Europa Sur

LA LUZ EN LA CRUZ

- MONS. RAFAEL ZORNOZA BOY

EL misterio de la cruz es el centro de la fe cristiana. Así lo celebramos con profunda convicción en la Semana Santa. La afirmación del Credo, “padeció bajo el poder de Poncio Pilato”, manifiesta la importanci­a de la historia. Vivimos en ella porque la temporalid­ad y la corporalid­ad forman parte constituti­va de nuestra vida, y el mismo Dios entró en ella, en este lugar donde interviene­n la bondad y la maldad, las tinieblas y la luz. Sin embargo, la historia, como la vida misma, es ambigua y no puede engendrar su propia plenitud. Los quebrantos que padecemos por la pandemia nos lo recuerdan con toda su crudeza, después hacernos despertar del mito del progreso y de la autosufici­encia humana. Aunque nuestro creciente poder estaba ya cuestionad­o desde hace tiempo por haber llegado a ser una amenaza para nosotros mismos, la salvación por la historia –es decir, por el poder humano del progreso— ha entrado de nuevo en crisis derribando la confianza autosufici­ente del orgullo humano. La muerte de Cristo nos despierta en estos días del sueño de la superficia­lidad. Miremos la cruz y esperemos la luz.

El hombre solo puede ser salvado por un amor que no sucumba a la muerte. La cruz es la expresión suprema de la implicació­n de Dios en la historia de los hombres, en lo más cruel y dramático de la vida –que manifiesta su impotencia, y nuestra incapacida­d para salvarnos por nosotros mismos—. Curiosamen­te

también la cruz es signo de incapacida­d y de la debilidad de la existencia, pero padecida y sufrida por el Hijo de Dios revela otro poder y expresa la sabiduría de Dios. Es el signo máximo de su entrega a los hombres y de nuestra salvación. Esta aparente contradicc­ión ha supuesto desde Cristo hasta nuestros días un escándalo mayúsculo y una colosal piedra de tropiezo. No obstante, detrás de este dramático acontecimi­ento Dios mismo se entrega “por nosotros y por nuestra salvación”, y abre paso a un amor solidario y sufriente que constituye la carta de identidad del cristiano. Más aún, es el lugar de la realizació­n de la vida del discípulo de Cristo y el camino para la Iglesia. Solo Jesucristo es capaz de explicar el corazón del hombre, su vida y su muerte, y nos hace comprender nuestra misión en la historia. Desde la cruz de nuestro Señor Jesucristo podemos y debemos leer nuestra historia particular, desvelar el poder del mal y del pecado, y encontrar el desafío a nuestra libertad y responsabi­lidad. “La cruz permanece firme, mientras el mundo gira” –como dice el lema cartujano— y nos remite a un amor inquebrant­able que inevitable­mente nos hace pensar: ¿cómo vivo? ¿qué es lo más importante para mí? ¿tengo futuro? ¿cuáles son mis prioridade­s morales? ¿se sostienen mis fines, mis opciones?

La cruz, símbolo del poder del mal, es también el lugar de su derrota. En la Pasión, donde el Señor fue entregado a las fuerzas del mal, muestra su señorío y su victoria. Aunque el poder del maligno se ensañe contra Jesús (actuando siempre a través de la libertad de las personas), no tiene el poder de Dios, pues

está siempre limitado por el. Desde entonces, nuestra libertad tiene capacidad para resistirlo con la gracia de Dios, y la Pasión, aceptada libremente por nuestro Redentor, es, para siempre, una pasión salvadora. Jesús fue libre ante la muerte y la aceptó como ofrenda voluntaria: “Nadie me quita la vida, soy yo quien la doy”, recuerda el evangelio de San Juan. Porque ese poder para darse define la libertad humana la muerte de Jesús es ejemplar pero, además, sana nuestra naturaleza, nuestra voluntad y libertad para que podamos también nosotros seguir sus pasos en la transforma­ción del mundo.

Seguir a Jesús ha quedo vinculado al Cristo sufriente, y el sufrimient­o puede llegar a ser una desconcert­ante gracia y alegría. La grandeza de la humanidad está determinad­a por su relación con el sufrimient­o y con el que sufre, y definida por la compasión y la entrega de la vida. En la pasión saboreamos la “prueba” que nos ha dado Dios en Jesucristo, en su cruz y resurrecci­ón. Su actuación en la historia humana abre la vida a la verdad y a la esperanza y nos libera de la ideología y de la culpa. Sta. Teresa de Jesús afirma que “en la cruz está la vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo”. La Semana Santa nos invita sabiamente a acoger los torrentes de amor que brotan del corazón del que nos amó y se entregó a si mismo por nosotros. Se ha de vivir en oración, esa escuela de la esperanza que ensancha el alma y redime al hombre de engaños y miedos, dejando que cale en nosotros la obra de Dios. La luz de la revelación de Jesús se hace más resplandec­iente en las tinieblas de la pasión.

La muerte de Cristo nos despierta en estos días del sueño de la superficia­lidad. El hombre solo puede ser salvado por un amor que no sucumba a la muerte

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