LOS REINOS AUTONÓMICOS
LOS cristianos no daban crédito a sus ojos cuando vieron como se desintegraba ante ellos el otrora tiempo poderoso Califato de Córdoba. Los mismos moros que, acaudillados por Almanzor, les habían humillado pocos años antes, arrasando Santiago de Compostela y haciéndoles arrastrar hasta Córdoba las campanas de la catedral para emplearlas como lámparas en la Mezquita, se enzarzaron en disputas internas por el reparto del poder entre las distintas familias. Estas luchas derivaron en la caída del Califato y su disgregación en 39 pequeños feudos denominados taifas. Los reinos cristianos aprovecharon tan ventajosa circunstancia para impulsar la Reconquista al punto de verse antes frenados por la falta de gente para repoblar los territorios conquistados que por la resistencia de unas taifas tan enfrentadas entre ellas. Tuvieron que ser los ejércitos integristas de almorávides y almohades los que contribuyeron a prolongar algún tiempo más la ocupación árabe de la península hasta que tuvo lugar la batalla de las Navas de Tolosa.
Resulta chocante que la supuesta España democrática entendiese conveniente para su mejor gobierno dar un salto atrás en el tiempo y resucitar los reinos de taifas. En apenas cuarenta años el estado de las Autonomías (moderna nomenclatura de aquel engendro moro) ha desintegrado políticamente España fragmentándola en 17 miniestados que pugnan entre ellos por autoperpetuarse apelando a unas supuestas identidades lingüísticas, folclóricas o incluso gastronómicas. Tan suigéneris parcelación política ha propiciado la existencia de 17 parlamentos, 17 gobiernos, 17 legislaciones, 17 fiscalidades y 17 sistemas sanitarios y educativos y un sinfín de chiringuitos financieros. Una hipertrófica (y costosa) estructura funcionarial que con la excusa de: “acercar la administración al ciudadano” encubre su verdadero propósito, encontrar lucrativo acomodo para los miembros de los partidos políticos y, cómo no, para parientes, correligionarios y acólitos. Las consecuencias para el ciudadano común son las inversas a las que les vendieron: enmarañamiento burocrático, diferencias de trato en función de su residencia y privilegios o desventajas según el viento político que predomine en cada comunidad. Como les ocurrió a los reyezuelos de las taifas, los líderes autonómicos intentan emular a los grandes estados con ambiciones de gasto versallescas que convierten el modelo en inviable, además de ineficiente. El estado de las autonomías ha hecho de España un país caótico y disparatado donde nadie está contento, todo el mundo se siente agraviado y las regiones compiten entre si para llevarse la mayor tajada posible de un gobierno central en estado semicataléptico que con tal de conservar su estatus avala un sistema políticamente insostenible, económicamente inadmisible y… ¡completamente innecesario!