BARBARIE SALVADORA
CORRERÍA el año 2000, y la Agencia Española de Cooperación Internacional era una de las estrellas de la solidaridad internacional en Nicaragua. Allí había cientos de cooperantes españoles, no pocos con flamantes camionetas Toyota, gente vinculada a proyectos bien dotados, que en algunos casos se limitaban a dar de vivir bien a los propios empleados de la Agencia allí desplazados: conocí a jóvenes y “técnicos” que ganaban buena plata por desarrollar una obra en San Juan del Sur, adonde los cooperantes adscritos nunca habían ido en dos años, ni llegarían a ir, viviendo su compromiso en la divertida Managua. Otros eran objetores de conciencia, una fórmula alternativa al servicio militar todavía obligatorio. Cuartel ni diana: unas buenas vacaciones pagadas con pocas pesetas, que eran muchos córdobas. Por esos desahogos con causa –que huelga decir que no eran mayoritarios en proporción–, el entonces presidente Aznar encontró la excusa
perfecta para cepillarse a la Agencia, controlada por gente de izquierdas; o al menos dejarla lista y sin fondos.
Entonces la ayuda humanitaria era cosa de progresistas, una alternativa laica a la Iglesia católica y la caridad (de nuevo: no hablamos de la Cruz Roja u otras entidades acreditadas y necesarias). Poco a poco, se fue poniendo de moda entre las clases acomodadas mandar a sus hijos a sumarse a proyectos de ayuda en países del llamado tercer mundo. Se consideraba esto una buena forma de experimentar la cara desgraciada del planeta, e incluso llegó a considerarse un plus curricular a la hora de buscar trabajo en una consultora multinacional. Ese esquema biyectivo de sentirse solidario y hacer el bien a quien lo necesita todo llegó a degenerar en no pocos casos, y hoy se llaman, por ilustrar el asunto, Barbie saviors a las chicas, y por ende chicos, que restan más que suman, y en muchos casos dedican su estadía a lucirse en Instagram y quizá dejar roto y atribulado el corazoncito de un africano de cuatro años que vive entre moscas, y que así seguirá tras el corto periodo de buen rollo del niño de papá. Nativos que rehacen de noche los trabajos malamente acabados de chicos occidentales. No invento: fuentes poco sospechosas denuncian esta entropía, que es la tendencia natural de los sistemas a degenerar.
Los extremos se tocan, ya vemos,es cuestión de un par de décadas. Y ambos pueden estropear con buenas intenciones las buenas causas. Mientras, la verdadera cooperación siguen haciéndola las ONG con buena trazabilidad y trayectoria y la Iglesia.