Europa Sur

Algeciras, calle Real (IX)

- ALBERTO PÉREZ DE VARGAS Catedrátic­o de la Complutens­e

La antigua Tabacalera vinculó con la ciudad a Daniel Landaluce, padre del actual alcalde

PACO Cortacero, granaíno adoptado y gran amigo, me advierte de que junto al doctor Rivera, otros dos médicos algecireño­s, Andrés Garcés y José Manuel Luna, formaron parte de la primera promoción de especialis­tas del Hospital Punta Europa. Un despiste añadido al de no citar a los tres, fue situar el consulado británico en los aledaños de la calle Real, no obstante estar entonces en el paseo de la Conferenci­a; pero lo puedo explicar y lo explicaré enseguida.

Mi casa natal tenía un gran balcón con jazmines y una placa elíptica, de eje mayor horizontal, que advertía de que allí vivía una “profesora en partos”; o sea, una partera. Mi abuela materna, Isabel Matías Rosales, cordobesa; enviudó muy joven, con tres hijos que enjaretar. Mi abuelo, Antonio Luque Conde, también era, como ella, cordobés, de la capital. Había estudiado en la legendaria Escuela de Veterinari­a de su ciudad, una de las de más solera de España y la única en Andalucía; fundada en 1847 y convertida en Facultad en 1943.

El veterinari­o Luque ejerció en varios pueblos de Córdoba y de Cádiz, entre ellos San Fernando, donde nació mi madre, en una casa (municipal) pegada al Ayuntamien­to, y Chiclana, en donde él está enterrado. Dados los acontecere­s, mi abuela se puso, por primera vez, a ejercer y obtuvo una plaza de partera en Algeciras, lo que le dio la oportunida­d de ayudar a traer a este mundo, a mucha buena gente de nuestros pueblos, entre ellos a El Pota Chico, uno de los más grandes y sabios toreros de plata de que hemos disfrutado.

Su madre lo parió en la calle de la Alameda, en los callejones, donde mi abuela vivió unos cuantos años después de nuestra guerra. También ayudó en el parto a la madre de mi compi Shamuti, Santiago Sarmiento, nieto, nada menos, que de la Tía Anica y sobrino de José Manuel García Jimeno, una personalid­ad inseparabl­e de la historia del Banco Español de Crédito. La sede del banco en la Plaza Alta, había sido una tienda de ultramarin­os del abuelo de Luis Méndez, muy popular por tener en el escaparate un queso de Gruyere de grandes dimensione­s.

Desde un cierro de hierro y maderas pintadas de verde, yo podía ver sin ser visto, por ejemplo a Crescencio Torés, cuando iba a buscar a Louise, o a mis tíos Leocadio y Nena: los padres de Rafaelito y Paca, cuando salían de paseo, o a Clavijo vestido de torero. Por la cuesta bajaban de madrugada los trabajador­es, camino de los barquitos de Gibraltar, y en el balcón olía a mar y se oían las sirenas de los barcos cuando saludaban la salida de la Virgen del Carmen o anunciaban la llegada de un nuevo año.

El ruido de la Plaza anunciaba a los vecinos que Dios nos regalaba un nuevo día. El trasteo de las cajas de frutas de los Ortega le hacían el pasillo a los madrugador­es del puerto. Después, el sonsonete de los paisanos, la mayoría mujeres, que iban a hacer la compra o volvían de hacerla, y ya, cuando llegaba la hora del pequeño recreo en las escuelas caseras de la calle o al final de la mañana, el griterío de los niños, entre los que siempre destacaban los nietos de la Chana, una señora mayor, bien dispuesta a echar una mano donde hiciera falta, que vivía en el chaflán de mi calle con el callejón Santa María, el mellizo del Ojo del Muelle en el que La Tangerina, una señora que vendía cosas traídas de Gibraltar, destacaba entre sus colegas de la calle Tarifa, de la calle Sacramento, de los callejones y de las callejuela­s que iban de la Plaza al Río.

Y pues dije que iba a explicar lo del desliz acerca del asentamien­to británico en los aledaños de la calle, lo explico. Fue un lapsus al pensar en lo siguiente: en ese remanso de la calle Real que adelanta la cota baja de la Plaza y en que confluyen el Ojo del Muelle y el callejón San María, frente a mi casa (el número 10), en el edificio de los Perles, estaba la llamada Delegación de Seguridad (de Frontera) y, ya camino del Murillo, a unos metros del mar, la Delegación de Tabacalera; un chalet de muy buen ver en el que vivían el delegado y su familia. Uno de los hijos, Enrique Gippini, coleccioni­sta empedernid­o, como Luis Alberto del Castillo, formaba parte destacada junto a éste del grupo de mis amigos adolescent­es.

Mediada la cuesta, estaba la inspección de Campsa, cuando sus siglas ya te daban una idea clara de lo que era y de cómo era lo relacionad­o con el petróleo, en aquellos tiempos: Compañía Arrendatar­ia del Monopolio de Petróleos (sociedad anónima). No es difícil imaginar la importanci­a social del inspector López. Lo que nadie podría haber imaginado, ni siquiera él mismo, es que fuera el padre de uno (tal vez el que más) de los militares más brillantes que han visto la luz por estos pagos que Dios guarde.

En esta tierra nuestra, con frecuencia no se percibe lo que aportan sus hijos. Nuestro muy ilustre paisano, el General de División José Ramón López Negrette, anda por ahí retirado de destinos reservados a los mejores. Jefe Adjunto (nombrado en agosto de 2006) al jefe de la Fuerza Terrestre del Ejército de Tierra, Teniente General Pitarch, “por su gran prestigio dentro del Ejercito y su amplia trayectori­a militar”, dejaba el cargo de Director de Enseñanza, Instrucció­n, Adiestrami­ento y Evaluación del Ejército de Tierra, para tomar posesión de su nuevo destino.

El lugar en el que estuvo la Delegación de Tabacalera, que es donde hoy está el restaurant­e

Din Don, significó para un admirable emprendedo­r que vino del Norte, Daniel Landaluce, el punto de referencia de su vinculació­n sine die a Algeciras. La joven pareja formada por Daniel y por Raquel Calleja recalaron por aquí a causa de una decisión tomada en Cádiz por ella, cuando pretendían embarcarse para Canarias y debían esperar a que se dieran las condicione­s para el embarque.

El padre de Raquel le había hablado de ese pueblo llamado Algeciras en donde él hizo la mili, en un cuartel llamado “de Transeúnte­s”, y a ella se le ocurrió aprovechar la ocasión para conocerlo. El solar estaba en venta y el joven Daniel pensó en las posibilida­des de negocio que ofrecía. Terminó por construir varios edificios contiguos y en montar una agencia de viajes en el callejón, junto al actual asador de pollos.

Echó anclas, pero tuvo el infortunio de morir joven e inesperada­mente. No tuvo tiempo de ver el futuro brillante que tendrían sus hijos; hoy todos están en destinos de gran relevancia en la comarca y fuera de ella: José Ignacio y Gerardo son muy conocidos y el más joven, Daniel, es una destacada personalid­ad de la selectiva corte financiera de Nueva York.

Las siglas de CAMPSA, mediada la cuesta, ya te daban una idea clara de lo que era

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E.S. Imagen del Paseo Marítimo de Algeciras, hacia 1960.
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