Europa Sur

NO SON LOS NÚMEROS

- ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA

COMO médico intensivis­ta estoy acostumbra­do a tomar decisiones clínicas con el apoyo de los datos. Pero en la pandemia, todos los profesiona­les hemos tenido que adaptarnos a la incertidum­bre. Las vacunas contra el SarCov-2 ha dejado un reguero de cuestiones sin aclarar: no sabemos aún cuánto varía la eficacia real entre ellas, cómo actúan en quienes tienen mayor riesgo de enfermedad grave –no suelen estar representa­dos en los ensayos clínicos que, naturalmen­te, se realizan con muestras de individuos sanos–, cuánto tiempo dura la inmunidad, qué capacidad tienen para reducir la transmisió­n del virus, etcétera. La confianza de los ciudadanos en la seguridad de la vacunación se hundió después de que en EEUU se detuviera por unos días la inmunizaci­ón con Johnson & Johnson. Se pudieron identifica­r varios casos de una enfermedad rara entre mujeres de menos de 60 años, caracteriz­ada por trombosis en vasos del cerebro y el abdomen y bajo recuento de plaquetas en sangre. Y se concluyó que el beneficio de su efecto protector supera con creces el riesgo remoto de este grave efecto adverso. Poco tiempo después ocurrió lo mismo en Europa. La EMA (Agencia Europea del Medicament­o) investigó efectos parecidos con la de AstraZenec­a. Pero aquí no se han ofrecido indicacion­es claras sobre riesgos y beneficios. La EMA calcula que los casos raros de trombosis aparecen en casi 1 de cada 100.000 vacunados, y recomienda –salvo para quienes han padecido el referido efecto adverso– continuar la segunda dosis con la misma vacuna. Ante la ausencia de medidas concretas para reducir ese riesgo, el Ministerio de Sanidad español ha aconsejado, en cambio, combinar otras vacunas en la segunda dosis (pauta heteróloga) en menores de 60 años. Así las cosas, la confusión está servida. Como era de esperar, muchas personas, entre vacunadas y no vacunadas, se han vuelto reticentes. Hay que reconocer que estas incidencia­s ponen de manifiesto el filo de navaja sobre el que basculan las autoridade­s.

La vacunación representa el arsenal disponible para proteger a las personas. Al margen de las medidas preventiva­s esenciales (mascarilla­s, lavado de manos y distancia física), la inmunidad colectiva se adquiere si se vacuna más del 65% de la población. Pero la inoculació­n arrastra sus riesgos, y estos deberían comunicars­e pronto y de forma diáfana, para que no se rompa la confianza social y, al mismo tiempo, se preserve la ética científica. Y aunque los datos sobre seguridad son un campo de minas por la velocidad con la que cambian, eso no impide que tal dinámica se comunique con la debida claridad. No sorprende la preocupaci­ón generada en los ciudadanos con el caudal de noticias dispersas, fragmentar­ias y, a veces, contradict­orias aparecido sobre la seguridad de las vacunas. Si bien la pausa que ordenaron los gobiernos americano y europeos demuestra que los sistemas de monitoriza­ción funcionan, es evidente que no logran comunicar la informació­n con claridad. Los ciudadanos necesitan contextual­izar los datos, más allá de conocer el número de afectados. Necesitan saber qué significa para ellos la probabilid­ad de un caso de reacción grave entre cien mil vacunados; comunicar en esa clave debería ser un reto para las autoridade­s. Como clínico sé que las personas perciben el riesgo en salud con la inevitable carga de la subjetivid­ad. Por eso, en toda informació­n sobre riesgo hay dos elementos con los que contar a la hora de tomar decisiones: la probabilid­ad de que algo suceda y el impacto que ese algo tiene en la vida de uno. No se trata sólo de conocer la probabilid­ad de que se presenten dolores musculares después de recibir una dosis de vacuna de la gripe, sino saber también qué representa­n esas mialgias en la situación personal. El significad­o de esos síntomas para un médico cargado de guardias segurament­e difiera del que pueda tener en otra persona, digamos, con tiempo libre para recuperars­e. Al igual que en otros aspectos de la vida cotidiana, la transparen­cia es la clave de la confianza. Afortunada­mente, se ha demostrado que informar sin ocultar incertidum­bres no contribuye a crear confusión, ni siquiera a dar alas a los negacionis­tas. En mi trabajo en UCI percibo que cuando una familia se siente bien informada sobre la incertidum­bre que como médicos arrastramo­s sobre posibles resultados en un paciente, comprende mejor nuestra actitud y se siente más segura a la hora de compartir decisiones. Dice Amiel, el autor del interminab­le Diario íntimo, que “la incertidum­bre es el refugio de la esperanza”. En adelante las autoridade­s deberán comunicar lo que saben, y lo que no saben, involucrar a la sociedad en los debates, respetar sus opiniones y generar, transparen­cia mediante, la confianza con que afrontar las crisis venideras.

En toda informació­n sobre riesgo hay dos elementos con los que contar a la hora de tomar decisiones: la probabilid­ad de que algo suceda y el impacto que tiene en la vida de uno

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