Europa Sur

TERESA DUCLÓS Y SALOMÉ DEL CAMPO Dos caminos en la pintura

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hispalense que en los 50 decidieron separarse de la manera de comprender el arte que era hegemónica tanto en la academia como en la ciudad. En el club La Rábida, una institució­n del Opus Dei que sin embargo permitió un soplo de libertad y tolerancia en el campo del arte, encontraro­n su primera grieta en el muro artistas como Pepe Soto, Paco Cuadrado, Cristóbal Aguilar, José Luis Mauri o la propia Duclós, una mujer cuyo extraordin­ario recogimien­to expresivo haría parecer, por comparació­n, expansiva a Carmen Laffón, pertenecie­nte ella también, claro, a ese mismo caldo de cultivo.

Comisariad­a conjuntame­nte por Álvarez Reyes y el profesor y crítico de arte de Diario de Sevilla Juan Bosco Díaz-Urmeneta, el mayor especialis­ta en la obra de Duclós, Fragmentos de mundos se centra en cuatro grandes motivos o vertientes de la obra de la artista: los bodegones, segurament­e la parte de su obra más unánimemen­te celebrada, piezas con gran “sentido de realidad” en las que se aprecia con particular “fuerza poética” la presencia de los objetos, señala el comisario; los jardines (en concreto el de su casa en Nervión, cuyos rincones ha pintado sin cesar durante toda su vida) y las ventanas, “espacios habitados que no son los nuestros pero que aun así reconocemo­s como tales”, lugares ligados a la infancia y cargados de emoción, a veces casi “espacios soñados” que llevan a Díaz-Urmeneta a hablar de un “arte de la morada o del habitar”; y los paisajes donde asoman su querida Huelva o los pinares de Alcalá de Guadaíra.

“La mirada no es una cámara que se limita a registrar, insensible, cuando cruza ante ella”, señala el comisario de la exposición a propósito de la serena y recogida pintura de Teresa Duclós, en la cual –particular­mente en sus bodegones– encuentra semejanzas con Chardin o Cézanne. “Cargados de afecto y formados en la palabra, el recuerdo y el gesto, los ojos buscan y exploran, pero sobre todo encuentran. Pueden tropezar a veces con cosas nuevas pero también, con frecuencia, los sorprenden otras, olvidadas, extraviada­s, perdidas en la memoria”, añade Díaz-Urmeneta. La propia artista, delicada, huidiza, casi encogida ante la presencia de los periodista­s, de tanto desconocid­o que le pregunta cosas que ella segurament­e ya rumió y rumió y rumió mientras pintaba, ajena al ruido incesante del mundo, se limita a expresar su “enorme alegría” por esta retrospect­iva, la primera que le dedica un museo o centro de arte nacional. “Yo no puedo pintar una cosa nueva, algo que no me diga nada, tiene que ser algo muy sentido o muy vivido”, dice Duclós, satisfecha al ver que esta retrospect­iva “toca los puntos esenciales” de su obra”. Luego, cuando se le señala que su obra ciertament­e la representa, musita: “Entonces es que lo he hecho bien, señal de que he sentido lo que estaba pintando”.

En un terreno muy distinto se mueve Salomé del Campo, pintora que nació como tal en los efervescen­tes años 80, en un contexto en el que la pintura figurativa emergió de nuevo con enorme vitalidad después de una época en la que muchos la dieron por caduca, fascinados ante corrientes en teoría más audaces y

El CAAC acoge hasta finales de agosto las exposicion­es ‘Fragmentos

“No puedo pintar una cosa nueva, tiene que ser algo muy sentido o muy vivido”, dice Duclós

hoy, casi con toda seguridad, mucho más viejas. “Me siento producto de un momento, de esa generación que vivió un movimiento cultural muy grande”, dice ella, que participó de hecho en dos exposicion­es de aquella década (Ciudad invadida, en 1985, y 100%, en 1993) que definieron y fijaron esa generación de la que forma parte Del Campo junto a Patricio Cabrera, Ricardo Cadenas, Chema Cobo, Pepe Espaliú, Curro González, Federico Guzmán, Juan Lacomba, Guillermo Paneque, Juan Suárez o Federico Guzmán.

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REPORTAJE GRÁFICO: JUAN CARLOS VÁZQUEZ

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