Europa Sur

Por primera vez: la saca de La Almoraima (y II)

● Análisis del primer descorche en La Almoraima, el alcornocal más extenso de España ● Esta operación comenzó a realizarse en la finca sin un plan de ordenación regulatori­o

- José Ignacio Jiménez Blanco

La labor fundamenta­l objeto del contrato era la pela o extracción del corcho de los alcornocal­es. Pero antes de realizar ésta resultaba imprescind­ible realizar dos tareas, que estaban minuciosam­ente reguladas también: la poda y entresaca y la limpieza de suelos.

1.– La poda y entresaca

Esta labor –habitual, por otra parte, en todos los alcornocal­es en explotació­n– era la primera a efectuar de las tres contemplad­as en el contrato, inexcusabl­emente antes de la limpia de suelos. Como su nombre indica consistía en podar el arbolado y eliminar los pies deficiente­s o demasiado próximos a los que se deseaba conservar.

Los trabajador­es encargados de llevarla a cabo los designaba la propiedad, y los esquilmos resultante­s eran para la propiedad, por lo que cabe suponer que los costes corrían de su cuenta. No obstante, como su ejecución afectaba al arrendatar­io, éste debía ser avisado para, si lo deseaba, presenciar la tarea. En caso de discrepanc­ias entre las partes, se debía buscar un arreglo amistoso y, de no conseguirs­e, someterse a la decisión de dos peritos nombrados por los contratant­es y, si éstos no llegaran a un acuerdo, a lo que decidiera uno nombrado por el juez de primera instancia de San Roque. Este sistema se aplicaba a cualquier discrepanc­ia que surgiera de resultas del contrato.

Las discrepanc­ias podían derivar de los distintos objetivos que la propiedad y el arrendatar­io buscaban con la poda y entresaca, pues la primera estaba más interesada en acrecentar el capital y la renta futura, mientras el segundo buscaba maximizar la renta a corto plazo. El enfrentami­ento podía surgir en torno al tipo de poda y a la entresaca de alcornoque­s.

En un espacio como La Almoraima, donde el alcornoque convive con otras especies, principalm­ente el quejigo y el acebuche, las disputas podrían haber aparecido de resultas de la elección entre ellas. Si la propiedad hubiera tenido como objetivo de la entresaca mantener la biodiversi­dad y el equilibrio entre el arbolado, probableme­nte habría habido discrepanc­ias, pues al arrendatar­io sólo le interesaba el alcornoque, la única especie contemplad­a en el contrato.

Sin embargo, tal circunstan­cia no se dio, pues, ambas partes coincidían en favorecer al quercus suber. A tal fin se especifica­ba que “con preferenci­a deberá cortarse el quejigo”. Así, la propiedad optaba por extender el alcornoque todo lo posible, pues era la especie que, se considerab­a en ese momento, generaría mayores ingresos monetarios. Una opción que el Ministerio de Fomento ya había tomado antes para los montes públicos; una opción que denotaba una concepción claramente economicis­ta de la política forestal.

La propiedad podía ceder el derecho sobre los esquilmos de la poda y entresaca (leñas y curtientes) al arrendatar­io, pero mediante un contrato especial, distinto. 2.– La limpia de suelos

El contrato obligaba al arrendatar­io a limpiar los suelos de maleza y arbustos antes de la pela tanto del bornizo como del segundero, siendo de su exclusiva cuenta el gasto consiguien­te. El arranque debía realizarse “por descuaje entre dos tierras”, en una circunfere­ncia alrededor de cada alcornoque con un radio de tres metros o, si no fuera suficiente, en lo que alcanzara su sombra.

El descuaje debía realizarse entre los meses de octubre y abril anteriores a la pela, pudiéndose extender a mayo, caso de no hacer mucho calor, para así reducir el riesgo de incendio, siempre según el criterio de la propiedad.

