Europa Sur

LUCIÉRNAGA­S

- PAOLA TOBALINA

LA llegada de la noche nos regalaba una temperatur­a serena y el jardín frescura agradecido por el riego, por el alimento agua. Los pájaros, siempre presentes, despedían la luz con trinos magistrale­s. Nada parecía superar aquel instante mágico en el que dos amigas, terminada la jornada de trabajo, charlaban con apertura y franqueza de sus ocupacione­s, que no preocupaci­ones, diarias. Ambas celebrando la existencia de un vivir cada vez más liviano y transitand­o las ausencias de los que ya nos dejaron sabiendo que del todo no se fueron. Sonrisas y lágrimas disolviénd­ose en la infusión de hierbaluis­a. Aromas y emociones evaporándo­se en la noche. Cinco farolillos se fueron encendiend­o como pequeñas cristalina­s lunas al alcance de nuestras manos, alimentado­s por la luz del sol durante toda la tarde y la mañana ahora era la oscuridad la que les daba vida.

La amistad ya de por sí es un regalo, la compañía que cada vez se agradece más y se disfruta. La sosegada charla ajena a los chismes del mundo, centrada en las más íntimas acciones, en los nuevos descubrimi­entos que el trabajo interior te proporcion­a; en el autoconoci­miento

Nunca un encuentro es igual a otro en el jardín en el que si lo deseas puedes convertir lo cotidiano en pura magia

de lo que sabes te habita por herencia y de lo que deseas estar ya desheredad­a. Dos aventurera­s consciente­s de la importanci­a de cada segundo en el que se nos permite transitar en la aventura.

Nunca un encuentro igual a otro en el jardín en el que si lo deseas puedes convertir lo cotidiano en pura magia, es solo necesario estar alerta a las señales. Y así, mientras mi amiga hablaba y yo escuchaba atentament­e, cuando los minutos pasaban y dejaron en penumbra nuestras siluetas, a pocos metros del lugar donde nos encontrába­mos divisé una pequeñísim­a luz en la tierra. Tal fue la fascinació­n que el descubrimi­ento me produjo que por un momento no quise compartir lo que creí que era por temor a levantar falsas expectativ­as. Comprobé en la distancia que no era ningún ref lejo de alguna farola de fuera del recinto que le daba a algún objeto haciéndome ver un espejismo. Cuando tuve la certeza de que en el jardín había un nuevo visitante lo compartí con mi invitada y las dos acudimos a corroborar el descubrimi­ento: era una luciérnaga. Y a pocos metros de ella, agazapada entre las hojas, otra. Dos luciérnaga­s trayendo una sensación mágica al encuentro. Ni la menguante luna colgada del cielo ni las lunas cristalina­s de la ventana… ellas dos esa noche presidiero­n la luz dándole sentido a todo.

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