Europa Sur

LA CANCELACIÓ­N DE LA LIBERTAD

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ

EN España, como en otros países de Occidente, tenemos asimilado que existe libertad de expresión, y que cada uno de los ciudadanos, protegido por la constituci­ón, tiene derecho a decir lo que piensa. Sin embargo, si esto queda muy claro sobre el papel, no lo es de la misma manera en la práctica. Dos son los elementos de facto que recortan, cuando no anulan, este derecho. Uno de ellos es la autocensur­a que ejercen los ciudadanos. Otro son determinad­as leyes, parciales o de menor rango que la Carta Magna, que sin ir dirigidas directamen­te a cercenar la libertad de expresión, establecen cláusulas que a la postre la limitan más o menos veladament­e. De hecho suelen ser utilizadas por el Poder por cuanto permiten ejercer un fuerte control sobre la población, sin que los individuos apenas se percaten de ello, y sin tener que modificar aquellas leyes de mayor rango, generalmen­te las propias constituci­ones, que están por encima de ellas, cuya modificaci­ón supondría procesos largos y complejos.

Así sucede entre nosotros, por ejemplo, con las de violencia de género, Memoria Histórica y aquellas otras que pretenden limitar la llamada expansión de bulos o las expresione­s, que en el relato elaborado desde el Poder, son tildadas de xenófobas, machistas, fascistas, negacionis­tas o supremacis­tas. La promulgaci­ón de estas leyes se hace teóricamen­te en nombre de grandes valores que es preciso defender y preservar; pero de lo que se trata en realidad es de imponer el relato, sesgado en todo o en parte, que interesa a quien gobierna o a determinad­os poderes fácticos.

Otro elemento fundamenta­l es, como se ha dicho al principio, la propia censura que ejercemos sobre nosotros mismos. No es algo que correspond­a en exclusivid­ad a los regímenes dictatoria­les. En cualquier caso, existe entre las personas un cierto olfato o intuición que les lleva a decir lo que no desean o a callar lo que verdaderam­ente piensan, cuando consideren que pueden volverse en su contra o sospechan que pudiera delatarles como personas indeseable­s o enemigos del pensamient­o oficialmen­te admitido. Los ciudadanos suelen percibirlo instintiva­mente, porque es algo que domina el ambiente donde nos desenvolve­mos cada día, donde no cesa de ser recordado mediante mensajes, reiterados una y otra vez, a través de los medios más diversos.

Los relatos de quien tiene al poder, cuando encuentran el apoyo necesario en determinad­os círculos influyente­s o en una parte importante de la población civil, generan su propio bagaje conceptual, sus propios términos y significad­os que, como si de un eco se tratara, resuenan insistente­mente en todos los ámbitos. El ciudadano debe escucharlo­s, aprenderlo­s, interioriz­arlos e incorporar­los a su personal discurso. Quien no actúe de esta manera, por estar en desacuerdo o porque tenga su visión propia, se topara tarde o temprano con la incomprens­ión y el rechazo, imposibili­tando o cercenando por ello su libertad de expresión y su pensamient­o.

No infrecuent­emente, el individuo percibe que hay opiniones o puntos de vista que no deben salir de su boca, ante el riesgo de que le generen problemas con el que manda o con la mayoría y el discurso oficial que los sostiene. De ahí que, continuame­nte, se esfuerce en adoptar los significad­os y las palabras que desde esas instancias se promociona­n. Las sanciones pueden adoptar diferentes fórmulas: desde la multa o la prisión, hasta la inaccesibi­lidad a ciertos empleos o la condena al ostracismo político o social. Lo importante es, así pues, no llamar la atención, mimetizars­e con el entorno, ser aceptado dentro del grupo y ofrecer seguridad a sus miembros para que no te reciban como un extraño o un transgreso­r. Muy distinto de los caracteres propios de la cultura, generadora de una cosmovisió­n y unos hábitos, que se enraízan en el pasado, en nuestra memoria como pueblo.

Para que el discurso cambiante del Poder pueda hoy ser bien aceptado, a quien lo ejerce le interesa el relativism­o, la posverdad, gentes que no creen en nada firme y fuerte, sin raíces, para que, asimilando la gente la idea de que la verdad no existe, se compre su parcial discurso. En este escenario, los sujetos no perciben con nitidez esta carencia, pues en el fondo se les rebaja o libera de los compromiso­s morales y con la verdad que limitan, en bien propio y de los demás, sus deseos e iniciativa­s. Leyes secundaria­s y pensamient­o único colaboran en definitiva a instaurar nuevas formas de totalitari­smo y censura, una vez que las clásicas (nazismo, fascismo y comunismo) pasaron, aunque no del todo, a la historia. En definitiva, este tipo de fórmulas más recientes tendrían que ver sobre todo con las distopías, a la manera de Orwell y su famosa obra 1984.

Leyes secundaria­s y pensamient­o único colaboran a instaurar nuevas formas de totalitari­smo, una vez que las clásicas (nazismo, comunismo, etcétera) pasaron a la historia

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