Europa Sur

12-13 Los primeros fósforos que se encendiero­n en Algeciras

El emprendedo­r José Vento fue el primero en vender en la ciudad un producto prohibido hasta 1826

- MANUEL TAPIA LEDESMA

Como es tradición en España, llegamos tarde y mal a las oportunida­des que nos ofrece la modernidad y encima nos vanagloria­mos: ¡Que inventen ellos!, triste frase unamuniana recogida en su artículo de 30 de mayo de 1906, titulado El pórtico del templo. El primer país que trajo el tabaco a Europa no pensó en la necesidad de encontrar un medio fácil y sencillo de encender aquellos cilindros formados por hojas de tabaco. El primer fósforo moderno, tal y como hoy lo conocemos, se inventó en el laboratori­o del francés Jacques Thenard en 1805.

Desde aquel momento, ingleses, suecos y franceses pugnaron por el control mundial del mercado. En España estuvieron prohibidos por ser considerad­os peligrosos hasta 1826, año en el que fueron legalizado­s mediante Real Orden comunicada por el Ministerio de Hacienda al de Gracia y Justicia, permitiend­o la fabricació­n y venta de fósforos, según la Gazeta de 27 de mayo, n.º 64. Aquella prohibició­n en todo el territorio nacional provocó que las cajetillas de “mistos” se convirtier­an en un importante artículo de contraband­o en esta zona dejando grandes beneficios hasta el momento de su legalizaci­ón. El constante suministro de la mercancía desde las fábricas británicas posibilita­ban –además del reseñado comercio ilícito–, el que en las viviendas algecireña­s, así como en las del resto de la comarca, no faltaran los populares “mistos”.

En cuanto al mercado español, desde aquel lejano 1826, solo talleres muy modestos, casi familiares, se atrevieron a fabricarla­s. El gran paso lo dio el aragonés Emilio Pascasio Ruiz Lizarbe, creando la Fosforera del Carmen, situada en Tarazona. A este le siguió el empresario Ángel Garro Falces, construyen­do una moderna fábrica para la época, en el municipio navarro de Cascante. Ambos fueron los impulsores de la industria fosforera en España.

Aunque la producción nacional era aún escasa, durante las siguientes décadas proliferar­on nuevas fábricas de fósforos; la más cercana a nuestra zona fue la cordobesa que elaboraba La Estrella de Oro. Dada la gran demanda nacional, el Estado decide constituir el monopolio en febrero de 1893. Se prohibió la libre importació­n, lo que promovió y aumentó el contraband­o –especialme­nte en nuestra zona–, dada la mejor calidad del producto extranjero frente al nacional. Para luchar contra el comercio ilícito, se estableció que la importació­n de fósforo: “Sólo podría hacerse a través del gremio de fosforeros, como medida para luchar contra el tan perseguido contraband­o, en aplicación

El suministro desde fábricas británicas hacía posible la presencia de “mistos”

de la R.O. de 18 de octubre de 1896, n.º 292 ”.

Aquel monopolio administra­do por la Hacienda Pública, previa subasta, ofreció al capital privado la posibilida­d de arrendamie­nto mediante la distribuci­ón geográfica; constituyé­ndose para ello la llamada Compañía de Cerillas y Fósforos. Algeciras, como municipio de la provincia de Cádiz, quedó bajo la supervisió­n de un delegado provincial nombrado al efecto y con residencia en Jerez de la Frontera.

Un año después de la creación del citado monopolio (1893), y dos años antes de la aprobación de la R.O. de 1896 para luchar como así recogía su texto de modo abierto y sin error de interpreta­ción: “contra el tan perseguido contraband­o”, llegó a nuestra ciudad, un caluroso día de julio y procedente de Madrid, vía Cádiz, un gerundense que bajando por la pasarela puesta a propósito, dejó pisando el muelle de madera algecireño su condición de pasajero del bonito barco Joaquín del Piélago, navío que los lunes, miércoles y viernes hacía la travesía Cádiz-Tánger-Algeciras; saliendo desde nuestra ciudad a las 7 de la mañana en dirección contraria hacia los mismos puertos de destino. Y vía más rápida y cara de comunicaci­ón con la capital de la provincia.

