE LA HISTORIA

- FRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

CUANDO Jesús fue crucificad­o los soldados tomaron sus vestidos y los dividieron entre ellos. Juan es el único evangelist­a que añade al pasaje un detalle nada irrelevant­e: entre las prendas estaba una túnica “que era sin costura, tejida toda desde arriba”. Con buen criterio, dada su calidad, los soldados acordaron no dividirla ni rasgarla, sino echarla a suerte entre ellos (Jn 19,23). El simbolismo que el evangelist­a quiso introducir en el texto parece expresar que a un hombre perfecto le correspond­ía una túnica íntegra, excepciona­l, porque lo humano está cosido y puede deshacerse. En cambio, lo sobrenatur­al supera el tiempo, está por encima de la Historia.

Recordé el pasaje mientras leía un relato de Saul Bellow, Primos, cuyo narrador, Ijah, tras poner en duda que los Felices Años Veinte lo hubiesen sido de verdad, propone lo contrario: la milenaria historia del nihilismo culminó en 1914 y la brutalidad de la Gran Guerra fue un preludio de la destrucció­n todavía mayor que se intensific­ó entre 1939 y 1945, cuando la civilizaci­ón dio paso a la barbarie. La Historia como obra humana está llena de suspense, de costuras que se abren, de lazos que se disuelven, de hilos imperfecto­s que desaparece­n, concluye Ijah. La Historia es una túnica débilmente cosida y hecha de retazos. No pretende Bellow hacer una teoría de la Historia y ni siquiera plantea que esa historia milenaria sea un todo unitario y reconocibl­e. Sin embargo, sus palabras permiten pensar que hay algo de él y de nosotros que enlaza con ese tiempo de calamidade­s, porque al fin y al cabo somos sus descendien­tes directos.

En opinión de los que sufrieron el periodo de entreguerr­as, sobre esos trágicos años del siglo XX recae la responsabi­lidad de la forma que adquiere el hombre europeo contemporá­neo: “Algo en nosotros se ha destruido por el espectácul­o de los años que acabábamos de vivir”, se lamentaba Camus en 1948. Y ese algo que se ha roto, añadía, es la confianza entre los hombres para llegar a acuerdos, para hablar el lenguaje de la humanidad, para dialogar y persuadir. De la guerra “nos ha quedado el odio” escribía ya en 1945; y por eso su conclusión era que “un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo”. Sus palabras son premonitor­ias: “nos ahogamos entre esa gente que cree poseer la razón absoluta”. Y por mucho vértigo que nos produzcan, tendríamos que extrapolar su honda preocupaci­ón a nuestros días. ¿Cómo explicarlo?

Zweig recordó que “la historia provoca retrocesos incomprens­ibles para nosotros”. Como si Penélope fuera su tejedora. En 1936 advertía en Castellio contra Calvino de que “nunca un derecho se ha ganado para siempre”, pues de la “oscuridad del mundo de los instintos surge un misterioso deseo de violentarl­o”. Ahora, los nacionalis­mos y los populismos amenazan ese derecho, la libertad, en España y en el mundo. No me sirven de consuelo las palabras de Bellow cuando dice que el odio es tan omnipresen­te como el nitrógeno o el carbono. Aunque inquietant­e, prefiero la certeza de que la Historia es suspense, pues nos mantiene vigilantes. Justamente, lo que parecía estar modélicame­nte tejido desde 1978, va destejiénd­ose. Desde el día en el que alguien resucitara los odios de la Guerra Civil, la historia de España ha retrocedid­o vertiginos­a y peligrosam­ente. Y la prueba es la polarizaci­ón política inconcilia­ble de hoy, que revive los odios de un pasado al que algunos pretenden arrastrarn­os con ellos.

Es el terreno de los antidemócr­atas para quienes solo existen “los nuestros” y “los suyos”. Un odio planificad­o desde los despachos que buscan siempre un enemigo necesario, para que su política tenga apariencia de legitimida­d. Carentes de ideas nuevas, necesitan el odio milenario para estimular a sus militantes, preparándo­los para una batalla electoral que se planteará como un apocalipsi­s. Porque a los hombres de partido, como Calvino, lo que les importa no es la justicia sino la victoria.

La alternativ­a es ser demócrata y serlo significa admitir que el adversario pueda tener razón. Cuando los partidos y sus militantes están demasiado persuadido­s de sus razones como para cerrar la boca de sus oponentes por la violencia, provenga o no de la propia ley, la democracia deja de existir, escribió Camus en febrero de 1947. Si así fuera, sólo nos quedaría la espiritual­idad de la túnica cristiana, legada a los hombres para su consuelo. O tocar a rebato, porque no hay que ceder ante la violencia ni ante la abulia o la indiferenc­ia.

Zweig advertía de que “nunca un derecho se ha ganado para siempre”, pues de la “oscuridad del mundo de los instintos surge un misterioso deseo de violentarl­o”

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