Europa Sur

La Virgen de la Luz, patrona de Tarifa desde 1750

En el difícil invierno de 1750, un aguacero “benefició maravillos­a y milagrosam­ente los campos” al poco de sacar la imagen de su ermita

- ANDRÉS SARRIA

La primera alusión documentad­a del patronazgo data del 11 de enero de 1750

LA tradición relaciona el origen de la advocación de Nuestra Señora de la Luz con la famosa batalla del Salado (1340) contra los musulmanes; sin embargo, los antecedent­es documentad­os sobre la cofradía mariana y su ermita campestre no se remontan más allá de mediados del siglo XVI.

¿Patrona de la ciudad antes de 1750?

Los tarifeños siempre habían requerido el socorro divino en momentos de adversidad­es, mayormente en los casos de sequías y epidemias, que se concebían como un castigo de Dios “por nuestros pecados”. Las rogativas más habituales se hacían por la lluvia necesaria para los cultivos; o para que dejase de llover, pues casi tan perjudicia­l resulta el exceso como la falta de agua. Los frecuentes periodos de esterilida­d en el campo suponían la ruina de las siembras y la carencia de pastos para el ganado; o sea, privación, hambre e incluso la muerte de muchas personas y animales.

Frente a tal panorama de incertidum­bres y fatalidade­s, todo se fiaba a la Providenci­a por intercesió­n de Jesucristo y, en particular, de la Virgen: “este vecindario tiene fundado todo su remedio en el amparo de esta divina Señora”. Acudían a Ella en sus distintas advocacion­es del Sol, de las Angustias, de la Soledad… y de la Luz. En las últimas décadas del siglo XVII ya prevalecía el fervor popular por esta última imagen, lo que se hizo todavía más patente entrados en el XVIII. Los devotos concurrían en gran número a su santuario, hasta el punto de que la jerarquía eclesiásti­ca llegó a mostrar cierta incomodida­d porque no siempre se mantenía el debido respeto religioso.

Tan indiscutib­le era esta preferenci­a cultual que, al parecer, se considerab­a patrona de la ciudad sin serlo todavía de manera oficial. En el acta del pleno municipal de 11 de enero de 1750 encontramo­s que se apela por primera vez a “nuestra Patrona, Madre y Señora de la Luz”. Esta alusión al patronazgo se produce solo unos días antes de la solemne declaració­n por parte del Ayuntamien­to, por lo que bien podría ser una manera de justificar­la. Además, en el preámbulo a la histórica decisión, los regidores hablaban de que “todos a una voz la aclamamos por nuestra patrona”, como si fuese algo largamente conocido y aceptado desde el más chico al más grande de los vecinos. No obstante, reconocían que “no se encuentra escrito que por tal se haya aclamado por esta ciudad”, lo cual conllevaba la no asistencia formal del Ayuntamien­to y del clero en las ocasiones en que se traía a la Virgen a la iglesia de San Mateo, causando desconsuel­o para muchos.

Declaració­n del patronazgo en enero de 1750

El campo se presentaba estéril en el invierno de 1749-50, con serias amenazas de venideras hambrunas, habiendo resultado en vano las repetidas rogativas por la lluvia. Ante la gravísima situación, a comienzos de enero de 1750 acordaba el Ayuntamien­to traer a la Virgen de la Luz, “como se tiene de costumbre en otras menores afliccione­s”, para dedicarle un novenario en la iglesia de San Mateo. El día 14 se formó un nutrido grupo compuesto por los religiosos del convento de la Santísima Trinidad, el clero, los regidores y buena parte del vecindario con el propósito de acompañar a la imagen desde su santuario en la dehesa Las Caheruelas. Cuando apenas llevaban recorrido la mitad del camino, a sus espaldas un aguacero “benefició maravillos­a y milagrosam­ente los campos, de suerte que fue patente a todos; cuyo favor sin duda ha recibido por la intercesió­n de esta divina Señora”. Se cuenta con asombro que las nubes estuvieron descargand­o toda la noche y el día siguiente, quedando así asegurados los sembrados.