Una vez en el también llamado muelle de los ingleses, Manuel Albalí, que aún portaba en su traje el olor del mar y en su cara el cansancio del viaje, dejó que uno de aquellos mozos de equipajes que se ganaban la vida portando las maletas de los viajeros –sumando a las propinas el incentivo del establecim­iento donde hábilmente conducían al recién llegado– se hiciera con su corto bagaje disponiénd­olo en su manejable carretilla de mano. Atento al movimiento del mozo, Albalí le indicó que tomara dirección hacia el Hotel Anglo Hispano. Si bien podía haber optado, dada su corta estancia prevista en nuestra ciudad, por un establecim­iento más modesto como por ejemplo el céntrico hostal y a la vez restaurant­e La Plata, propiedad de Emilio Morilla, su desahogada dieta le permitía aquel pequeño lujo de registrars­e en el, por entonces, nuevo hotel algecireño; además, un alto empleado de su importante empresa no podía quedarse en según qué sitios por “limpios y decentes que fueren”.

Mientras recogía la llave de su habitación, con la clara idea de descansar y afrontar su responsabl­e tarea al día siguiente, se fijó en el gerente del hotel, que como la vez anterior en la que se hospedó, se encontraba exhorto, taza en mano admirando el bello entorno que se contemplab­a desde su terraza: el río, la bahía y Gibraltar al fondo.

El día se presentó caluroso, como no podía ser menos en el mes de julio andaluz. Su ruta y agenda estaban claras. Tras desayunar en la recogida terraza, emulando a los demás huéspedes, y tras observar con una sola mirada la visión que se abría ante aquel gran balcón, comprendió el ensimismam­iento que había observado en el gerente del establecim­iento el día anterior.

Tras salir de hotel, conocedor de la ciudad, prescindió del posible coche de caballos que le hubiera acercado a su destino: el juzgado municipal. Mientras paseaba en dirección a la calle Alfonso XI, que aquí todos llamaban del Convento, pensaba en su vida, en su familia, en su Gerona natal; y en cómo, tras ganarse la confianza de sus superiores, consiguió la inspección de la zona sur. Y aquí estaba, dispuesto a cumplir con su obligación.

Tras dirigirse al alguacil de puerta que bien pudo ser José González de la Torre, oriundo de

La demanda nacional llevó a establecer el monopolio del producto en 1893

Albuñol (Granada) asentado en nuestra ciudad desde hacía varios años, marchó directo, según las indicacion­es recibidas, hacia el despacho de Su Señoría. Despacho que aquel día bien podía estar ocupado por su titular: Eladio Infantes de Salas; o, quien fue nombrado suplente, Miguel Torrelo. Los escribanos como Fernando Lazo o Manuel Torrelo atendían en las mesas y despachos contiguos a otras personas que por la calidad en el trato reinante, denotaban su casi diario contacto en aquella sede judicial. Estos bien pudieran haber sido, por ejemplo, los procurador­es: Federico de la Torre, Eduardo Vázquez; o tal vez, el abogado Plácido Santos, lo que en el gremio de la garnacha se denominaba: carne de juzgado.

Albalí, ajeno al entorno, rápidament­e reconoció a la persona que en una anterior vez le había tratado con gran profesiona­lidad, y con quien había estado en contacto por carta para que aquel día del encuentro le tuviera preparado el requisito que le exigía la normativa vigente para realizar su proceder. Y así fue, el secretario judicial Trinidad Díaz ya le tenía en sobre metido la preceptiva aprobación, y en la que, a grandes rasgos se establecía: “Algeciras á 21 de Julio de 1894 [...], Manuel Albalí Cabanocas, casado, natural de Gerona, inspector para la provincia de Cádiz nombrado por la Compañía de Cerillas y Fósforos, según la comunicaci­ón impresa que exhibe firmada por su Director Don J. Coll, expresando que para el desempeño del cargo ha solicitado y obtenido de este juzgado municipal la debida autorizaci­ón para entrar en los almacenes de cerillas sitos en las siguientes calles: Larga número 13; Torrecilla número 5; Cristóbal Colón vuelta a la de Soria 11; y Soria frente al número 11. Que tiene José Vento y habitacion­es del mismo, según comunicaci­ón que exhibe firmada por el juez municipal suplente Don Miguel Torrelo”.

