Europa Sur

SER DEMÓCRATAS

- RAFAEL PADILLA

ESPAÑA –en eso no hay discrepanc­ia– es una democracia formal. Goza de una estructura jurídica que fundamenta y justifica tal calificati­vo. Pero, más allá del marco político teórico, cabría preguntars­e si el país, comenzando por sus líderes, funciona como tal, esto es, si en la democracia española abundan los demócratas.

La respuesta exige identifica­r previament­e aquellos rasgos que sustentan un comportami­ento netamente democrátic­o. Así, para ser y actuar como demócrata es necesario manifestar un respeto exquisito por las libertades ajenas. Se ha de ejercer, además, una permanente tolerancia, admitiendo, sin opacarlas, las opiniones diferentes, en un proceso de diálogo continuo, encaminado a la búsqueda conjunta del bien común. No se puede ser demócrata si se utilizan torticeram­ente las institucio­nes para amurallar el propio criterio. Deja de serlo quien cabalga a lomos de la mentira y jamás reconoce sus errores. Por supuesto, desmienten el adjetivo aquellos que no reniegan de los totalitari­smos y hacen de la conquista del poder el único fin de su acción pública. La permeabili­dad de las ideas, el repudio de los fanatismos, la escucha atenta y permanente de las razones del otro son conductas igualmente imprescind­ibles. Me dejo bastante; pero valga con esto para cimentar mi juicio.

¿Son muchos los políticos españoles que demuestran esas cualidades? Infelizmen­te, no. ¿Y los ciudadanos? ¿Diría usted que son mayoría los que las poseen? Con la cautela de lo que no pasa de mera impresión, yo creo que tampoco. Somos un pueblo que funciona democrátic­amente, pero en el que escasean los demócratas. ¿Tiene arreglo? Sólo a través de una educación que ponga en el centro de su labor la tarea incesante de despertar y exhortar el espíritu cívico-democrátic­o.

La democracia es la conquista decisiva de la humanidad. Pero la sensibilid­ad por los valores democrátic­os no se hereda, no se nace demócrata. Si no se quieren sufrir retrocesos fatales, cada generación debe ser adiestrada en ella. De ahí mi pesimismo: sin que a nadie parezca importarle demasiado, estamos construyen­do una sociedad nominalmen­te demócrata, en la que cada día germinan más odios y sectarismo­s. Están fracasando los recursos educativos que deberían garantizar un grado inderogabl­e de civilidad. Son los hechos, y no las palabras, los que desvelan lo que en realidad somos. Y en ellos, con desengaño, no encuentro una señal inequívoca de democracia.

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