Estetas en armas
“Payaso sin escrúpulos para unos, genio incansable para otros”, como escribe Bonilla, Marinetti ejerció de teórico, polemista, agitador cultural y apóstol de la modernidad, pero desde principios de los años veinte su futurismo –hubo otros, como el ruso o el mexicano, de orientación bolchevique– se diluyó en la marea triunfante de la revolución nacional de Mussolini. No extraña que el defensor de las “palabras en libertad” se convirtiera en heraldo y compañero de viaje del fascismo, pues de hecho el culto de la nación, la fuerza y la violencia –tan patente en la definición de la guerra como “única higiene del mundo”– estaban en la base del ideario futurista, pero tras la marcha sobre Roma el discurso rabiosamente antipasadista de Marinetti tuvo que convivir con un neoclasicismo de cartón piedra que –como el realismo soviético, una vez que acabó o fue reprimida la confluencia entre el arte nuevo y la revolución de Octubre– se avenía mal con la estética de la ruptura. Aunque beneficiado por el nuevo régimen, que lo premió con el ingreso en la Academia, Marinetti, destaca Serra, no accedió a convertirse en un poeta oficial, viviendo en una posición de relativo privilegio –o de benévola tolerancia– pero decididamente minoritaria: “Nunca renegó de su propio pasado, como lo hizo Aragon con el surrealismo o Brecht con la anarquía expresionista”. Su vitalismo de raíz romántica, sus contradicciones y su carácter combativo no casaban con las necesidades de la burocracia fascista y acabaron reduciéndolo al papel de un impugnador cada vez más orillado. Cuestionado por su caudillismo, el Poeta-Condotiero sentía una verdadera alergia hacia el orden instituido y la negativa a renunciar a sus ensoñaciones le impidió hacer una verdadera carrera política. Su personalidad y su destino remiten a los de otros “estetas en armas”, una categoría acuñada por el propio Serra con la que el autor se refiere a artistas e intelectuales muy diferentes, pero más o menos implicados en el auge de las ideologías totalitarias.