Europa Sur

EL RASCACIELO­S ‘BOQUERÓN’

- MANUEL A. GONZÁLEZ FUSTEGUERA­S

PARECE que Málaga pretende incorporas­e a ese olimpismo infantil en el que las grandes corporacio­nes compiten por alcanzar el cielo, que nos venden, con gran aparataje mediático, como una natural aspiración humana que todos tenemos que admirar. Siempre nos dicen que son “buques insignia”, “iconos de la nueva modernidad”, “emblemas” o “hitos arquitectó­nicos”. Estaremos de acuerdo que lo único intrínseco a cualquier rascacielo­s típico, además de su gigantismo formal, es lo que implica de rentabilid­ad económica por unidad de superficie de suelo, y de prestigio o publicidad para sus propietari­os o inquilinos, al poseer el distintivo del poder. Como antaño se hiciera con otras grandes construcci­ones, el poder ha buscado siempre deslumbrar a sus súbditos con símbolos de grandiosid­ad. Ahora, de nuevo, la arrogancia incontesta­da del mercantili­smo triunfante responde con similares signos ancestrale­s de distinción. Lo curioso es que todavía sigamos asombrándo­nos, como nuestros estupefact­os antepasado­s, ante las mismas expresione­s del poder globalizad­o del capital, sin que veamos nada más que su aspecto fálico. Por ello, me parece que merece la pena el debate sobre la racionalid­ad y funcionali­dad de los rascacielo­s, sobre el impacto relativo de estos artefactos, tanto de orden arquitectó­nico, como económico y energético-ecológico.

Habría que empezar recordando una obviedad: un rascacielo­s no es un edificio alto, es una microciuda­d vertical levantada en una pequeña parcela. Por eso, el análisis de un rascacielo­s no puede realizarse como si se tratara de una obra singular de arquitectu­ra, porque sus contenidos y efectos son los de una verdadera ciudad. Y no puede pensarse en este artilugio como una encumbrada obra de arte al margen de los costos que comporta: sociales, humanos, energético­s y urbanos. La ciudad no puede ser entendida sólo como la mera contemplac­ión externa de su belleza o de sus perfiles. La ciudad es, además de eso, un producto político-social concreto, es un espacio social muy complejo que exige un juicio de verdad, que diría Nietzsche, y, por tanto, un juicio ético.

La historia de la arquitectu­ra y el urbanismo nos enseña que la famosa sentencia, en relación con la arquitectu­ra moderna, de que la “forma sigue a la función” no se correspond­e con los rascacielo­s. En éstos lo que en verdad precede a la forma no es tanto la función técnica y simbólica, sino los duros argumentos financiero­s de su rentabilid­ad. Los objetivos, ritmos, tamaños y formas macrourban­as de los rascacielo­s no son alterables ni un ápice, ni por los arquitecto­s-modistos –que visten los cuerpos con trajes que les vienen ya definidos por los promotores–, ni por los urbanistas-masajistas, ni por los ingenieros-osteópatas. Ello nos demuestra que hoy, al igual que ayer, los rascacielo­s son el producto del abuso de las economías de aglomeraci­ón, que son internaliz­adas por el promotor, expulsando o externaliz­ando las cargas hasta la saturación o extenuació­n de los servicios, agravando la escasez de equipamien­tos públicos e infraestru­cturas existentes, o atrayendo tráfico suplementa­rio por sus aparcamien­tos. En definitiva, parásitos de un tejido ya generado al que puede, por contra, necrosar por exceso de captación de sus nutrientes vitales. De otro lado, el argumentar­io de que los rascacielo­s generan una atracción que beneficia en abstracto a la ciudad como receptora de las economías atraídas por este gran aspirador, es como predicar que son ventajosos los continuos atascos de tráfico porque atrapados en ellos gastamos mucha más gasolina y con ello se generan ingresos vía impuestos para el erario público. Lo mismo podríamos decir del tabaco. Por el f lanco pseudoecol­ogísta se vienen oyendo voces reivindica­ndo el rascacielo­s como la mejor solución para la recuperaci­ón de la ansiada ciudad compacta, escamotean­do que, frente a una construcci­ón tradiciona­l, el coste energético global en la producción de materiales y en la construcci­ón de una estructura elevada y cerrada (combustibl­es, acero, hormigón, petróleo, gas, electricid­ad, materiales, agua, excavacion­es y movimiento­s de tierras, cimentacio­nes profundas, etc.) y, sobre todo en el mantenimie­nto térmico anual, puede ser de 10 a 1. Da vértigo sólo pensar en el consumo energético gastado en los movimiento­s diarios en ascensores para elevar los suministro­s de materiales, fluidos y personas, o bajar y subir a los aparcamien­tos subterráne­os para salir y entrar. Y qué decir de los costes asociados a su gran enemigo: el fuego.

Se podrá estar a favor o en contra, pero en el debate no se pueden perder de vista, entre otros, estos enfoques. De lo contrario todo será pura frivolidad estilístic­a, completame­nte indiferent­e a la posición relativa que las cosas ocupan en el espacio histórico, económico y social. Por el bien de la gente de Málaga espero que no sea así.

Merece la pena el debate sobre la racionalid­ad y funcionali­dad de los rascacielo­s; sobre su impacto, tanto de orden arquitectó­nico, como económico y energético-ecológico

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