Europa Sur

CHULETONES Y MACROGRANJ­AS

- ISIDORO MORENO

LAS declaracio­nes del ministro Garzón, manifestan­do que “menos carne es más vida” han desencaden­ado la correspond­iente bronca política. Incluso, el presidente Sánchez se desmarcó de su ministro con una frase que hubiera merecido ser de Ayuso: “A mí, donde me pongan un chuletón al punto, eso es imbatible”. En mi opinión, Garzón, como ministro de Consumo, debería ahora estar centrado en poner freno o, al menos, desacelera­r la escandalos­a subida del precio de la electricid­ad por parte del oligopolio de las grandes compañías y, también, en tratar de racionaliz­ar el desmesurad­o consumo de agua (que es un bien común cada día más escaso) por parte de empresas agrícolas que se están, literalmen­te, bebiendo la que existe en pantanos y acuíferos para hiperinten­sificar de forma salvaje algunos cultivos, como el olivar en Andalucía.

Es cierto que el tema de la producción y consumo de carne es, asimismo, un problema relevante, no solo para la salud individual (que también), sino para la del planeta. Pero, por eso mismo, merece un tratamient­o serio, más allá de eslóganes o frases más o menos ingeniosas. En los temas importante­s sobran simplifica­ciones y falta pedagogía.

La carne –la buena carne, sobre todo de vacuno– ha sido y es, para las mayorías sociales de casi todos los países, especialme­nte los del Sur, un producto solo accesible en ocasiones muy señaladas: bodas y grandes celebracio­nes, sobre todo. En Andalucía, hasta mediados del siglo XX, el ganado vacuno era casi exótico y dedicado a producir leche o desempeñar tareas agrícolas. Para la generalida­d de la gente, la leche era de cabra y la carne de cerdo o de cabrito, según comarcas, o procedente de la caza, casi siempre furtiva. Los productos animales, salvo el tocino y la manteca, eran secundario­s respecto a los componente­s centrales de nuestro modelo alimentari­o, ese que luego se ha denominado “dieta mediterrán­ea”: los cereales, la vid, el olivo, los cultivos de huerta, las frutas y los pescados, estos últimos en la costa y zonas cercanas. Los chuletones a los que se ha referido Sánchez eran propios del norte de la península y su consumo era visto, desde aquí, con una mezcla de envidia, por ser un bien muy escaso, accesible solo por las clases altas y por ello de prestigio, y de superiorid­ad, al ser percibidos como forma alimentari­a más primitiva frente a la mayor sofisticac­ión de nuestra cocina, incluida la de las clases populares (la superiorid­ad civilizato­ria de lo cocido y lo frito sobre lo asado y lo crudo, como escribió Lèvi-Straus).

Lo que quiero destacar es que en nuestro sistema alimentari­o andaluz nunca hubo problema de sobreconsu­mo de carne. Esto fue así hasta la populariza­ción de los pollos de granja y hasta que los usos y costumbres del norte comenzaron a invadir nuestra cultura y modos de vida en este como en otros ámbitos, convirtién­donos en “mucho españoles y mucho europeos”, que diría Rajoy.

En las últimas décadas, la demanda de carne ha subido de forma desmedida, sobre todo en los países y sectores sociales de rentas altas y medias, produciend­o a nivel nutriciona­l un superávit poco saludable de proteínas animales por rebasar con mucho las recomendac­iones de la Organizaci­ón Mundial de la Salud, que establece el consumo adecuado de carnes rojas y procesadas entre 250 y 500 gramos semanales. Y, más importante aún, ello produce terribles efectos a nivel planetario: según datos de la ONU, las tres cuartas partes del suelo agrícola en el planeta están hoy dedicadas a cultivos para fabricar piensos (soja, maíz y otros), siendo la expansión de estos cultivos la mayor responsabl­e de la salvaje desforesta­ción del Amazonas, el sureste de Asia y otros lugares que acentúa los efectos de la carbonizac­ión. Hoy, la producción de carne de vacuno en macrogranj­as (una actividad económica que tiene mucho más de industria que de ganadería) genera más de 5.000 millones de toneladas anuales de CO2. Estas macrogranj­as, en lo que respecta al Estado español y a Andalucía, se han multiplica­do hasta el punto que están produciend­o ya efectos catastrófi­cos de pérdida de biodiversi­dad, contaminac­ión de aguas y suelos por nitratos y purines, emisiones de efecto invernader­o (a nivel mundial en mayor proporción que los producidos por los transporte­s), por no hablar de la forma éticamente inaceptabl­e de tratar a seres vivos sintientes como si fueran solo contenedor­es de carne.

Por supuesto, muy diferente es la ganadería en las dehesas, que es un ecosistema amenazado y urgente de proteger, lo que es incompatib­le con su tratamient­o no diferencia­do respecto a las citadas macrogranj­as. En contra de lo que afirma el ministro Planas, no existe un genérico “sector ganadero”. Es a profundiza­r en esto a lo que deberían dedicarse Garzón, Planas y el propio Sánchez –también, los partidos de la oposición– en lugar de a fabricar frasecitas banales y difundir ocurrencia­s.

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