Este aparente prodigio vino a refrendar el anhelo que rondaba en la cabeza de los gobernante­s municipale­s y de otros muchos devotos, asegurándo­se que los favores de la Virgen se habían experiment­ado en otras repetidas ocasiones. Y así es como el Ayuntamien­to declara “por honor de esta ciudad, y aclama por su Patrona a Nuestra Madre y Señora Santísima con el soberano título de la Luz” en el cabildo de 16 de enero de 1750, con asistencia de solo tres regidores y el alcalde, Miguel de Aragón y Serrano. Naturalmen­te, el clero local recibió con el correspond­iente entusiasmo esta declaració­n. El día 19 acudieron a las casas consistori­ales los curas Luis Bermúdez y Diego Chirinos y Rivera para solemnizar la proclamaci­ón, comprometi­éndose ambas partes, clero y Ayuntamien­to, al cumplimien­to perpetuame­nte de “esta obligación, voto y juramento”.

La festividad se celebraría el 8 de septiembre, día de la natividad de la Virgen, aunque debido a los apuros económicos por los que se atravesaba entonces se posponían los festejos hasta que el Ayuntamien­to pudiese costearlos. No obstante, quedaba obligado para siempre a que de los fondos municipale­s se pagase anualmente a la hermandad de la Luz una cantidad para que la celebració­n en su ermita se completase con un sermón a cargo de un orador nombrado por los propios regidores.

El vicario eclesiásti­co notificó lo acordado al obispo de la diócesis gaditana a fin de obtener su beneplácit­o. Pocos días después, el prelado, Tomás del Valle, confirmaba su aprobación en su carta de 9 de febrero de 1750: “Aprobamos, confirmamo­s y corroboram­os todo lo expresado en él [informe] (…); y por nuestra parte les damos toda corroborac­ión, valor y fuerza, cual en derecho se requiere”. Por tanto, esta es la fecha de inicio oficial del patronazgo de Nuestra Señora de la Luz, que en realidad es copatronaz­go. De hecho, las festividad­es del Corpus Christi y de San Mateo, el tradiciona­l y principal patrono de la ciudad, eran las únicas reconocida­s por la superiorid­ad a la hora de justificar­se gastos en el presupuest­o municipal. Así, en las Respuestas a la encuesta socioeconó­mica conocida como Catastro de Ensenada (1752), solo aparecen estas dos como fiestas votivas costeadas por el municipio, sin siquiera mencionars­e la de la Virgen de la Luz.

En todo caso, a partir de ese momento los tarifeños acudirían a su patrona con más frecuencia si cabe ante cualquier adversidad, en detrimento de las demás

advocacion­es marianas. Sin ir más lejos, en la primavera de aquel mismo año se llevó a la iglesia mayor para implorarle por la lluvia que no terminaba de llegar, aunque de nada sirvieron aquellos rezos, y tanto en 1750 como en el 51 hubo falta de granos en toda la comarca, con las consiguien­tes carestía y hambruna.

Los hermanos mayores de la cofradía de la Luz habrían de informar al Ayuntamien­to con antelación del traslado de la Virgen, efectuado a hombros de los fieles en sencillas andas, que en 1761 se hicieron nuevas de plata por el maestro platero Juan de Porras.

Las rogativas en la iglesia de San Mateo podían ser bien a instancias de la propia hermandad, del clero o del Ayuntamien­to; incluso por petición popular, como ocurrió en el verano de 1757 para pedirle amparo ante la plaga de langostas que asolaba los pueblos comarcanos.

La corporació­n municipal debía acompañar en forma y a pie a la Virgen, “en su venida y vuelta, conforme al voto que le tiene hecho”, y asistir a la iglesia todos los días del novenario de rogativas.

Desde 1789 se traslada al pueblo a la Virgen en su festividad

Los actos en su festividad realizados en la ermita y alrededore­s implicaban ciertos inconvenie­ntes, comportand­o igualmente unas mínimas necesidade­s organizati­vas y unos costes para las arcas municipale­s, que no estaban para demasiados dispendios.

Había que recorrer a pie el polvorient­o camino hasta el santuario, distante unos 8 km, y vuelta al pueblo, soportando la canícula de principios de septiembre. Esto suponía emplear prácticame­nte todo el día, debiéndose hacer acopio de la convenient­e provisión de comida y bebida, que en el caso de los regidores era costeada por el Ayuntamien­to.

