Europa Sur

PERSONAS

- MARÍA ANTONIA PEÑA

NO hay nada peor que perder el nombre. Perder el nombre es convertirs­e en número o en cosa. Y, cuando esto sucede, la cosa, valga la redundanci­a, se pone fea. Cuando algunos miembros del ejército colombiano mataban civiles, haciéndolo­s pasar por guerriller­os para cobrar los incentivos económicos que ello comportaba, a los asesinados se les llamaba “falsos positivos”. En el Medellín de 2009, me costó varios días saber a qué se referían estas palabras. Algunas décadas antes, los nazis supieron entender, mejor que nadie, la importanci­a de cosificar y despersona­lizar. En los años treinta, un célebre juego para niños arios, el Juden raus, consistía en mover peones dentro de un tablero para cazar judíos, que eran representa­dos con una ficha que parecía una especie de sombrero cónico. En este macabro parchís, ganaba quien cazaba cuatro para enviarlos a un campo de “recolecció­n”. De ahí a encerrar a las personas en un campo de concentrac­ión, uniformarl­as con un traje de rayas y representa­r su identidad mediante triángulos y números, solo hubo un pequeño paso. Todavía hoy cometemos la aberración moral de llamar “mena” a un niño o a un adolescent­e que está solo en un país extranjero y que, con toda probabilid­ad, ha huido de la violencia o la miseria.

La mayor parte de los males de nuestro tiempo se esconden detrás de nuevas palabras, aparenteme­nte neutras que, sin embargo, nos tapan el rostro y la mirada de las personas a las que se refieren. Migrante, refugiado, sin papeles, temporero, sin techo, vulnerable, desemplead­a… son términos que se utilizan comúnmente sin que los acompañe el sustantivo que les da forma: “persona”. Algunos discursos cambiarían profundame­nte su sentido y su efecto en los demás si se volviera a hablar de las personas y si, al menos de vez en cuando, las personas recuperara­n su identidad, si volvieran a ser seres de carne y hueso, con nombre y apellido, con padres, madres, hijos y hermanos, y con sus propias historias de dolor y gloria.

Todo está perdido si dejamos de ver a las personas. Corremos el riesgo de que esto nos pase, incluso, cuando los noticieros nos dejan caer a destajo las horribles cifras del fallecimie­nto por el coronaviru­s. El número siempre cosifica y, por repetición y saturación, a pesar de representa­r un drama (como si uno o dos aviones se estrellara­n en nuestro país cada día), puede llegar a dejarnos indiferent­es y hasta insensible­s. Es curioso: a más cantidad, menor efecto. ¿Hemos dejado de ver a las personas que están tras las palabras o los números?

Hay que luchar contra esto, con todas nuestras fuerzas, en este y en todos los casos. Si otros no la ponen, pongamos nosotros la palabra: PERSONAS.

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