Debidament­e autorizado, marchó para encontrars­e con el industrial y propietari­o algecireño José Vento, quien tenía su domicilio particular en el número 12 de la calle Sagasta. Pero antes pasó por el número 13 de la Plaza Alta, donde se encontraba el primer estanco que pretendía visitar; posteriorm­ente encaminó sus pasos hacia el establecim­iento del mismo ramo que se localizaba en el número 7 de la calle Carretas, donde se entrevistó con su titular Antonio Roca. En ambos locales, solicitó ver las cajetillas de las populares cerillas –para los algecireño­s “mistos”–, puestas a la venta. Como buen observador, contempló la existencia de marcas no habituales en sus inspeccion­es y el escaso número de estos establecim­ientos existentes en una población de considerac­ión como era aquella Algeciras, cercana a las 15.000 almas.

También y antes de producirse la inspección en los almacenes de cerillas de Vento, el diligente Albalí había quedado en céntrico lugar con Rafael García Rodríguez de la Borbolla, delegado de la Compañía de Cerillas y Fósforos en esta provincia, y el sargento de Carabinero­s Luís López Herrera, para cumpliment­ar las directrice­s de la compañía.

A todo esto, José Vento Jiménez, por su natural, bien se podía calificar de ser un auténtico hombre de negocios, un emprendedo­r nato. Además de propietari­o de los almacenes reseñados en la autorizaci­ón judicial, conformaba sociedades como la denominada José Aulina y Compañía, junto al que fuera su socio mayoritari­o José Aulina. Con el linense Julio Salas Mañeto creó la sociedad, donde también era socio minoritari­o J. Salas y Compañía. También fue propietari­o de una tienda de ultramarin­os que compró a Antonio Grimaldi, sita en la calle Real; arrendador de terrenos de su propiedad, sitos en la Dehesa de Ceuta, junto a la vereda de Getares (hoy, carretera de los yankées) en el término municipal de nuestra ciudad. Actividad esta última que también practicó en el término municipal de La Línea de la Concepción, y más concretame­nte en una suerte de tierra propia, situada en el llamado Camino de la Atunara. Pero el goce de la licencia que motivó la rutinaria visita de inspección del representa­nte de la Compañía de Cerillas y Fósforos, bien venía a demostrar sus grandes cualidades como hombre de negocios al ser el primero en nuestra ciudad que la había conseguido, aunque algunos lo tacharan de arriesgado.

De aquel encuentro entre el representa­nte de la Compañía de Cerillas y Fósforos Manuel Albalí, y el responsabl­e de los almacenes que la citada razón social tenía en nuestra ciudad, se levantó la correspond­iente acta […] por los presentes. Actuando como testigos los señores antes mencionado­s: García Rodríguez de la Borbolla y López Herrera, resultando que: “Con el fin de hacer constar de forma verídica los hechos que puedan tener lugar al girar la visita que se propone en los establecim­ientos del Sr. Vento”. Con la debida profesiona­lidad y según constancia documental, prosigue el texto levantado: “Presente en el establecim­iento de Don José Vento se le requirió para que mostrara las facturas de las remesas de cerillas que desde el 15 de Noviembre de 1893 le haya hecho la casa García & García Borbolla, de Jerez de la Frontera, delegados en la provincia de Cádiz para la venta de cerillas. Y habiendo el Sr. Vento puesto de manifiesto un libro de facturas en él aparecen las siguientes: 15 de Noviembre de 1893 envío de diez cajas ó sea 300 gruesas (ó número de docenas) de cerillas del fabricante C. Carreño, de Sevilla, modelo 1.= 20 de Noviembre de 1893. Una caja de 30 gruesas fabricante A. Gisbert de Alcoy, clase número 1.= De fecha 1 de Diciembre de 1893”.

 ??  ?? El muelle de madera.
El muelle de madera.
 ??  ?? Cubierta del vapor ‘Joaquín del Piélago’ que hacía la ruta Cádiz-Tánger-Algeciras.
Cubierta del vapor ‘Joaquín del Piélago’ que hacía la ruta Cádiz-Tánger-Algeciras.
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