LA LUCHA POR ‘EL DE LA CASA’
EL aislamiento más o menos severo al que nos hemos visto abocados desde hace diez meses ha hecho que muchos de nosotros adoptemos ciertas costumbres propias de jubilados, aunque del dicho al hecho –a la edad de retiro– ya nos va quedando a los de mi quinta lo justo, y quizá lo que nos pasa es que en lo del
dolce far niente y el desapego al trajín de reuniones y citas agendadas a en punto y hasta a y cuarto algunos somos unos adelantados, gente vocacional, vividores de las pequeñeces: no por mucho madrugar amanece más temprano, ni por estar enloquecido en el trabajo uno es más productivo ni útil; suele ser al contrario. Porque quien presume de estrés y de apreturas de agenda suele ser un desocupado de manual. Obsérvenlo, no falla.
El microcosmos de las cafeterías es especialmente sensible a esta prejubilación Covid-19, sobre todo en la sesión matinal, la del desayuno. El teletrabajo –y hablo por mí– exige una parada para ir al bar más soleado,
en estos tiempos de fríos de cuerpo y alma, y algún barzón a la panadería o al chino. Si usted no puede escaquearse diez minutillos para tomarse un buen café de máquina italiana, hágaselo mirar, o cambie de jefe si puede (o regálele un bono para terapia psicolaboral). No han desaparecido los campanilleros de cucharilla que lo exigen hirviendo, para acto seguido desintegrar sus aromas y textura con un prolongado solo de metal y cristal, entrando como en trance y compartiendo su ruido de maniático. Tampoco han desaparecido las señoras –no es micromachismo, es empirismo– cuya orden de café o infusión con tostada es un ejercicio de cálculo multivariable: temperatura, cafeína, medidas, recipiente, endulzante, de arriba o abajo prieto o mollete, “no como ayer”, cortado corto de café largo... y moc-moc, dos huevos duros.
Hay otro espécimen renovado por el virus: el gorrón de prensa, en su variante de galeote –tardío– que porfía por agarrar “el de la casa” con otros gratuistas de la información en papel. Como monjes de El nombre de la rosa, se arriesgan a pasar las páginas con su yema dactilar –chupada o no– en el mismo sitio donde lo plantó el hojeador previo. No sé si la ansiedad al llegar al establecimiento y escanearlo en busca del diario, unida a la angustia de esperar a que un rival más tempranero acabe de leer con parsimonia –“No, no, si yo espero” (grrrr)–, más la zozobra consustancial a las noticias, vale la pena. Demasiadas ansiedades. Por el precio de un café. Pero este entrañable lector de prensa lo tiene claro: multiplica el euro y pico por 365, y se muere del gustirrinín.