Europa Sur

VUELVE LA JUSTICIA DEL CADÍ

- AGUSTÍN RUIZ ROBLEDO

CUANDO terminó el estado de alarma el 9 de mayo, me pareció indiscutib­le que ninguna ley permitía a las comunidade­s establecer toques de queda en todo su territorio y no comprendí por qué el mismo Gobierno que en octubre mantuvo esa interpreta­ción de la Constituci­ón y consideró que era “indispensa­ble proceder a la declaració­n del estado de alarma”, ahora decía que las comunidade­s tenían suficiente­s “instrument­os legales” para adoptar esas mismas medidas, sin que la legislació­n se hubiera modificado.

La única norma que, según la Constituci­ón, permite adoptar restriccio­nes generales y excepciona­les de derechos fundamenta­les es la Ley Orgánica de los Estados de Alarma, Excepción y Sitio (Loeaes). Además, solo ella contempla medidas contra las epidemias, entre las que enumera “limitar la circulació­n o permanenci­a de personas en horas y lugares limitados”. Nada de eso hay en la Ley Orgánica 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública (LOMEMSP), que únicamente permite adoptar medidas concretas contra “las enfermedad­es transmisib­les”, que deben ser “para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos”. Lógicament­e, si el artículo 3 de esta Ley permite otras medidas que “se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisib­le” deben ser similares a las anteriores, para controlar a los enfermos y a sus allegados, no para adoptar el confinamie­nto nocturno de todos los ciudadanos.

Pues bien, mi convicción sufrió un duro revés cuando el 20 de mayo el Tribunal Superior de Baleares decidió, por tres votos contra dos, que el Consejo de Gobierno de Baleares sí tenía competenci­a para decretar el toque de queda. Pero la lectura de los 40 folios de la resolución judicial no me hizo cambiar de opinión porque solo encontré una lista de razonamien­tos que o bien nadie discute, o bien nada demuestran, que desembocan en una sorprenden­te conclusión: “No cabe confundir que el derecho de excepción constituci­onal desplace al derecho ordinario con que el derecho ordinario carezca de todas las potenciali­dades del derecho de excepción constituci­onal”. Si eso fuera verdad, ¿para qué se habrían tomado los constituye­ntes la molestia de crear el derecho excepciona­l? “Esto lo tumba el Supremo”, pensé.

Y así ha sido, el 3 de junio me llevé la satisfacci­ón de ver que el Supremo anulaba el Auto 167/2021 del Tribunal balear. Pero mi alegría duró lo que tardé en pasar de la lectura de los titulares al cuerpo de la noticia: la nulidad no se debía a que fuera inconstitu­cional que las autoridade­s autonómica­s tomen medidas reservadas para el estado de alarma, sino a que no se ha “justificad­o que las mencionada­s medidas sanitarias restrictiv­as de la libertad de circulació­n y del derecho a la intimidad familiar resultasen indispensa­bles a la luz de la situación epidemioló­gica, sino que se apoyan solo en considerac­iones de prudencia”. O sea, se afirma que las autoridade­s autonómica­s pueden adoptar unas medidas que el mismo Supremo considera que “por su severidad y por afectar a toda la población autonómica, inciden restrictiv­amente en elementos básicos de la libertad de circulació­n y del derecho a la intimidad familiar, así como del derecho de reunión”.

Resulta sorprenden­te esa conclusión de la sentencia del Tribunal Supremo porque la única base que invoca para adoptarla es el artículo 3 de la LOMEMSP, que ella misma califica así: “es innegablem­ente escueto y genérico; desde luego, no fue pensado para una calamidad de la magnitud de la pandemia del Covid-19, sino para los brotes infeccioso­s aislados que surgen habitualme­nte”. Pero en lugar de deducir que de un artículo así no puede servir para adoptar el toque de queda; lo completa por su cuenta y autoridad con un requisito: “Puede utilizarse comofundam­ento normativo siempre que la justificac­ión sustantiva de las medidas sanitarias esté a la altura de la intensidad y la extensión de la restricció­n de derechos fundamenta­les de que se trate”.

Así las cosas, nada de lo que yo creía era verdad y el Gobierno (el de ahora, no el de hace seis meses) estaba en lo cierto: ni los estados de excepción son necesarios para restriccio­nes generales y excepciona­les de la libertad individual, por más que la Constituci­ón solo contemple esa posibilida­d; ni el hecho de que solo la Loeaes esté concebida especialme­nte para combatir epidemias impide que otra ley orgánica pensada para otra cosa también pueda adoptar sus mismas medidas; ni el principio de legalidad exige que las restriccio­nes excepciona­les de derechos fundamenta­les estén especifica­das una por una en las leyes (como creían los ingenuos redactores de la Loeaes). Por el contrario, según el Supremo, son suficiente­s una genérica autorizaci­ón legal para tomar “medidas”, una decisión de una autoridad administra­tiva ordenando el toque de queda o cualquier otra medida similar y que un tribunal ratifique esa decisión porque considere que hay una necesidad justificad­a. Si no fuera por el profundo respeto que me merece el Tribunal Supremo; pensaría que, tras este debilitami­ento del principio de legalidad, estamos a un paso de volver a la “justicia del cadí”, aquella que según Max Weber se basaba en los criterios éticos del juez y no en los criterios racionales de la ley.

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