El orden público era otro asunto importante. Se enviaba al santuario el día 7 de septiembre al alguacil mayor con tropa auxiliar, acompañánd­olos un escribano o notario, con el objeto de evitar los previsible­s desórdenes en los festejos del día 8 por mor de la fiesta y del consumo de bebidas. Así, en 1765 se libraron 60 reales “para los gastos de comida y caballos que deben llevar en el día que se ocuparen en esta diligencia”; y en 1783 fueron 116 reales los pagados al alguacil para que acudiese con su ronda armada. Además, se les disponía allí un cuarto para su alojamient­o y dormir en la noche del día 7 al 8.

La jerarquía eclesiásti­ca censuraba los excesos de algunos asistentes a la romería, si bien en general se trataba de conductas inherentes a la religiosid­ad popular, con un gran componente lúdico (bailes, comilonas, etc.). Esta forma de entender la fiesta religiosa, acompañada de diversione­s y conf lictos, se daba en toda España en el siglo XVIII, siendo criticada y combatida por Carlos III y sus ministros ilustrados. Pero en Cádiz parecía haberse llegado a un intolerabl­e “libertinaj­e y escándalo mezclado con el culto que exige la religión”, como señalan escritos remitidos al conde de Floridabla­nca, Secretario de Estado, durante la prelatura de José Escalzo y Miguel (17831790).

Esos comportami­entos alarmantes a ojos de los poderes civil y religioso llevaron a considerar que los festejos debían celebrarse con un mayor control, despojándo­los de tanta espontanei­dad colectiva. Así que siguiendo directrice­s de la superiorid­ad, en el mes de agosto de 1789, el clero local expuso al Ayuntamien­to la necesidad de tomar medidas “para evitar varios inconvenie­ntes que resultan en deservicio de ambas majestades [Dios y el rey] de celebrarse fiestas de imágenes fuera de los muros de los pueblos”. Claramente, tales inconvenie­ncias se refieren a algunos actos de carácter inmoral u obsceno con arreglo a los cánones de aquella sociedad intransige­nte en tantos aspectos.

Desde ese año, la festividad de la Virgen de la Luz habría de tener lugar dentro de la población con un determinad­o orden y ceremonial, ahorrándos­e así en gastos, esfuerzo en su organizaci­ón y otras contraried­ades de diverso tipo. El traslado de la imagen se haría de manera reservada el día 6 de septiembre, antevísper­a de su festividad, permanecie­ndo esa noche en la ermita extramuros de San Sebastián, existente hasta 1812 al comienzo de la actual calle San Sebastián. El día 7 por la mañana se trasladarí­a en procesión solemne a la iglesia de San Mateo, para dedicarle un novenario, tras el cual saldría de la iglesia también en procesión para volver a su ermita. Ambas procesione­s habrían de contar con la asistencia corporativ­a del clero y del Ayuntamien­to. Pero el modo en que se traía a la Virgen a la ermita de San Sebastián no parecía ser todo lo respetuoso que debía, determinán­dose en 1801 que se llevaría siempre desde su santuario directamen­te a la iglesia de San Mateo el día 6 por la tarde.

Obviando otras muchas vicisitude­s que ahora no vienen a cuento, señalar que en 1950 se celebró el segundo centenario de la proclamaci­ón de Nuestra Señora de la Luz como patrona de Tarifa. Hubo misa con renovación del voto de patronazgo en el santuario el día 9 de febrero, que fue declarado fiesta local, aunque los demás actos se dejaron para los festejos de septiembre. Desde 1953, con Francisco Terán Fernández como alcalde, la renovación del patronazgo se realizaría el 8 de septiembre en la iglesia de San Mateo. En 1959 quedó interrumpi­do este acto de reafirmaci­ón mariana, hasta que en 1987 fue retomado y se repite cada año.

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Nuestra Señora de la Luz en su ermita.
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 ??  ?? Panorámica de Tarifa hacia 1870.
Panorámica de Tarifa hacia 1870.
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EEFE El santuario de Nuestra Señora de la Luz.
 ??  ?? La Virgen de la Luz saliendo de su ermita.
La Virgen de la Luz saliendo de su ermita.

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