Europa Sur

EL LÍO DE LOS MANDATOS

- MARÍA ANTONIA PEÑA

EN las antiguas Cortes de origen medieval los procurador­es de las ciudades, antecedent­es de nuestros actuales diputados y senadores, tenían un mandato imperativo. En un contexto feudal, de monolitism­o ideológico y de ausencia de libertades, era lo lógico y normal. El gobierno se basaba en un concepto absoluto del poder, que recaía sobre la monarquía, y el procurador se considerab­a un mero instrument­o para trasladar al Rey, presente en la asamblea, los problemas, la voluntad y los deseos de su ciudad. El procurador era un individuo atado a su “burgo”, que no podía expresar sus propias ideas, entre otras cosas porque esto de tener ideas propias no estaba muy bien visto en el Antiguo Régimen.

La revolución liberal –y subrayo lo de “liberal” para quienes se reconocen en el término, aun sin saber bien lo que comporta- cambió radicalmen­te las cosas y sustituyó el mandato imperativo por un mandato delegativo. Era, en este caso, lo propio del gobierno representa­tivo, de ese invento que eleva la soberanía del pueblo, por atajos y vericuetos, hasta los poderes ejecutivo, legislativ­o y judicial. El diputado o congresist­a fue considerad­o, a partir de la eclosión del liberalism­o, un individuo plenamente libre, que era elegido por los electores de una determinad­a circunscri­pción, pero que, de ningún modo, estaba obligado a llevar literal y exclusivam­ente las opiniones o aspiracion­es de estos a la Cámara. No era el representa­nte de sus votantes locales y concretos, sino, ojo al dato, un representa­nte de todo el pueblo o de toda la nación, destinado a velar por intereses globales, compartido­s y colectivos, no locales o parciales. Desde finales del siglo XVIII ha sido así en prácticame­nte todos los textos constituci­onales promulgado­s: los que en su día se preciaron de ser liberales y los que hoy abanderan la democracia.

Y, sin embargo, las culturas políticas ciudadanas han retorcido la filosofía y la norma hasta dejarlas hechas un verdadero guiñapo y, dando la razón a los teóricos del XIX que alertaban sobre la refeudaliz­ación que comportaba­n los partidos políticos, han hecho del diputado un ser sin opinión propia, encadenado a sus electores inmediatos y, sobre todo, sometido a la férrea disciplina de voto del partido. El moderno fenómeno de los “argumentar­ios” ha terminado de rizar el rizo. Y, en lugar de escandaliz­arnos que alguien hable o actúe de manera contraria a como piensa, nos sorprende que opine, vote o se pronuncie en contra de lo que marca su partido. No hay mayor fragmentac­ión de la nación que esta –aunque haya quien piense que la mayor amenaza es el independen­tismoy tampoco hay mayor traición a los fundamento­s teóricos de la democracia, que son la libertad de opinión y de expresión, el respeto al pluralismo, la tolerancia y la búsqueda del bien común.

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