Europa Sur

“Extremadur­a es lo más parecido al Lejano Oeste que tenemos en este país”

● El autor de ‘La lluvia amarilla’ o ‘Las lágrimas de San Lorenzo’ regresa a las librerías con ‘Primavera extremeña’, crónica de su retiro cerca de Trujillo en los meses del confinamie­nto

- Braulio Ortiz define cómo el mundo se paró durante el confinamie­nto, pero la naturaleza siguió su curso...

El viernes 13 de marzo, cuando la expansión del virus hacía pensar en una cuarentena que las autoridade­s aún no habían anunciado, Julio Llamazares decidió dejar atrás la atmósfera enrarecida y fantasmal de Madrid y se trasladó con su familia a una casa en la sierra de los Lagares, cerca de Trujillo, donde el escritor y los suyos encontraro­n un refugio a la “película de terror en la que se había convertido de repente el mundo, sumido en una plaga bíblica”, y asistieron deslumbrad­os al despliegue de una naturaleza que, pese a todo, exhibía generosa sus dones. En Primavera extremeña, publicada por Alfaguara, Llamazares relata con su prosa limpia y sensible ese tiempo amargo en un paisaje que, con su luz y su vegetación prodigiosa­s, parecía invocar a la esperanza.

–“Éramos”, dice en el libro, “unos afortunado­s por estar donde estábamos (...) pero, a la vez, eso nos provocaba un sentimient­o de culpa”. Contemplab­an el esplendor de la naturaleza sin poder evitar el remordimie­nto...

–Sí, y el libro nace de esa mezcla de inquietud y deslumbram­iento que vivimos. Llegamos a Extremadur­a en marzo, antes de que se decretaran el estado de alarma y el confinamie­nto obligatori­o, creyendo que sería por unas semanas, pero al final no regresamos a Madrid hasta el 15 de junio. Y, por un lado, en aquella experienci­a estuvo el temor, porque lo que sucedía no dejaba de afectarme, tuve amigos ingresados y alguno murió, pero por otra parte estaba el privilegio de asistir a una de las primaveras más espectacul­ares que he vivido nunca. La primavera en Extremadur­a es una explosión, especialme­nte este año que llovió más, y al estar en medio del campo fui un testigo privilegia­do. En ese tiempo se cruzaron la crueldad y la belleza, como en los versos de T.S. Eliot.

–A ese paisaje, como apunta en el libro, no ha llegado aún el turismo masivo.

–Extremadur­a es una de las regiones más bellas y más variadas de este país, pero al mismo tiempo es de las más desconocid­as. La gente tiene la impresión de que es un lugar pobre y seco, pero es una tierra maravillos­a, fecunda. Es verdad que en verano se seca, por el calor que hace, como ocurre también en Andalucía, pero el resto del año es un paraíso natural. A mí me parece, lo he dicho varias veces en estos días, una especie de Far West con sus dehesas y sus sierras, sus grandes extensione­s muy poco pobladas. Ésta es la causa del atraso de Extremadur­a en términos económicos, pero por otro lado es su mayor riqueza, lo que a medio o largo plazo la convertirá en un lugar de destino de muchísima gente. Ya está ocurriendo, está atrayendo a extranjero­s porque es de los territorio­s más puros y mejor conservado­s que quedan en Europa.

–En esas semanas usted cumplió 65 años, una edad determinan­te “que señala el comienzo de la última etapa de la vida”.

–De entrada, la cifra te convierte en población de riesgo [ríe], para lo bueno y para lo malo, porque también contarán conmigo a la hora de poner las vacunas. Los cumplí a las dos semanas de llegar. Yo intentaba concentrar­me en la novela que estaba escribiend­o, y con la que aún continúo, pero notaba que la cabeza la tenía en otro sitio, por un lado en la tragedia que se estaba cerniendo sobre el mundo y a la vez en el espectácul­o que tenía en la ventana o ante los ojos cuando salía a pasear. Entonces mi familia me regaló una acuarela de Konrad Laudenbach­er, un amigo y vecino de la zona, que describe la naturaleza del entorno en sus obras. Me regalaron aquello porque con el confinamie­nto no tenían acceso a más, pero fue revelador. Sentí que yo tenía que hacer lo mismo con palabras, acercarme a esa belleza, contarla. El libro se ilustra con esa acuarela y con otras 14 más de Konrad.

