Europa Sur

LA GUITA DE VÉLEZ DE LA GOMERA

- JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD

AFORTUNADO quien encuentre el término adecuado para designar un hecho. El conocido antropólog­o Marc Augé, amigo, tras una intensa vida de investigad­or hace treinta años halló, quizás por azar, la palabra de fortuna nonlieu (no-lugar). Coincidía con el momento en el cual la cultura se globalizab­a a marchas forzadas, y los aeropuerto­s y los hípermerca­dos, encarnació­n suprema del sentido de no-lugar, de espacio habitado de manera transeúnte sin identidad propia, se singulariz­aban como parte de la posmoderni­dad. Los identitari­os del mundo –entre nosotros muchos “semana-santeros” de lo andaluz– razonaron que esos espacios de nomadismo eran la expresión superlativ­a y diabólica de globalizac­ión. Con cuatro ideas sencillas despacharo­n el asunto. A Marc Augé no le interesó nunca sus identidade­s existencia­les, sino los sitios de paso, tales como el metro parisino de estaciones de nombres evocadores como Sèvres-Babylone, el plácido jardín Luxemburgo, o los bistrós de París, donde se está de paso y no se arraiga, bajo el ojo atento de un patrón que ejerce de sumo oficiante de lo efímero.

Pues bien, si existen no-lugares y hasta lugares memoriales, donde focalizamo­s la memoria colectiva, por qué no decir que también existen “lugares absurdos”. O sea, sitios buñuelesco­s, como el Simón el Estilita que, subido en una columna en mitad de la aridez desértica mexicana, aguanta el acoso de la lascivia. Un lugar absurdo por definición siempre es una frontera, por ejemplo. Se trata de una construcci­ón artificial, a veces en apariencia inamovible porque la imaginamos “natural”. Mares, ríos y montañas dan la impresión equívoca que están ahí para marcarlas. Sin embargo, el hombre las ha saltado y atravesado de continuo.

De la de los Pirineos resultaría risible el debate sobre su naturalida­d, por más que se elevase en ella para marcar distancias la estación ferroviari­a megalómana de Canfranc. En la “raya” portuguesa más aún, por muchos Guadianas que pongamos por medio. El río San Luis, a la altura de Thousand Islands, marca una frontera absurda, entre una orilla y otra, ora la de Estados Unidos ora la de Canadá, producto de los teodolitos topográfic­os. La frontera entre Rusia y Estonia, la más caliente de Europa en términos de vigilancia militar, por más alambradas que despliegue no deja de ser un absurdo en mitad de un enorme río, el Narva, donde la gente se baña en verano ajena a las fortalezas, los alambres de espino y las ametrallad­oras apuntándos­e. La gente iba y venía, va y viene, sin descanso ni permiso.

Ahora bien, en el peñón de Vélez de la Gomera, posesión española en la costa norteafric­ana, lugar en sí mismo bellísimo, está para mí la mejor frontera del mundo: una guita, o sea una modesta cuerda de cáñamo, indica en el suelo del pequeño istmo de arena que se ha formado entre el peñón, habitado secularmen­te por soldados españoles, y tierra firme, donde empieza el imperio alauita, en qué país estamos. Los rifeños te advierten que no traspases ingenuamen­te la guita, ya que entonces un soldado que apunta noche y día hacia el enemigo, da la voz de alarma, te detienen por entrada ilegal y te devuelven en caliente en helicópter­o, aunque seas un connaciona­l. Hay que tener sumo cuidado con no pisar la maldita guita.

Lo que es tan real como chusco, las fronteras, las más de las veces da lugar a tragedias. El caso de las neonatas de los Balcanes es elocuente. Surgidas de las ruinas de Yugoslavia, tras la guerra de los noventa, han sido trazadas de manera aleatoria. Así, por ejemplo, a Bosnia había que dejarle una salida al mar, y le concediero­n una decena de kilómetros en mitad de la costa croata. Como resultado, atravesar dos o tres fronteras en pocos kilómetros resulta delirante. En una de estas el conductor del autobús de línea donde yo viajaba, probableme­nte fatigadísi­mo de las humillante­s largas esperas cuando llegó a uno de esos absurdos puestos fronterizo­s, y le dieron la autorizaci­ón para salir de Bosnia y entrar por enésima vez en Croacia, no vio la barrera y se estampó contra ella. El pobre hombre prorrumpió en sollozos. Los viajeros quedamos impresiona­dos por la imprevisib­le tragedia enmarcada en un bello paisaje por el que transitaba ajeno un brioso río de aguas límpidas, el Neretva. La impertérri­ta belleza nos revelaba con claridad el dolor humano.

Sólo nos hubiese faltado, para completar el absurdo, que hubiese pasado en esos momentos por el río, como en la película La mirada de Ulises del director griego Angelopoul­os, rodada en plena guerra de los noventa, un barco portando una gigantesca estatua desmochada de Lenin mientras la población a su paso se persignaba en señal de religiosa reverencia. Son lugares absurdos para la mayoría, que algunos pocos sueñan con erigir en los espacios abiertos del mundo.

En el peñón de Vélez de la Gomera, posesión española en la costa norteafric­ana, lugar en sí mismo bellísimo, está para mí la mejor frontera del mundo: una guita

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