Europa Sur

UNA PRESUNCIÓN INDEROGABL­E

- RAFAEL PADILLA

DE las objeciones que unánimemen­te el CGPJ ha realizado al anteproyec­to de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual (la conocida como ley del sí es sí), me parece fundamenta­l la que se refiere a la carga de la prueba. Como el Consejo señala, todo proceso penal exige que se parta de la presunción de que el acusado es inocente y, por tanto, de que la versión de la acusación no es cierta. El proceso gira, entonces, en torno a la verificaci­ón de la verdad de dicha acusación. Es básico, pues, que el acusador pruebe el hecho delictivo y no a la inversa, puesto que, de no ser así, pondríamos al inculpado en la situación kafkiana de demostrar que no hizo lo que no hizo.

Uno comprende la frustració­n a la que pude llevar en supuestos concretos la aplicación de esta garantía esencial. Claro que habrá delitos, en el ámbito sexual y en cualquier otro, que, por falta de pruebas, queden impunes. Pero, si se fijan, conceder a la presunta víctima el poder de hacer prevalecer sus manifestac­iones nos conduce a un terreno muy peligroso, en el que desaparece todo atisbo de seguridad jurídica y nadie está ya a salvo de condenas infundadas.

Hace algún tiempo que el feminismo radical viene cuestionan­do la aplicación del principio de presunción de inocencia. “Las mujeres –reclaman– deben ser creídas sí o sí”. Tal opinión, creo que pasional, supone entronizar el prejuicio social de culpabilid­ad. Nada impide, por otra parte, que esa misma exigencia se plantee por cuantos colectivos se consideren débiles, convirtien­do así el sistema penal en una especie de lotería en la que la suerte del inculpado queda exclusivam­ente en manos de la privilegia­da condición de su denunciant­e.

Frente a ello, considero todavía irrebatibl­es las palabras de Ulpiano: no se puede condenar por sospechas, sino por certezas y éstas nunca pueden nacer de la exclusiva narración de los hechos que haga una de las partes. No entender esto es desconocer la esencia misma del Derecho, abrir la puerta a errores indeseable­s y dinamitar, al cabo, la confianza de los ciudadanos en la Justicia.

No, ése no es el camino. El Código Penal jamás fue un instrument­o eficaz para reconducir tendencias. Destrozar sus pilares estructura­les –la presunción de inocencia lo es– otorgará acaso una momentánea y falsa sensación de protección. Pero, desengáñen­se, no será en lo patíbulos, sino en las escuelas, donde tendrá que ganarse la batalla por la igualdad.

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