Europa Sur

¿EL DÍA DE QUÉ?

- MAITE ARAGÓN

Hasta que no emana de manera natural el mal carácter, no se puede decir que un librero, o librera, haya llegado al culmen de su profesión. Una vez aquí, ya se ha consagrado

EL último 23 de abril podría haber sido un 23 de abril más; una jornada algo llamativa en la librería, pero sin destacar, con ese matiz agridulce cuando tienes la sensación de que algo grande no parece, sin embargo, reconocibl­e. Pero a este Día del Libro se le borró lo agrio y se le quedó lo dulce. Y algunos libreros no estábamos listos para aquel giro inesperado de la trama. Como librera, el impulso de los primeros años siempre me había pescado en abril con la inspiració­n venida arriba para hacer mucho con poco (aunque el año pasado celebrara en julio Santa Brígida en lugar de Sant Jordi, por las exigencias del guión Covid). Terminas sacándote de la chistera varias acciones en torno al libro, con la sola excusa de crear motivos para venir a las librerías. Y, sin darte cuenta, tu pequeño rincón privado hace las veces de propuesta cultural pública, sin serlo, y ya no sabes por dónde ha venido el pliego con el que te han dado el cambiazo. Pasan varias de estas efemérides cada vez más cínicas: ¿el día de qué? La dopamina se te va por el desagüe con la vocación y ya no sabes si quieres que ocurra aquello que añorabas: que vengan en masa un 23 de abril a tu librería, a tocarte los… libros. Libreros Anónimos: tendríamos que hacer terapia de grupo. Ya no estás segura de si quieres compartir la librería con los seres de manos curiosas que cambian libros de sitio; por no decir que aborreces las estúpidas novedades que vienen a sustituir unos libros por otros de manera antojadiza. Ya lo han conseguido. Por fin te graduaste. Hasta que no emana de manera natural el mal carácter, no se puede decir que un librero, o librera, haya llegado al culmen de su profesión. Una vez aquí, ya se ha consagrado. Enterrado en libros, no necesariam­ente nuevos, prefiere de su compañía a la de las personas. Y de soslayo, sigue mirando la entradilla de las noticias del mediodía un 23 de abril, rumiando palabras mientras las imágenes se repiten: miles de personas, con sus libros, con sus rosas y su f lamante tradición. Pero en el resto de España no ocurre así.

Nuestro amigo Vicente Clavel, no rosa, promotor de la festividad, no imaginaba la trascenden­cia económica de su propuesta: los libreros catalanes debieran haberle instalado una estatua de bronce del tamaño proporcion­al al peso que representa­n las ventas del susodicho día en su cifra anual. El resto de libreros iríamos en peregrinac­ión, expiando lecturas por el camino, puedo imaginarlo, a rozar con nuestras manos sus zapatos de bronce, hasta gastarlos, para contagiarn­os de prosperida­d.

Se dice que el libro, y la lectura, ha sido uno de los bienes refugio en los que la población ha encontrado asilo durante los meses del confinamie­nto duro, protección frente al estímulo catastrofi­sta continuo que nos esperaba en nuestros televisore­s y en nuestros dispositiv­os. La página de papel nos protege de las sanguijuel­as de datos, de los piratas que entran en casa navegando por tu fibra óptica y tu tarifa plana: la celulosa funciona de frontera natural. Los libros nos cuentan historias, ajenos al algoritmo. Los libros construyen la comunidad.

Ha sido un Día del Libro atípico. Comenzábam­os la jornada esperando el mismo sabor agridulce de otros años y, sin embargo, la mueca árida de muchos libreros pareció torcerse a sonrisa: ¿podía ser cierto? Parecía que faltaran las luces de Navidad y el parpadeo frenético sustituyen­do al latido. Sin haberse previsto el ambiente de la fiesta, sintiendo que, una vez más, los libros habían sido eclipsados por cualquier noticia catastrófi­ca o folclórica, la gente fue acercándos­e a la librería como si se tratara de una romería tardía, el partido que se perdió o el espectácul­o aplazado. Entraba con afluencia y naturalida­d, con apetito, buscando el libro que le hiciera de techo, o de zapatos para caminar o el libro como parque de atraccione­s. Y se llenó tanto que hicieron que este Día del Libro fuera el mejor de nuestra pequeña historia de libreros, igual en diferentes ciudades inconexas. Y creo firmemente que, desde su propia dimensión desconocid­a de la realidad, desde la que deben estar ejerciendo su buena inf luencia sobre estos tozudos mortales que se resisten al placer de la lectura y las bonanzas del libro, Arienne Monnier o Sylvia Beach, desde la Rue l’Odeon parisina, Héctor Yánover, desde la calle Corrientes bonaerense, Frances Steloff, desde una Gotham Book fantasma, y todo el panteón de ilustres libreras y libreros de toda la historia, todos ellos… porque si no, no me lo explico, deben haber tenido algo que ver. El manto de su protección caiga sobre nosotros. Feliz No Día del Libro.

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