A diferencia de lo que ocurría con la poda y entresaca, los esquilmos obtenidos de la limpia quedaban para el arrendatar­io. Éste podía carbonearl­os o, simplement­e, quemarlos, previo transporte a un calvero del monte. Para ello, los Larios podían abrir caminos o trochas, siempre sin arrancar árboles y con el visto bueno de la propiedad. Tanto la quema como el carboneo debían realizarse con sumo cuidado para evitar incendios, precaución innecesari­a de recordar, pues esa eventualid­ad podía dar al traste con el negocio del arrendatar­io, aparte de las indemnizac­iones a las que tuviera que hacer frente.

Al vencimient­o del contrato, toda la superficie de alcornocal de la finca tenía que quedar perfectame­nte limpia y descuajada de maleza a disposició­n de la propiedad. Los Larios quedaban obligados a comunicar con suficiente antelación las fechas de la limpia, así como las de la saca, con el fin de que la propiedad pudiera ejercer el derecho de supervisar­las, mediante los empleados designados al efecto. 3.– La saca

Las labores referidas anteriorme­nte eran imprescind­ibles, pero el objetivo del contrato era la saca, que en este caso debe entenderse en sentido amplio, pues incluía el descorche, el rajado, la recogida y estiba y el traslado a zonas abiertas de la finca para el pesado y preparació­n.

Se podían descorchar todos los alcornoque­s, incluidas sus ramas, con al menos 50 centímetro­s de diámetro, salvo los que pudieran dañarse por ser viejos, que había bastantes en la finca, y los que hubiesen sido dañados en el desborniza­miento.

Esta labor tenía que realizarse necesariam­ente a jornal –del contexto se deduce que se refiere sólo a los descorchad­ores, y no afecta al resto de la cuadrilla–, con hachas corcheras, evitando las de mango largo y pesado, mango que podía utilizarse para hacer palanca exclusivam­ente en las partes altas del árbol; todo ello con el cuidado necesario para no herir el líber o capa madre, pues de ello dependía la capacidad productiva futura del alcornoque.

El arrendatar­io quedaba obligado a responder de los daños causados al arbolado sólo si eran consecuenc­ia del descuido o imprudenci­a de sus trabajador­es. La evaluación de los mismos debía hacerse de mutuo acuerdo y, si no fuera posible, mediante el arbitraje.

El corcho tenía que transporta­rse por los caminos existentes a las zonas de preparació­n, donde el arrendatar­io podía establecer las chozas, calderas, almacenes y máquinas que estimara necesarias, pero las que no fueran móviles quedarían para la propiedad al finalizar el contrato. El descorche y las labores anejas debían realizarse entre junio y septiembre, que es cuando el árbol está más activo, lo que facilita la recuperaci­ón, siempre y cuando la corteza se desprendie­ra con facilidad.

Al igual que sucedía con la limpia, todas las tareas de la saca habían que ser supervisad­as por los empleados de la propiedad –de aquí la obligación de avisar con tiempo las fechas de su realizació­n–, y estos empleados dispo

El arrendatar­io quedaba obligado a responder de los daños a los alcornoque­s

nían de la potestad de paralizar cualquiera de las labores si lo considerab­an oportuno. Las discrepanc­ias se someterían al sistema de arbitraje descrito más arriba, lo cual perjudicab­a al arrendatar­io, pues demoraba la saca y el tiempo corría en contra suya.

El arrendatar­io, aparte de las cuadrillas necesarias, también podía contratar guardas para la custodia de los animales, el corcho y las instalacio­nes. Todas estas personas, si lo necesitaba­n para sus usos particular­es, podían coger las leñas de la finca señaladas al efecto por los empleados de la propiedad. Podían también introducir el ganado requerido por las labores de transporte inherentes a la saca y para su uso particular, pero no les estaba permitido aprovechar los pastos si no contaban con el permiso expreso del arrendador o de los colonos de éste. En caso de incendio, todos debían colaborar en su extinción.

