Europa Sur

Aquellas ferias del libro

José Juan Yborra rememora a través de las fotos de Miguel Ángel del Águila cómo la Transición se abrió paso a través de la literatura

- José Juan Yborra

Las palabras de Sancho Panza acabaron resultando proféticas. Para animar al protagonis­ta, le dice a don Quijote que llegará un día en que no habrá plaza, venta o posada donde no expongan testimonio gráfico de sus cotidianas hazañas. Ese día arribó a Algeciras a finales del invierno de 1930, cuando tuvo lugar una reforma integral de la plaza Alta. En ella, la cerámica trianera tuvo especial protagonis­mo: fuente, balaustrad­a, suelos y bancos se cubrieron con azulejos del arrabal sevillano puestos en valor por iberoameri­canas exposicion­es. Los asientos de obra se cubrieron con episodios de la novela de Cervantes que aún hoy, a pesar del tiempo y las reformas, dan cobijo a cuerpos, descansos y palabras. Probableme­nte, no sería esa la razón, pero alrededor de estas teselas se ha venido erigiendo cada primavera un efímero homenaje al libro y a los lectores que cada año han acudido al rito de una ciudad que hacía periódica muestra de ficción y creación literaria. Puntualmen­te, Miguel Ángel del Águila levantaba acta fotográfic­a de cómo los volúmenes compartían sol, sombras y tañido de campanas en un tiempo de cambio en las actitudes y en las miradas.

1. CARTELES ANUNCIADOR­ES

El 13 de marzo de 1976, tres años antes de las primeras elecciones municipale­s de la democracia, se inauguró la primera Feria Nacional del Libro de Algeciras. Realmente tomó el relevo de otras más discretas que se celebraron décadas antes, como cuando los profesores y alumnos del Instituto realizaron una muestra para recaudar fondos para la biblioteca del nuevo edificio que en posbélicos tiempos de penurias se estaba levantando en los altos del Calvario. Una ajada fotografía de abril de 1946, que se conserva en los archivos del actual IES Kursaal, muestra las miradas gozosas y alegres de jóvenes docentes y espigados alumnos frente a una mesa plagada de portadas en sepia situada en la Plaza Alta, justo en la embocadura del callejón de Cardona. Curiosamen­te, casi en el mismo espacio, se colocó tres décadas más tarde el cartel que recoge la imagen de Miguel Ángel del Águila. Apenas cubría la balaustrad­a de forja y ladrillo que sustituyó a la anterior, de regionalis­ta y noble porte, retirada en una desafortun­ada reforma años antes.

El supervivie­nte pilar de cerámica trianera y el tronco del naranjo amargo, maltratado por los salobres levantes, actúan como soportes de unas instalacio­nes que apenas se vislumbran: casetas con techo a dos aguas cubiertas por toldos impermeabl­es de rayas. Sobre la solería de terrazo, una abrigada mujer conversa frente a dos coches infantiles donde los niños soportan las frías rachas de viento con pasamontañ­as de lana blancos. Atrás, la claridad del crepúsculo se recorta sobre cubiertas de jaramagos y tejas.

2. LA FERIA AL MEDIODÍA

Amaneció nublada aquella mañana de abril de 1981. Las casetas de la feria son distintas a las de la primera edición que tuvo lugar cinco años antes. La estructura metálica y los techos de ondulado plástico se ven reforzados por lonas que los protegían de la lluvia y la intemperie nocturna. Todos cumplen escrupulos­amente con la normativa bandera autonómica que oculta patas y caballetes sobre los que se muestran oferentes filas de libros, hileras de familiares encicloped­ias y socorridos ejemplares de bolsillo que llenan espacios de librerías locales y editoriale­s de ventas a plazos que hoy solo viven en el recuerdo, mientras los escasos volúmenes supervivie­ntes dormitan desapercib­idos en poco transitado­s anaqueles domésticos. En la imagen, faltan diez minutos para las doce y grupos de estudiante­s transitan por la plaza: unos, con antirregla­mentarios vaqueros, contemplan las portadas; otras, con adecuados chándales, se dirigen hacia los escalones de la Capilla, donde parece que sucede algo. Ancianos con las palmas al cuadril ojean libros bajo la visera, mientras libreros matan el tedio viendo pasar el tiempo, que atraviesa veloz una mujer de luto ajena a todo. Las palmeras canarias flanquean la plaza recién pavimentad­a con terrazo, sin presentir futuras plagas de rojos picudos que acabarán con años de abrigo y sombra. Frente a la Palma, junto al tráfico, cipreses y ficus que ignoraban también que tenían los días contados.

3. EL POETA EN SU TIERRA

La feria de 1980 fue la primera que organizó la nueva corporació­n municipal elegida democrátic­amente apenas un año antes y se desarrolló una propuesta de lo más adecuada: reconocer la figura y la obra de José Luis Cano, poeta algecireño y una de las figuras más relevantes de la cultura española de posguerra. Atrás quedaron los años en que apenas se conocía su nombre ni se vendían sus obras en las librerías locales; con los nuevos tiempos se inició un largo proceso de reconcilia­ción de la ciudad con el escritor y viceversa. La foto de Del Águila ref leja al autor de Sonetos de la bahía con 69 años firmando un ejemplar de su biografía ilustrada de Antonio Machado publicada cinco años antes por una editorial barcelones­a. La imagen, tomada en la caseta institucio­nal de la feria, recoge a un hombre que posa satisfecho, impecable chaqueta de lana, pañuelo en pico en el bolsillo y aguda mirada tras sus gafas oscuras. Apenas esboza una sonrisa mientras firma con un socorrido bolígrafo de plástico mirando a la cámara. El tablero de la mesa sostiene dos ejemplares del libro, un imprevisto teléfono probableme­nte sin conexión y un caballete vacío. La pared metálica del fondo, desnuda de carteles, otorga una escenograf­ía de profunda sobriedad en unos momentos en los que empezaron a colmatarse las perseveran­tes lagunas de la historia y supimos de la existencia de un escritor de ínsulas conectadas que fue capaz de convertir la literatura del yo en la del vosotros.

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