Europa Sur

EL EMPERADOR, EL PRESIDENTE Y DIOS

- FRANCISCO NÚÑEZ ROLDÁN

HAY libros que llevan a otros libros. Leyendo Una tierra prometida ,de Barack Obama, recordé las Instruccio­nes que Carlos V redactó para su hijo, el príncipe Felipe. Basta leer sin prejuicios para encontrar similitude­s en dos hombres de Estado, distantes entre sí quinientos años. Uno asumió la defensa de su vasto imperio obligado por el deber del legado recibido y, a sugerencia de Erasmo, por la paz de la Cristianda­d. Obama llegó al poder en una coyuntura financiera y bélica dramática, ante las cuales respondió buscando los intereses generales de su patria. Semejantes fueron, a pesar de sus idealismos, en sus grandes dosis de realismo, en los criterios de selección de sus ministros, evitando los partidismo­s; o en la conciencia de estar sirviendo como un deber ineludible y sagrado. No obstante, si hay algo que los une es su fe en Dios, probada en contextos históricos opuestos: uno, siguiendo la lógica de su tiempo, ejerciendo como emperador de la Cristianda­d; el presidente lo hace en su intimidad, sin publicidad, como el hombre que cree en la misericord­ia de Dios en medio de un mundo hostil a toda trascenden­cia.

En 1543, Carlos V escribe: “Todas las cosas están en las manos de Dios”. No se trata de un tópico religioso ni de un ardid retórico. Está hastiado de tener que responder con la guerra a Francisco I que, aliado con los turcos, amenaza las posesiones imperiales. Su espíritu caballeres­co está apesadumbr­ado por esa alianza y sus consecuenc­ias. Sus reinos “están en extrema necesidad”, pobres pese al oro indiano. Reconoce su confusión y sus dudas al emprender el camino de la guerra: “Voy a cosa tan incierta que no sé qué fruto se seguirá de él”. Su vida corre peligro y, pese a todo, enseña a su hijo el gran principio ético que debe regir toda acción: “En lo de la vida Dios lo ordenará como Él fuere servido; a mí me quedará el contentami­ento de haberla perdido por hacer lo que debía y por remediaros, y no soy obligado a más”.

Obama es un creyente en tiempos de zozobra de la fe. Una fe a la que dio forma y sustancia en el trabajo social que desarrolló entre las comunidade­s negras más pobres de Chicago. En el viaje que realizó en 2008 a Oriente Medio, poco antes de su elección, confiesa que sintió “los desafíos que me aguardaban si ganaba y la gracia divina que iba a necesitar para cumplir la tarea”. La ref lexión parece inaudita en un político occidental del siglo XXI: no elude su responsabi­lidad pero se confía en las manos de Dios. La tarea es la justicia y la igualdad en su país, la paz en el mundo. Está abrumado por el futuro que le espera: el 24 de julio, cuando llegó al Muro de las Lamentacio­nes, inclinó la cabeza ante aquellas piedras milenarias, como un peregrino más, “y me quedé inmóvil en un silencio contemplat­ivo”. A continuaci­ón enrolló su trocito de papel y lo empujó al fondo de una grieta en la pared. “Señor –había escrito–, protégenos a mi familia y a mí. Perdona mis pecados y ayúdame a mantenerme a salvo del orgullo y el desánimo. Dame la sabiduría necesaria para hacer lo que es correcto y justo. Conviértem­e en un instrument­o de tu voluntad”.

¿Cómo entender su oración en un tiempo como el nuestro?, en una sociedad como la nuestra materialis­ta e individual­ista, donde el dios etéreo del deísmo, un dios sin calificati­vos y sin nombre, se ha convertido en un producto más en los supermerca­dos de las necesidade­s humanas. Un ser supremo cuya existencia, hábilmente trazada por P. Hazard, no exige un acto de fe y ni siquiera una teología, una moral, unos ritos piadosos o una compasión ante el mal ajeno, sino un mero deseo, paradójica­mente intelectua­l, que puede ser satisfecho en cualquier momento y del que también se puede prescindir.

El día de su toma de posesión, antes de que sonaran las trompetas anunciándo­le, cerró los ojos “y repetí la oración que me había llevado hasta allí y que seguiría repitiendo cada una de las noches en que fui presidente”. Una oración dando gracias “por todo lo que se me había dado, una oración para que Dios me guiara” concluye Obama. Para el emperador y el presidente “la fe es la garantía de lo que se espera” (Hebreos 11:1-39). Leer la epístola paulina sería suficiente para contar a ambos entre aquellos hombres que según el apóstol, “por la fe hicieron justicia, alcanzaron las promesas, cerraron la boca a los leones, apagaron la violencia, fueron valientes en la guerra, hombres de los que no era digno el mundo”. No es indiferent­e que tratemos estas cosas. La fe en Dios no es una cuestión indiferent­e.

La lectura de ‘Una tierra prometida’, de Obama, me recordó las Instruccio­nes que Carlos V redactó para su hijo, el príncipe Felipe

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