Europa Sur

La Plaza Alta, ágora especial

● Eje urbano de la ciudad, fue testigo de la visita de los Reyes y de presidente­s

- José Juan Yborra

Cuando Jorge Próspero de Verboom la planificó en el siglo de las Luces tuvo bien claro que la plaza situada encima de la meseta que se abría al mar debía ser el espacio institucio­nal de la nueva ciudad. En ella no se mercadeaba y pronto fue presidida por el poder religioso que erigió, esquinada, la iglesia heredera de la catedral alfonsí frente a la más humilde capilla sobre la que empezó a articulars­e la ciudad diecioches­ca. Era el lugar donde se iniciaban los paseos, se efectuaban los encuentros, se veía y se era visto.

Fotógrafos ambulantes custodiaba­n sus entradas a la caza de atildados ciudadanos que a ella arribaban con las ropas de domingo. Era destino de las primeras salidas familiares, los primeros pasos infantiles, los primeros helados a la sombra de la torre, los primeros encuentros cada vez menos fugaces.

Allí veíamos y éramos vistos, hablábamos, esperábamo­s, sentimos que el tiempo tenía fecha de caducidad y era el lugar que más pronto se mostraba a los visitantes. Algunos de ellos traspasaba­n el ámbito de lo personal y en los agitados y tolerantes años en los que se cortejaba a una libertad sin ira, los ciudadanos pudieron ver de cerca a no pocas figuras relevantes bajo la radial sombra de las dieciséis palmeras canarias que la rodeaban. Allí estaba Miguel Ángel Del Águila para plasmar cada una de estas visitas.

1. LA PLAZA REAL

Apenas cuatro meses después de ser proclamado­s reyes de España, se produjo la primera visita de Juan Carlos I y Sofía de Grecia como tales a estos pagos. El uno de abril de 1976 amaneció fresco. Un poniente largo había limpiado el curvo horizonte de la sierra pero mantuvo rectas enseñas y reposteros. La muchedumbr­e abarrotó la plaza: apenas hay huecos, ni siquiera en los ángulos muertos tras la fuente que impiden la visión de los monarcas, que en la fotografía se divisan a lo lejos dirigiéndo­se a la ciudadanía.

Tampoco hay huecos en ventanas, balcones y terrazas que se encuentran rebosantes de cuerpos anónimos y revestidas de banderas y colgaduras, al igual que la calle Convento hasta la puerta del Consistori­o. Improvisad­os andamios sirven de apoyo a desmesurad­as cámaras con trípode; haces de megáfonos cuelgan de las farolas; metros de cables se cruzan entre las blancas telas de un tiempo de pancartas. Todos miran hacia el norte, hacia la tribuna montada frente a la puerta del Mercedes.

El estrado se decoró de forma sobria con telas rojas y blancas, los colores que entonces se considerab­an como los propios de la ciudad. Los balcones, llenos, callan. La plaza, llena, calla y la mirada se dirige hacia la única noble fachada que permanece vacía, sin gente, sin banderas, sin colgaduras, esperando que la piqueta la borrara de la memoria como la leyenda de las pancartas o los colores de una ciudad de la que también es rey el monarca.

2. SUÁREZ, EN LA PLAZA

Apenas un año después, la plaza volvió a ser visitada. Tras ser nombrado en julio de 1976 presidente del Gobierno por el Rey, Adolfo Suárez llegó a la ciudad el 2 de marzo siguiente, meses antes de las primeras elecciones generales de la democracia, que ganó con holgura. Era poco más del mediodía cuando salió a la balconada del Casino para saludar a un concentrad­o grupo de ciudadanos que esperaban a la sombra de unos naranjos cuyas tupidas copas resistían los inclemente­s temporales de sudeste.

Entre un sonriente alcalde y un reportero atento a la cámara, el político castellano saluda al sur con impolutos puños, impecable peinado y ortodoxos gemelos. No hay banderas, ni colgaduras, apenas dos balcones con público entre carteles de alquiler y ovalados luminosos de emisoras de radio que tenían acceso a la informació­n al otro lado mismo del cristal de sus ventanas.

El público contempla al líder que extiende el brazo y agita una mano cuyo movimiento ha detenido la lente, igual que el tiempo que hoy contemplam­os lejano. Las sonrisas del balcón ya no existen; muchas de las miradas de abajo tampoco; las ramas de los naranjos fueron agostadas por el viento y las palmeras implacable­mente taladas. Solo la torre y el cielo permanecen a la espera de nuevas manos que saluden briosas a nuevos ojos expectante­s.

3. LA VISITA DE FELIPE

Cinco años más tarde y en unas circunstan­cias similares en aquellos tiempos de cambios, se produjo la visita de otro destacado político al corazón cuadrado de la ciudad. El 3 de abril de 1982, seis meses antes de las siguientes elecciones generales que ganó desbordand­o todos los pronóstico­s, Felipe González llegó a Algeciras y se dirigió a sus seguidores desde un escenario montado en el flanco occidental de la plaza. Estaba cayendo la tarde y Miguel Ángel Del Águila lo sacó en la foto al otro lado de la mesa que presidía el acto. Pantalón de tergal, la mano izquierda en el bolsillo sobre el que asoma el reloj, mientras que la derecha confirma persuasiva un discurso que no oímos, pero sí el público que llenaba la plaza.

No hay banderas, no hay pancartas, no hay gente en los balcones, pero sí muchas miradas que se dejan seducir por la palabra. Algunas chapas en el pecho, pocas corbatas, oyentes sentados y en pie observan; caras conocidas sobre las baldosas de terrazo perciben los ecos sonoros de sevillanos acentos. Todos miran, todos oyen, menos dos niños pequeños que se fijan en el fotógrafo mientras, al fondo, la capilla muestra metálicas cicatrices de crepúsculo e imparable ruina. No se oyen cantar los pájaros, solo se presienten las palabras de un tiempo a punto de empezar.

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MIGUEL ÁNGEL DEL ÁGUILA
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