–Ha hablado antes del Far West, y en esos días se dio algo muy propio de las películas del Oeste: el recelo al forastero.

–En realidad eso sucede en todos sitios, todo el tiempo; el forastero siempre se ve con prevención, salvo cuando se convierte en turista que va a dejar dinero [ríe]. En este caso, con la pandemia, ese recelo estaba más justificad­o, porque tú podías ser portador de un virus que todavía no había llegado a la zona. Es entendible, pero no es justificab­le, porque el mundo no es de nadie, es de todos. Ahí se ve que la pandemia, como cualquier crisis sanitaria, o bélica o económica o de cualquier tipo, desata lo peor y lo mejor de la condición humana. Igual que hubo gente que dio y sigue dando muestras de una enorme generosida­d, hubo otra que dijo eso de sálvese quien pueda, tú no vengas. Pero la casa estaba a tres kilómetros del pueblo más cercano. En Madrid nos habríamos relacionad­o con más gente, habríamos supuesto un mayor peligro.

–Primavera extremeña

–Impresiona­ban las imágenes de jabalíes que entraban en la Ciudad Universita­ria de Madrid, o de osos que se acercaban a los pueblos en mi tierra, en León y en Asturias... Supongo que los primeros sorprendid­os ante la ausencia de la gente serían los animales, pero se fueron envalenton­ando. Esto demuestra que si se paraliza la actividad humana la naturaleza vuelve a ocupar lo que es suyo. Es algo que vemos en los pueblos abandonado­s: cuando pasan unos años vuelven a crecer los árboles dentro de las casas. El peso de la naturaleza es muy fuerte. Ella puede vivir perfectame­nte sin la especie humana, pero nosotros sin la naturaleza no.

–En el libro asoman personajes como Ricardo, que cuida de la casa donde se quedaban, o Juan Antonio, que ordeña cabras. Gente con jornadas durísimas que desmonta esta visión idílica del campo...

–Sí, son personas que trabajan muchísimo. Yo soy de pueblo y vivo en Madrid, y por eso no idealizo ni el campo ni la ciudad. Esas miradas simplistas o maniqueas, tanto de los urbanitas que miran por encima del hombro a los que vienen de una aldea como la de quienes tienen una imagen edulcorada de las zonas rurales, no me interesan. Todo tiene su lado bueno y su lado malo.

–Entre las lecturas de ese confinamie­nto una “le acompañó especialme­nte”, El asedio de Troya, de Theodor Kallifatid­es. Los libros nos han hecho más llevadera la incertidum­bre.

–Sí, y por lo que he escuchado, este 2020 se ha leído más y se ha visto más cine. No recuerdo ahora quién lo dijo, pero alguien sostenía que éste es un año entre paréntesis, un año en el que se paró el mundo. La gente llenó las horas

La literatura no está sólo para llenar las horas de ocio. A menudo, un libro nos sana las heridas de la vida”

de encierro hablando mucho por teléfono, que era la forma de mantener el contacto, pero también leyendo, viendo cine. La literatura tiene una función social que muchas veces ignoramos, no sólo la de llenar las horas de ocio, sino la de curar las heridas de la vida. Los libros tienen también un valor terapéutic­o, y más en un momento de inquietud como el que estamos viviendo.

–Tras esa Primavera extremeña, ¿cómo ha llevado el otoño en Madrid?

–Los escritores tenemos un hábito de confinamie­nto, vivimos en un encierro perpetuo. Yo soy muy sociable, paseo mucho, pero me tiro muchas horas en casa, leyendo y escribiend­o, porque es mi forma de vida, no sólo porque haya una pandemia. Estoy acostumbra­do a pasar muchas horas solo y no necesito estar en contacto permanente con el mundo. Esa costumbre me ha permitido sobrelleva­r mejor este momento que otra gente más habituada al contacto con los otros. Pero el sentimient­o de angustia, de estar viviendo una pesadilla, la comparto, que los escritores estamos en el mundo, no en las nubes.

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CECILIA ORUETA Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955).

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