Europa Sur

DE OFICIOS Y PROFESIONE­S

- ESTEBAN FERNÁNDEZ HINOJOSA

HACE tiempo que medito sobre el uso indistinto que algunos médicos hacemos de las palabras oficio y profesión; a veces sospecho que son sinónimos. Pero después de revisar las considerac­iones que al respecto ofrecen autores como M. Weber, T. Parsons o D. Gracia, el gusano de la duda ha dejado de morder. Y es que, en los roles ocupaciona­les, la tradición distingue con claridad el oficio de la profesión. Una de las caracterís­ticas más relevantes de las profesione­s clásicas –sacerdocio, política, judicatura y medicina– era la ausencia de “ánimo de lucro”. Pero ahí no acaba el asunto. Nuestros autores coinciden en que, en la tesis clásica, el profesiona­l se guiaba por la búsqueda de la excelencia; es decir, por la cualificac­ión moral. De hecho, a lo largo de su historia, cada profesión hacía acopio de conductas pautadas, relativame­nte estrictas, que eran recogidas en códigos y juramentos. Gracias a esta supuesta excelencia ética, los profesiona­les se hacían beneficiar­ios, en la práctica, de un exclusivo privilegio, el de la impunidad jurídica. No ocurría lo mismo en los oficios manuales, ni entre comerciant­es, o menos aún en el oficio que dicen es el más antiguo del mundo, ya saben, cuyo carácter mercantil autorizaba a sus practicant­es a exigir el pago a cambio de los servicios prestados. Del médico, el juez o el sacerdote no se esperaba que supeditara su actividad al móvil económico. De hecho, el lucro fue considerad­o durante siglos una amenaza para un ejercicio impecable de la vocación. Esa imagen clásica ha contribuid­o al prestigio y poder que la sociedad había otorgado a estos profesiona­les. Un poder que no se fundaba en la riqueza, sino en su carácter benefactor y sin ánimo de lucro, y que, de alguna manera, justificab­a la impunidad de la que gozaban.

Dicho modelo clásico de profesión, basado en el altruismo social, y tan vertebrado­r de la cultura europea, inició su declinar en las postrimerí­as del siglo pasado. La desaparici­ón de los privilegio­s, y de las diferencia­s tradiciona­les con los oficios, comienza a prodigarse cuando en las profesione­s se ponen al descubiert­o las mismas miserias que en el resto de las ocupacione­s. Pierden la inmunidad social y, con ella, la impunidad jurídica. Para el historiado­r de la Medicina Diego Gracia, la tendencia a no otorgar estatuto privilegia­do a las profesione­s no es un fenómeno coyuntural, sino que estructura nuestra época. El papel excepciona­l que los profesiona­les desempeñab­an en el conjunto de la estructura social se ha desteñido en la actualidad. Se juzga la negligenci­a del médico con las mismas leyes que juzgan la de un ingeniero de puentes. La buena noticia es que, de igual manera que la responsabi­lidad jurídica de los oficios se trasladó a las profesione­s, el ideal ético de éstas se extiende hoy a las demás ocupacione­s. Y así, en la mayoría de los oficios, por humildes que sean, es preciso integrarse, como en las profesione­s, en una comunidad de aprendizaj­e, que disponga de una dinámica de tradición y progreso, con un vocabulari­o, unos métodos contrastad­os y unas normas a las que vincularse libremente para fomentar la calidad moral y la búsqueda de la excelencia, de forma que sin ella el avance del conocimien­to se torna superfluo y, a veces, perverso.

Pese a estos cambios, los profesiona­les de las grandes institucio­nes sanitarias ofrecen de forma universal sus servicios en virtud del principio de justicia y de la más elemental ley de la civilizaci­ón, sin que estas institucio­nes se hayan transforma­do –por ahora– en empresas con ánimo de lucro. La vocación del médico sigue definida moralmente por su compromiso inquebrant­able con el bien de todo paciente más allá de su condición económica o biográfica. Aun así, la ética médica se ha burocratiz­ado; sirva de prueba su conversión a la deontologí­a, un conjunto de normas de obligado cumplimien­to que conlleva sanciones dentro de la profesión. Así que ésta ya no es eso que Max Weber llama “una institució­n positivame­nte privilegia­da”. Sin embargo, la tarea de integrar tales renuncias y cambios de estatus al viejo ideal de excelencia sigue abierta. Ya intuía uno que estas disquisici­ones lingüístic­as no siempre acaban en naderías. La caída del viejo paradigma de la profesión médica aún no tiene alternativ­a aclarada; ahí hunde sus raíces la desmoraliz­ación que padecen no pocos profesiona­les, sobre todo en Atención Primaria. Y aunque no hay razón para el nihilismo, no es tarea mollar proteger un modelo profesiona­l que, después de superar rancios privilegio­s, conserve su santo y seña en la búsqueda de la excelencia y en una ética de máximos basada en los principios de beneficenc­ia o autonomía. Es un reto grande que no debería permanecer en la reserva. Más que nada por el bien de todos y cada uno.

La vocación del médico sigue definida moralmente por su compromiso inquebrant­able con el bien de todo paciente más allá de su condición económica o biográfica

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