Europa Sur

ADIÓS A JOHN LE CARRÉ, EL NOVELISTA DE LA GUERRA FRÍA

● Hijo de las dificultad­es (su madre lo abandonó, su padre fue un estafador) y antiguo miembro de los servicios secretos británicos, retrató como nadie los intrincado­s vericuetos de la Guerra Fría

- Eduardo Jordá

A primera vista, no hay un personaje menos interesant­e que un espía. Obligado por las circunstan­cias a vivir instalado en la mentira y en la simulación, un espía acaba siendo un mutilado emocional –si no lo era ya antes de adoptar el oficio– que tiene que engañar a todo el mundo: a su pareja, a sus hijos, a sus compañeros de trabajo y también a sus jefes (o al menos, a algunos de sus jefes). De un espía no podemos esperar ninguna de las cualidades por las que nos interesan los seres humanos: ni amor ni amistad, por supuesto, ni mucho menos franqueza, pero tampoco lealtad ni comprensió­n ni afecto. ¿Por qué nos interesa entonces leer las historias de espías que escribía John le Carré? ¿Cómo conseguía que dedicáramo­s horas y horas a leer las vidas de unos personajes como George Smiley o Magnus Pym o Alec Leamas?

Ah, amigos, ese era el secreto de su talento: John le Carré sabía hacer apasionant­es las historias protagoniz­adas por unos personajes que nos parecerían –si pudiéramos conocerlos– insustanci­ales y aburridos en el mejor de los casos, y en el peor de ellos, unos personajes turbios y despreciab­les en los que no podríamos confiar jamás y a los que no querríamos volver a ver en toda nuestra vida. Al fin y al cabo, los espías nunca dicen la verdad: ni siquiera ante sí mismos, si es que alguna vez llegan a desnudar su conciencia. Pero las novelas de John Le Carré habían inventado ese territorio muy difícil de explorar en el que los espías acababan revelando la verdad, o al menos la poca verdad que quedaba en sus vidas.

John le Carré (1931-2020) se llamaba en realidad David Cornwell, pero tuvo que cambiarse el nombre cuando escribió su primera novela en 1961, ya que era funcionari­o del servicio exterior (un bonito eufemismo para el trabajo de espía) y esa clase de funcionari­os tenían prohibido publicar libros con su nombre real. El escritor contaba que eligió John le Carré porque un día, yendo en autobús, estaba pensando que tendría que comprarse un traje nuevo para su nuevo destino diplomátic­o en Bonn cuando vio el rótulo de una sastrería que se llamaba Le Carré. Y así, sin más, eligió el seudónimo. Pero luego reconoció que aquella historia era un invento y que en realidad no sabía por qué había elegido ser Le Carré. En cualquier caso, tener un nombre falso le ayudó a pasar desapercib­ido cuando viajaba por el mundo documentán­dose para sus novelas. A él le bastaba firmar con su nombre real –David Cornwell– para que nadie supiera quién era. En la vida real suele ocurrir justo lo contrario: si queremos ocultar nuestro rastro, no tenemos más remedio que inventarno­s una identidad ficticia. Twitter, Instagram y Facebook conocen bien esa necesidad acuciante de los humanos del siglo XXI.

Le Carré tuvo una infancia difícil: su madre abandonó a sus hijos cuando él tenía cinco años y su padre era un estafador que vivía a salto de mata, siempre entrampado por las deudas y siempre involucrad­o en historias oscuras de fraudes y de engaños (la herencia ideal para un espía). Ese padre –Ronald Cornwell– se pasaba la vida inventándo­se una identidad postiza, y al mismo tiempo que era compinche de los gemelos Kray –los reyes de los bajos fondos londinense­s– se presentaba con chaqué y sombrero de copa en las carreras de Ascot. Cuando era niño, Le Carré nunca sabía si su padre iba a volver a casa por la noche o si habría tenido que huir porque se había descubiert­o la trama criminal en la que andaba involucrad­o. El día que el padre de Le Carré celebraba su segundo matrimonio en el hotel Claridge, llegaron dos detectives de paisano que lo detuvieron por estafa y fraude. El padre les pidió que esperaran hasta que terminara la fiesta y de camino los invitó a tomar unas copas (los detectives, muy poco británicos, aceptaron encantados). Y uno años antes, en 1947, cuando Le Carré era un adolescent­e, su padre lo mandó a París a cobrar una deuda de 500 libras por parte del embajador de Panamá en Francia, un tal Mario de Barnaschin­a, que encima era conde y tenía una esposa bellísima que intentó seducir al joven Le Carré en un restaurant­e ruso, mientras el conde le proponía montar un trío al volver a su casa (el joven Cornwell huyó despavorid­o y acabó durmiendo en un parque). Todo ese material, que le Carré narra en

sus estupendas memorias, Volar

en círculos (2015) acabó nutriendo la trama de la novela Un espía

perfecto (1986), que para Philip Roth no sólo era la mejor novela de Le Carré sino la mejor novela de la segunda mitad del siglo XX. Si la historia de la deuda y del conde panameño es cierta o no, eso lo dejo a la elección del lector. Investigan­do en Google, el único Mario Bernaschin­a que he encontrado es un chileno, profesor de Derecho y autor del libro

de 1925 Cuatro versiones de la nulidad de Derecho Público. Sinceramen­te, no veo a este Mario Bernaschin­a proponiend­o un trío a un adolescent­e en un restaurant­e ruso de París.

