Europa Sur

ESCOCESES DE ESCOCIA

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

TRAS la victoria del SNP, el Partido Nacional Escocés, las fuerzas independen­tistas de la señora Sturgeon se ven más cerca de un referéndum que los aleje de la Pérfida Albión (Lope) y los aproxime, siquiera vagamente, a la Europa raptada por el coronaviru­s. No es cuestión de detenerse ahora en ello, pero parece lógico que el chauvinism­o exacerbado que propició el Brexit, con el señor Johnson de tenor y el señor Farage de barítono, tenga su eco en este repunte de lo escocés, en esta vindicació­n de los highlander­s,

cuyo futuro, de naturaleza esquiva, habrá de deparar, sin duda, horas de incertidum­bre y de amargura a ambos lados de las Lowlands.

Trevor-Roper tiene explicado cómo la tradición escocesa es fruto de una profunda y reiterada mixtificac­ión de la irlandesa, que incluye las costumbres y la indumentar­ia de una zona marginal e inhóspita como las Highlands. Sin embargo, no queremos detenernos ahora en el kilt y su reciente división en clanes (asunto éste que debe atribuirse a la florida imaginació­n de sir Walter Scott, con motivo de una visita de Jorge IV a Edimburgo), sino en una cuestión paralela, cual es la importanci­a de los escoceses en la imagen de la Gran Bretaña imperial. ¿Cómo van a convencern­os de que Conan Doyle y Robert Louis Stevenson son un

epítome de lo escocés y no la expresión más depurada del Londres victoriano? ¿Y cómo aceptar que la caballeros­a épica de sir Walter Scott no guarda relación alguna con el romanticis­mo británico? La filosofía de Hume y Adam Smith son hijas de Edimburgo, de la Atenas del Norte, como se le llamó entonces, en cuya universida­d ejerció más tarde Joseph Bell, el forense con carrick que daría ocasión al personaje de Sherlock Holmes. De modo que la Gran Bretaña del XVIII y el XIX, esto es, la Gran Bretaña empirista, librecambi­sta y metropolit­ana, no parece que pueda deslindars­e fácilmente de Sherlock y Watson, de Jeckyll y Hyde, de la doctrina económica de Smith o de los rudimentos empíricos de Hume. Tampoco de la vasta ensoñación medieval que propició sir Walter, ni del morboso interés por los crímenes (crímenes ocurridos al amparo de la multitud y la noche, como recordaba Coleridge) que glosó con admiración un inglés trasterrad­o a Escocia como De Quincey.

Esto implica que cuando los independen­tistas escoceses se pongan a ver cuál es su ser específico e intransmis­ible, igual descubren que son la imagen viva de lo inglés. Y por mejor decir, de lo británico.

Trevor-Roper tiene explicado cómo la tradición escocesa es fruto de una profunda mixtificac­ión de la irlandesa

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