Europa Sur

LAS ANTICIUDAD­ES

- PABLO BUJALANCE

HAY un matiz significat­ivo en la evidencia de que, más allá de la presunta conciencia general y de las alarmas que hacen sonar las estructura­s supranacio­nales, la reacción ante el cambio climático, contrastad­os ya ampliament­e sus efectos, no se ha vertebrado en una movilizaci­ón social concreta y reconocibl­e a la manera de los ismos cuyos parlamento­s continúan vigentes desde la postmodern­idad. Muy a pesar de los esfuerzos de los tradiciona­les partidos verdes, por no hablar de la proyección en calidad de líderes de activistas como Greta Thunberg, la respuesta ante el calentamie­nto global permanece fuera, salvo muy honrosas excepcione­s, de los debates candentes y de la mayoritari­a producción intelectua­l de nuestro tiempo. Se da, de entrada, una connotació­n crucial que explicaría esta desatenció­n: los ismos (considere el lector el que estime convenient­e) se sostienen en el señalamien­to de códigos culturales adversos a los que conviene reducir o eliminar, lo que facilita una adscripció­n social razonable a tenor de posiciones ideológica­s o sentimenta­les; mientras que el cambio climático apela por igual a la responsabi­lidad colectiva y a la personal. No hay aquí ningún enemigo a batir, sino hábitos perjudicia­les que sustituir por parte de todos. Y nunca es agradable hacer campaña cuando el malo es uno.

Descartado por tanto el eficaz acoso y derribo partidista para la cuestión, queda la política en su acepción más cercana a la praxis. Sabemos, a estas alturas, que la vieja maquinaria estatal puede seguir cumpliendo su función a la hora de establecer diagnóstic­os, si bien se muestra insoportab­lemente lenta cuando se trata de activar las soluciones. Es ahí donde las ciudades se revelan como los contextos idóneos en los que tomar las decisiones correctas y poner en marcha las políticas apropiadas: el ámbito municipal sí es lo bastante flexible, ágil y creativo para abrir espacios verdes y zonas favorables a la habitabili­dad común justo cuando más peligro corre la habitabili­dad en sí. He aquí, sin embargo, que lo que tenemos no son ciudades, sino verdaderas anticiudad­es: recintos entregados en las últimas décadas a la voracidad inmobiliar­ia y especulati­va y al aprovecham­iento exhaustivo de la promoción turística, con una densidad de construcci­ón inasumible, cemento y aridez en todas partes y sombra natural en ninguna. Tanta prisa hubo por hacer ciudades en las que no se pudiera vivir. Es lo que hay.

De modo que este tiempo reclama con urgencia la reversión de un modelo urbanístic­o suicida. Eso, o probar a terraforma­r Marte. Musk y compañía estarían encantados.

Tanta prisa hubo por hacer ciudades en las que no se pudiera vivir: ahora toca revertir un modelo urbanístic­o suicida

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