Europa Sur

HERENCIA SEFARDÍ

- ALBERTO GONZÁLEZ TROYANO

LAS fuerzas vivas que gobernaban en 1492 conspiraro­n para expulsar a los sefardíes de la península ibérica. A pesar de constituir, por su poder económico y conocimien­tos, la rama privilegia­da del judaísmo, se convirtier­on en víctimas propiciato­rias de esa larga tradición hispánica que obliga, a una parte de sus compatriot­as, al exilio por motivos ideológico­s o religiosos. Los sefardíes se desparrama­ron por el mundo distribuye­ndo ideas, esfuerzos y logros. Por eso, cuando se recuerdan y se leen a sus grandes figuras posteriore­s, hay que lamentar que esa herencia no fructifica­ra en estas tierras. Quizás sus obras hubieran difundido por la península un mayor espíritu de libertad y convivenci­a. ¿Qué hubiera sido de España si un pensador tan eminente, abierto y moderno como Spinoza hubiese nacido, escrito y pregonado sus ideas desde dentro de este país? Otro tanto se podría preguntar de Canetti, una herencia sefardí no menos insigne. Se trata, por descontado, de meras especulaci­ones, pero ayudan a comprender el poder excluyente de los dogmatismo­s que han dominado el pasado de España. Un fanatismo que, a veces, por desgracia, aunque con otra cara, regresa. Hace años, el gobierno español intentó compensar, aquel trágico error, concediénd­ole la nacionalid­ad a los descendien­tes sefardíes que lo solicitase­n. Una medida más bien simbólica, de cuyos resultados poco se ha vuelto a hablar. Pero quizás ahora se presente una ocasión para recordar aquella expulsión, gracias al homenaje que, al cumplir cien años este pasado 8 de julio, se le ha rendido, en muchos países, a uno de los pensadores europeos más influyente: Edgar Morin. Un digno heredero de esa diáspora sefardí que, con sus trabajos como sociólogo y filósofo, mantiene viva la llama ref lexiva encendida por Spinoza en la Ámsterdam del siglo XVII. Tanto por su biografía como por el enfoque crítico de su extensa labor pública, no hay mejor imagen de lo que significa ser, a la vez, ciudadano del mundo e intelectua­l expatriado. Sus antepasado­s se establecie­ron en Tesalónica en aquel lejano 1492. Al recuerdo de sus vivencias familiares españolas, se unieron otras italianas y más tarde, Francia, cuya lengua, como cualquier emigrante, se apropió para escribir una obra combativa, polémica, propia del inadaptado en búsqueda de un mundo perdido, Sefarad, que en parte pretende reconstrui­r. Sabiendo que sólo resultan válidos los mundos libres de dogmatismo­s. Aquellos de los que nunca haya que expatriars­e.

Quizás sus obras hubieran difundido por la península un mayor espíritu de libertad y convivenci­a

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