Le Carré hablaba muy poco de su pasado como espía –los espías, ya se sabe, suelen ser herméticos–, pero parece ser que fue reclutado por los servicios secretos en 1950, cuando era un licenciado en idiomas –el alemán era su especialid­ad– al que le había tocado hacer el servicio militar en Austria interrogan­do a desertores checos que se habían pasado a Occidente (los servicios de espionaje checos fueron una constante en su obra). Después, Le Carré espió a compañeros suyos de la universida­d, en Oxford, y años más tarde, en 1960, se integró en el M16 –el espionaje exterior británico– como segundo secretario de la embajada inglesa en Bonn. Por lo que sabemos, Le Carré nunca pasó de los escalafone­s más bajos del espionaje, pero le tocó vivir el apogeo de la guerra fría con la construcci­ón del Muro de Berlín en 1961. Toda la experienci­a que acumuló en aquellos años le sirvió para escribir unas novelas –su primer éxito de ventas, El espía que surgió del

frío, es de 1963– que lo convirtier­on en un escritor tan admirado que hasta los espías de verdad adoptaron muchos de sus modismos y códigos ficticios.

En este sentido, conviene recordar que Markus Wolf, el jefe del espionaje de la Alemania Oriental que según se dice le había inspirado el personaje de Karla (el mundo de Le Carré nos parece ahora tan lejano como el Imperio Austro-Húngaro) dijo una vez que el único libro de espías que había leído era El espía que

surgió del frío y que le sorprendió el conocimien­to que su autor demostraba tener de los servicios secretos de la Alemania comunista. En sentido contrario, uno de los jefes del MI6 –sir Maurice Olfield– dijo que las novelas de Le Carré habían dificultad­o el trabajo del espionaje británico, ya que los buenos candidatos desistían de ingresar en los servicios secretos cuando leían las sórdidas tramas de las novelas de Le Carré, que siempre solían terminar con un hombre de mediana edad, solo y medio borracho en un hotelucho de mala muerte.

Ahora que ha muerto Le Carré, a los 89 años, ya no queda nada del mundo que describía en sus novelas de espionaje (sus novelas posteriore­s a la caída del Muro de Berlín nunca fueron tan convincent­es), esas novelas protagoniz­adas por los Smileys y los Karlas en las que dos mitades prácticame­nte simétricas –el Occidente liberal y el mundo comunista– libraban una batalla incesante en un tablero de ajedrez en el que cada adversario movía sus alfiles y sus damas y sus reinas según unas reglas que todo el mundo tenía que respetar. Ese mundo era un mundo cruel, sí, pero al menos estaba guiado por alguna clase de inteligenc­ia, por perversa e implacable que fuera esa inteligenc­ia. En cambio, ahora nos movemos en el caótico y ruidoso mundo de los videojuego­s, que ya nada tienen que ver con las sofisticad­as reglas del ajedrez y en el que los protagonis­tas ya no son alfiles y damas y peones, sino narcotrafi­cantes, mafiosos, psicópatas y fanáticos religiosos que campan a sus anchas y que ni siquiera saben para quién trabajan. Y además, ¿qué se puede esperar de los espías y de las reglas del espionaje –que eran casi tan sagradas como las reglas de la caballería medieval– en la época de Instagram en la que todo es falsamente transparen­te y en la que nadie parece capaz de ocultar nada ni de guardar un secreto? Pues sí, vamos a echar de menos a Smiley y a Karla y sus sinuosas partidas de ajedrez emocional.

Philip Roth considerab­a ‘Un espía perfecto’ la mejor novela de la segunda mitad del XX

 ??  ??
 ??  ?? 1. El escritor, en una imagen reciente.
1. El escritor, en una imagen reciente.
 ??  ?? 3. El autor británico, en una imagen de finales de los años 60.
3. El autor británico, en una imagen de finales de los años 60.
 ??  ?? 2. John le Carré en una fotografía (valga la redundanci­a) muy ‘lecarriana’.
2. John le Carré en una fotografía (valga la redundanci­a) muy ‘lecarriana’.
 ??  ??
 ??  ?? 6. Gary Oldman en una escena de ‘El topo’.
6. Gary Oldman en una escena de ‘El topo’.
 ??  ?? 5. ‘El sastre de Panamá’ contó con Geoffrey Rush y Pierce Brosnan.
5. ‘El sastre de Panamá’ contó con Geoffrey Rush y Pierce Brosnan.
 ??  ?? 1. James Mason en ‘Llamada para un muerto’.
1. James Mason en ‘Llamada para un muerto’.
 ??  ?? 4. Ralph Fiennes y Rachel Weisz llevaron a la gran pantalla ‘El jardinero fiel’.
4. Ralph Fiennes y Rachel Weisz llevaron a la gran pantalla ‘El jardinero fiel’.
 ??  ?? 2. Sean Connery y Michelle Pfeiffer protagoniz­aron ‘La casa Rusia’.
2. Sean Connery y Michelle Pfeiffer protagoniz­aron ‘La casa Rusia’.
 ??  ?? 3. Diane Keaton en ‘La chica del tambor’.
3. Diane Keaton en ‘La chica del tambor’.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain