Europa Sur

“No concibo escribir desde la solemnidad”

El almeriense reflexiona sobre la fascinació­n que nos causan las historias en ‘Trigo limpio’, una novela llena de humor que le valió el Premio Biblioteca Breve

- JUAN MANUEL GIL Braulio Ortiz

“Siento una atracción natural y peligrosa por esas novelas a las que se les ven las vísceras, esas que se abren como fruta madura; por los textos dispersos que van y vienen y me llevan y me traen, como si la historia progresara a fuerza de cortocircu­itos espontáneo­s. Eso me ha supuesto más fracasos que aciertos, claro, pero solo desde ese vértigo entiendo esto de madrugar para escribir un rato”. Hace esta afirmación el protagonis­ta y narrador de Trigo

limpio, la novela con la que Juan Manuel Gil obtuvo el Premio Biblioteca Breve, pero bien podría suscribir estas frases el autor, un creador exigente y poco amigo de las fórmulas que hasta ahora se había buscado en libros como Las

islas vertebrada­s y Un hombre bajo el agua. Su nueva obra, que sedujo a un jurado que incluía a grandes nombres como Enrique Vila-Matas o Pere Gimferrer, es otro proyecto ambicioso y difícil de clasificar. La vuelta de Gil a la Almería de su infancia y su primera adolescenc­ia, cuando la ampliación del aeropuerto trastorna la vida de los vecinos, cuenta la historia de un novelista que intenta dotar de carne a un amigo del pasado que se ha convertido en un fantasma, pero es mucho más: entre otras cosas, una investigac­ión sobre lo que de invención tiene la memoria –porque, como dice uno de los personajes, “recordar tiene más de creativida­d que de acta notarial”– y un homenaje, lleno de humor y de entusiasmo, a las ficciones que nos cautivaron. –El libro sugiere que las historias no nos pertenecen, que nunca podemos poseer un relato del todo aunque cuente una experienci­a vivida.

–El escritor acaba comprendie­ndo pronto que sus historias, las que escribe y publica, dejan de pertenecer­le muy pronto, se independiz­an. Pero eso pasa también más allá de la literatura, en la realidad. Necesitamo­s compartir relatos con generosida­d, para que el resto de la gente de nuestro entorno los hagan suyos: sólo así componemos una red de creencias que nos permiten sostenerno­s en la vida. Con las historias el mundo se nos hace más humano y más amable; lo que nos cuentan, lo que nos contamos, forma una parte fundamenta­l en la existencia de cualquiera. Lo que pasa es que también

debemos cuestionar esos relatos, que no son verdades inamovible­s, que están en continua construcci­ón, y por eso debemos ponerlos en tela de juicio de vez en cuando en la vida. –El narrador descubre siendo un chaval que si logra “ser escuchado”, contar su historia, se ganará el respeto de los otros.

–Esto es muy viejo, el poder emocionar con un relato ha estado presente a lo largo de la historia de la humanidad. Resulta muy emocionant­e congregar a un auditorio, ya sea grande o pequeño, y comprobar que tu palabra ordenada de manera precisa genera una emoción en el otro, una emoción que de algún modo vuelve al emisor. En ese sentido, el protagonis­ta de esta novela ansía por encima de casi cualquier cosa escribir un libro que cause ese impacto en el lector, cree que así se sentirá querido, valorado, protegido. Mi protagonis­ta es capaz de apoderarse de los relatos de los demás si eso contribuye a que su historia sea más poderosa. –“No existe”, se lee en el libro, “patria más salvaje que la juventud”. Los chavales de la pandilla son capaces de robar a minusválid­os

o de irrumpir en un aeropuerto. La de entonces era, quizás, una infancia más temeraria que la de ahora.

–Sí, totalmente. Quizás por eso cuando hablamos de nuestra niñez la inflamos de nostalgia, porque tenemos la sensación de algo que se ha extinguido y no va a volver. En la literatura, si vuelves a ese periodo corres el peligro de caer en la añoranza. En mi caso no tengo esa tentación. Nuestra vida era salvaje, trepidante, en aquellos años, muy aventurera, sí, pero también implacable. La infancia de ahora no conoce lo que yo y la gente de mi generación llamaría la ley del descampado. Nosotros teníamos cicatrices en la cabeza, perdíamos dientes de leche en algún golpe mientras hacíamos

deporte o cometíamos alguna travesura. Los niños de ahora quizás estén más protegidos. –El aeropuerto de Almería y las protestas que suscitó su ampliación tienen un peso importante en la trama. ¿Cómo recuerda aquello?

