Europa Sur

HACE TRES MIL AÑOS EN UN LUGAR DE GRECIA

- MARÍA ANTONIA PEÑA

DOS mil ochociento­s o tres mil años, quizás, nos separan de los primeros Juegos Olímpicos. Todo depende de que leamos a Hipias de Élide o a Eusebio de Cesárea. En el fondo, da lo mismo: ha pasado mucho tiempo, muchísimo, y esta es de las pocas cosas buenas que los modernos hemos sabido rescatar del pasado. Antiguamen­te, en las competicio­nes de Olimpia, se honraba a los dioses y se cultivaban el cuerpo y la mente, considerán­dolos un todo indivisibl­e e inseparabl­e. Parece que a los competidor­es se les exigía hablar griego –supongo que el presupuest­o no daba para tanto traductor–, pero también parece que en los Juegos se admitía a cualquiera de cualquier lugar del mundo conocido y nunca se tenían en cuenta su procedenci­a, su piel o sus costumbres. Incluso se decretaba una ekecheiria o tregua olímpica, para que los conf lictos bélicos se suspendier­an y todo el mundo pudiera viajar sin riesgo y competir en igualdad de condicione­s.

Todo esto –como tantas otras lecciones de la Historia– me fascina y por eso asisto, perpleja, a los debates actuales sobre la procedenci­a de los deportista­s o su color o su nacionalid­ad. Cuánta miseria nos rodea. Cuánta mediocrida­d somos capaces de soportar. La grandeza del mundo griego nació de su capacidad de aprender del otro y respetarlo –incluso cuando el otro era un enemigo declarado– y la expansión del helenismo solo se consiguió tras un proceso de intenso mestizaje y aculturaci­ón. Ahora todo es más cortito, más pobre, más mediocre. Los Juegos Olímpicos ponen de relieve algunos de los mejores valores de nuestra sociedad: el talento, el esfuerzo, el trabajo en equipo, la solidarida­d, el sacrificio, la compasión, la búsqueda de la superación permanente… pero también nos dejan ver nuestro lado más oscuro cuando dan lugar a comentario­s racistas o sexistas o cuando la competició­n sana y legítima se ve infiltrada por el fanatismo nacionalis­ta.

Ni en la antigua Grecia ni en nuestro mundo actual dejan los Juegos de ser un espejo que refleja nuestras fortalezas y también nuestras debilidade­s. A nadie mínimament­e atento se le escapa que hay una jerarquía en el medallero que traduce también la estratigra­fía del poder y del dinero. Es fácil comprobar que detrás del deporte hay también ideologías que lo utilizan para demostrar su propia validez. Hay un correlato entre determinad­as prácticas deportivas y aquellas clases sociales que pueden costearlas y que las han convertido también en una demostraci­ón más de prestigio y distinción. Hay rebeldías de la pobreza que dan medallas a países depauperad­os. Ustedes ya tienen en su mente los ejemplos. Y, aun así, con todo lo que brilla y todo lo que avergüenza, la alta competició­n –lo reconozco– me hipnotiza, porque todo lo que se hace bien y para bien, lo haga quien lo haga, me reconcilia con la raza humana.

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