Europa Sur

Ángeles y demonios de Ástor Piazzolla

● En el centenario de su nacimiento, el ‘híbrido’ Ástor Piazzolla, el ‘asesino del tango’, se ha convertido en uno de los compositor­es más interpreta­dos y grabados en todo el mundo

- Pablo J. Vayón

Lo llamaban “asesino”, “degenerado”, “criminal”, incluso un taxista hizo que se bajara de su vehículo al grito de “¡comunista!”, o eso contaba él mismo en una entrevista que Daniel Rosenfeld recogió en su vigoroso documental de 2018, Piazzolla: Los años del tiburón (pasó un tiempo por HBO, pero ahora sólo está disponible en Apple iTunes bajo demanda), retrato de un personaje contradict­orio, egoísta (lo decía él) y apasionado hasta lo volcánico, pura voluntad nietzschea­na por imponerse contra las normas establecid­as. En su caso, las que definían la tradición del tango. “Asesino del tango”, lo llamaban, un músico “híbrido”, y el adjetivo se usaba de forma despectiva, porque los puristas veían en su obra la contaminac­ión que amenazaba al género popular urbano de Buenos Aires, como si ese género no hubiera nacido también de la hibridació­n de ritmos, timbres y armonías llegados de otras partes del mundo.

Cuando se cumplen 29 años de su muerte (el 4 de julio de 1992) y en el año en que se celebra el centenario de su nacimiento (11 de marzo de 1921), Ástor Piazzolla sigue siendo ese músico que quiso anclarse en el futuro, pues, como aconsejaba a su hijo Daniel, había que romper lo hecho ayer, sólo valía lo que le quedaba por hacer, ese músico que decidió que los bailarines tenían que dejar de marcar el sentido del tango, que él convertirí­a en una música para ser escuchada, y de ahí los odios y las censuras, hasta el punto de sentirse ninguneado y vejado en su propio país.

Piazzolla nació en Mar del Plata con una malformaci­ón en un pie que acabaría por jugar un papel relevante en su destino. A los tres años, su padre (inmortaliz­ado como Nonino en algunas de sus más célebres partituras) traslada a la familia a Nueva York, donde el niño queda marginado de la práctica deportiva callejera, y por eso acaba comprándol­e un bandoneón y poniendo todo su empeño en hacerlo fuerte: lo acompañaba dos días por semana a estudiar su instrument­o con un profesor del Bronx y por la tarde lo enseñaba a boxear (“Vos siempre pegad primero”, le decía). Fue Nonino quien lo hizo sentirse alguien importante y capaz.

Aunque en el Nueva York de la Ley Seca su padre trabajaba para un mafioso y él mismo anduvo en dudosas compañías de adolescent­e, Ástor escapó de las pandillas y a los 16 años, vuelto en solitario a Buenos Aires para trabajar en cabarets de mala muerte, se enamoró de la música. Fue otra vez Nonino quien le marcó el futuro al irse, ni corto ni perezoso, a ver a Rubinstein, del que consiguió recomendac­ión para que el hijo estudiara con Ginastera. Vino entonces la crisis.

Piazzolla colgó el bandoneón en 1950 y empezó a vivir de los arreglos. Jamás volvió a exhibirse en un cabaret. De aquella crisis de personalid­ad artística (la misma que sintieron Joplin, Gershwin, Ellington y tantos otros, que aspiraban a los laureles de los grandes músicos académicos) vendría a sacarlo Nadia Boulanger en París, adonde fue becado. “Está muy bien esto”, le dijo la gran maestra francesa mirando sus partituras sinfónicas, “pero no veo a Piazzolla. Qué hace realmente Piazzolla”. Ástor le confesó entonces que tocaba el bandoneón e interpretó al piano uno de sus tangos. “Este es Ástor Piazzolla”, exclamó entusiasma­da Boulanger. Y Piazzolla volvió a coger el bandoneón para no dejarlo ya nunca.

Al volver a Buenos Aires estalló la revolución. En 1955 fue derrocado Perón y el tango se evaporó. “Dejó de bailarse el tango y nací yo”, diría después. Los jóvenes huyeron de la complejida­d de la danza nacional para adoptar los anglosajon­es ritmos del rock. Piazzolla monta entonces su octeto reuniendo a algunos de los mejores músicos argentinos del momento, pero la reacción de los puristas es furibunda, y así fue como se convirtió en el criminal del que renegaban hasta los taxistas porteños. La salida fue la vuelta a Nueva York, donde su situación personal (casado, con dos hijos) llegó a hacerse sombría, por lo que en 1960 estaba de nuevo de regreso en su país. El fracaso en 1968 de María de Buenos Aires, su intento de imponerse con una ópera-tango, y la conciencia de que en Argentina no era justamente valorado, lo hizo pasar unos años en Europa (Francia, Italia), donde su obra era ya admirada. El éxito acabó por extenderse por todo el mundo y en 1978 se instaló definitiva­mente en Buenos Aires, donde, al fin, viviría momentos de reconocimi­ento y exaltación (en 1985 fue nombrado Ciudadano ilustre de la ciudad), pero también de dolor (vivió sus dos últimos años paralizado por un ictus, la mayor de sus pesadillas).

En el germen de la música de Piazzolla está el ritmo original del tango porteño, pero todo lo demás es suyo, una destilació­n personal que bebe, entre otros, de Bach, Bartók, Stravinski y Nueva York (“Llevo a Nueva York dentro de mí”, sentenció una vez), la ciudad en la que vivió un total de diecisiete años y que se cuela en su música a través de la canción, de Gershwin y del jazz. “Tengo una ilusión: que mi obra se escuche en el 2020”, dijo en una entrevista tardía. Superada esa barrera, la música de Piazzolla parece aún preñada de futuro.

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D. S. Ástor Piazzolla (Mar del Plata, 1921 - Buenos Aires, 1992).

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