–El aeropuerto nos jodió el desarrollo del barrio, eso es así. Lo ampliaron y cercenaron nuestro futuro, el futuro de la zona. Los vecinos tuvimos que acostumbra­rnos a ver cómo aterrizaba­n aviones, cómo despegaban, habituarno­s al olor a queroseno, al ruido ensordeced­or de las turbinas, a la vibración de las ventanas. Todo eso ha formado parte de nuestras rutinas. Yo ya no vivo ahí, pero mis padres sí. Lo que ocurre es que un aeropuerto, a los ojos de un niño, es algo completame­nte distinto a lo que percibe un adulto: una maquinaria fascinante, una puerta a la aventura. Nosotros lo interpreta­mos así, como ese lugar que nos iba a salvar todas las tardes. Si un balón salía disparado hacia allá nosotros nos colábamos, y si no nos permitían el paso nos picaba la curiosidad, nos atrevíamos a saltar la valla.

Lo contempláb­amos con fascinació­n, una fascinació­n que yo hoy asocio a la literatura. –Uno de los hallazgos del libro es que reflexiona sobre la construcci­ón de la novela. Uno de los apuntes que hace el narrador es que los escritores tienen que escribir “en primera persona si queremos tener algún futuro”.

–Yo he abordado esa ref lexión sobre el proceso de escritura desde la parodia, desde el humor, pero eso no significa que no haya verdad en esos planteamie­ntos. Es cierto que ese narrador en primera persona que ha ganado terreno en detrimento del narrador omniscient­e, esa mirada subjetiva, fragmentad­a, a ras de calle, más personal e íntima, tiene más sentido ahora, en mi opinión. ¿Por qué? Porque diferencia a la literatura de otras formas de ocio, todos estamos entregados a las películas y a las series, nos pegamos un maratón de un capítulo tras otro en una tarde. Y en ese panorama, creo, el escritor puede buscar la complicida­d del lector, hacer que este se vea en la mirada del otro. De ahí que haya cobrado tanta fuerza la autoficció­n. Yo no estoy en contra del género, pero lo uso para parodiarlo, un concepto muy cervantino. –Usted no quiere darle demasiada importanci­a a su oficio. Da la impresión de que respaldarí­a una convicción del padre del protagonis­ta, que dice que escribir novelas no es sino “una manera, como cualquier otra, de hacer tiempo mientras te llega la muerte”.

–Sí [ríe]. Este es un libro en el que la solemnidad tiene poca cabida. Yo no concibo la literatura desde la gravedad. Toda esa pedantería con la que a veces se habla del papel del escritor... a mí eso no me interesa. En algunas novelas ese tono me parece hueco, vacío, y no me emociona. Y yo busco en la literatura, fundamenta­lmente, la emoción, ya sea a través de la piel o a través del intelecto. Sin ella no me seduce una novela. He procurado que esa solemnidad no entrara en Trigo limpio. –Propone un homenaje a grandes textos como La Regenta, Luces de bohemia o Nada. Ganar el Biblioteca Breve, que han obtenido tantos grandes autores, es otra forma de incorporar­se al linaje de la mejor literatura en castellano.

–Sumarse a la nómina de autores que han ganado el Biblioteca Breve supone una responsabi­lidad, un peso, no lo voy a negar. Muchos escritores que se han hecho con ese premio han dado calorcito a mi biblioteca, muchos han escrito libros a los que he vuelto. Pero, antes que presión, siento muchísima alegría. Lejos de experiment­ar nerviosism­o lo que albergo es serenidad. Ganar un premio así te da perspectiv­a y confianza en tu método. Ahora, cuando suena el despertado­r a las cinco, la hora en que me levanto para escribir, lo hago con más ilusión si cabe.

Los niños de hoy no conocen lo que yo llamo ‘la ley del descampado’. Nuestra infancia fue salvaje, implacable”

 ?? RAFA GONZÁLEZ ?? El escritor Juan Manuel Gil (Almería, 1979).
RAFA GONZÁLEZ El escritor Juan Manuel Gil (Almería, 1979).

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