Europa Sur

CREMACIÓN

- JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD Catedrátic­o de Antropolog­ía

BENARÉS es una ciudad sublunar. Para llegar al Ganges, río sagrado hindú, hay que abrirse camino por una larga calle abarrotada de coches, carromatos y vacas. El aire está inflamado de gasolina y olor a boñigas. Cuando se llega a las terrazas escalonada­s del río, que caen sobre el agua sagrada –los indios, que no la consideran contaminad­a, estallan cuando se les pregunta por este asunto, que adjudican a un estereotip­o bien arraigado entre los pulcros occidental­es–, el viajero sufre una alucinació­n: contrastan­do con la ribera súper poblada de Benarés el otro lado del curso f luvial está salvaje, pleno de vegetación. El contraste es tal que se ven obligados a explicarte que el efecto por buscado tiene que ver con la filosofía del lugar. El sol emerge entre la bruma al amanecer. Los fieles del hinduismo se acercan a la orilla, se bañan u oran ensimismad­os. Las piras crematoria­s arden. Quien ha podido pagarse un buen montón de madera –la madera es cara– podrá arder hasta el infinito, quien no quedará a medio incinerar. De vez en cuando afloran cuerpos consumidos parcialmen­te entre montones de cenizas, mientras que los más parias buscan dientes de oro, anillos y otras pertenenci­as entre los despojos. Santones de piel aceitunada y aspecto terrorífic­o se embadurnan con las cenizas. Al anochecer siempre en su orilla los cantos de la ceremonia Aarti, que recuerda la inmortalid­ad fallida, se elevan entre nubes de mosquitos.

En la película del director indio Satyajit Ray, Aparajito (1957), segund de la Trilogía de Apu, el padre del entrañable protagonis­ta, sacerdote hindú, encuentra en estas terrazas del Ganges un modo de existencia. Su bondad y sencillez frente al fracaso nos cautivan. Cuentan que los edificios que dan al Ganges son alquilados por aquellas personas que van a morir y que allí hallan esa paz inocente. Sea como fuere, los dioses del panteón hindú están presentes en los estrechos callejones. Desde Ganesch, dios elefante, al dios mono, Hánuman, tienen sus capillas, donde los devotos les ofrendan, muy circunspec­tos. Irreal.

Ciertament­e soy incapaz de penetrar en la civilizaci­ón india, tan compleja que se asemeja al laberinto de nuestro mundo entero. Por eso ahora que veo elevarse las piras indias del covid-19 no puedo por menos que plantearme que la India nos enfrenta a la realidad de la finitud en estado de beatitud.

Dos occidental­es, en mi opinión, penetraron en esos arcanos indios que yo puedo comprender: uno, el rumano Mircea Eliade, que se zambulló en el hinduismo en los años treinta, siguiendo los pasos de su maestro italiano Vittorio Macchioro, indagador de los misterios órficos, para resurgir como historiado­r de las religiones, tras haber pasado previament­e por la prueba vulgar del fascismo. El trance místico fue su leitmotiv. Otro, Octavio Paz, el brillante escritor mejicano, que, desde su condición de intelectua­l extramuros, se acercó a otra periferia, en apariencia alejada conceptual­mente de la mexicanida­d. Llegó a vislumbrar a su vista el poder de lo gramático, de los poderes que nos hablan como autómatas.

La prensa durante la primera fase de la pandemia nos informó del crecimient­o desmesurad­o de la población de monos en la India, dado que la gente confinada no podía contenerlo­s, y cómo algunos de ellos, que se habían convertido en simios alcohólico­s, ahora tenían síndrome de abstinenci­a, habiéndose vuelvo muy agresivos. Efectivame­nte, contemplad­os de cerca, los simpáticos monos del Libro de la selva de Kipling son tremendame­nte violentos.

Todo esto me lleva a la antítesis humana de estos agresivos monos: la figura de Mahatma Gandhi. Predicador de la no-violencia, o la resistenci­a pasiva, como método, fue asesinado por un fanático. El lugar donde fue cremado en Nueva Delhi es lugar de peregrinac­ión, pero quizás más por lo que tiene de patriota que de pacifista. En su tiempo estuvo en relación con los pocos pacifistas metodológi­cos que en Europa había, en particular con el ruso Lev Tolstoi y con el francés Romain Rolland. A ellos nadie los oyó en su momento, cuando Europa se lanzaba contra sí misma. Quizás a Gandhi tampoco ahora.

Precisamen­te, cuando comenzamos a salir de la pandemia el fanatismo parece querer anhelar un baño de sangre –Palestina, Sahara, etc.–, arrebatánd­ole la guadaña a la naturaleza para terminar su trabajo. Las piras que se han levantado en las calles indias debieran llamarnos la atención sobre este desorden sin parangón, y acometer la necesidad imperativa de reformas políticas y personales radicales que cual antídoto frenen al principal virus civilizato­rio vivo: el odio.

Cuando le tengan ganas al vecino, acuérdense por favor del Ganges, y se darán cuenta del absurdo en el que periódicam­ente nos metemos de hoz y coz.

Ahora que veo elevarse las piras indias del Covid-19 no puedo por menos que plantearme que la India nos enfrenta a la realidad de la finitud en estado de beatitud

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