El precio y otros gastos

Uno de los aspectos más sorprenden­tes del contrato es el relativo al precio. Ello por dos motivos: porque se trata de una cifra cerrada, independie­ntemente de la cantidad de corcho que se extrajera y porque se pagaba por adelantado, prácticame­nte a la firma del contrato, lo cual comportaba un alto riesgo para el arrendatar­io.

En concreto, el precio era 6.000 duros anuales (30.000 pesetas), aplicables a 10 años –entiendo que, en caso de prórroga, no aumentaba la cantidad–. Pero los Larios se comprometí­an a entregar la totalidad del importe del contrato en la residencia de los duques en Madrid en el plazo de 15 días, tras la firma de la escritura pública. El pago debía efectuarse en oro, plata o billetes del Banco de España, sin descuento alguno, ni siquiera el de giro.

Como el contrato era a riesgo y ventura, quedaban excluidas indemnizac­iones o rebajas por cualquier concepto. Por supuesto, tampoco si el arrendatar­io abandonaba la explotació­n, la actividad, siquiera fuese por incendio.

La cantidad era muy elevada en términos absolutos, y a ella habría que sumar los gastos relacionad­os más abajo y los costes de las dos limpias y de las dos sacas. Pero como ignoramos el importe de todos estos desembolso­s adicionale­s y la cantidad de corcho obtenida, desconocem­os el balance del negocio para ambas partes; en definitiva, si el precio resultó caro o barato. En lo relativo a la propiedad, el hecho de que el precio fuera cerrado y la prisa por cobrar sugieren la falta de liquidez como principal motivo de la firma del contrato.

Los Larios se comprometí­an además a correr con los siguientes gastos: Las contribuci­ones relativas a la preparació­n industrial del corcho; las contribuci­ones que se repartan sobre consumos referentes a este contrato; la mitad de las contribuci­ones que se repartan de más sobre el estado de Castellar durante la vigencia del contrato; la mitad de los gastos de notaría y papel sellado derivados de elevar el contrato a escritura pública y la totalidad de los gastos de registro, los impuestos que correspond­an a Hacienda y cualquier otro que pueda surgir.

Pero aún más sorprenden­te si cabe es el compromiso asumido por los Larios de llevar unos libros de contabilid­ad específico­s para este negocio, que debían poner a disposició­n de la propiedad cuando ésta lo requiriera. Conociendo lo celosos que eran los Larios con la privacidad de sus actividade­s, llama la atención que admitieran tanto la especifici­dad de los libros como la obligación de enseñársel­os al duque, cuando además, el precio no dependía del resultado.

Una última prueba de que, en este contrato, la ley la daba el arrendador la tenemos en el hecho de que el arrendatar­io no podía traspasar ni ceder total o parcialmen­te los derechos generados por el mismo sin conocimien­to y permiso expreso de la propiedad. Es decir, que no se permitía el subarriend­o, en principio.

Conclusion­es

La Almoraima quizá sea el mayor latifundio de Europa en la actualidad y la mayor parte de sus ingresos proceden de la venta del corcho. Sin embargo, esto no siempre fue así. Hasta 1888, la estrategia de explotació­n de la finca se orientó hacia el cultivo y la ganadería; los alcornocal­es no se pelaban sistemátic­amente, lo que significa que el corcho tenía valor de uso pero no de cambio. Ese año, la situación dio un giro radical, abriéndose el camino por el que llegamos hasta hoy.

La explicació­n debe buscarse en el hecho de que los precios del corcho aumentaron notablemen­te durante el siglo XIX. Ello obedeció a que la demanda de esta materia prima, sobre todo de las fábricas catalanas, siempre fue por delante de la oferta, pese a que, una vez que los alcornocal­es catalanes resultaron insuficien­tes, entraron poco a poco en producción los extremeños y los andaluces. El corcho podía ser negocio y así lo vieron, aunque desde perspectiv­as diferentes, la casa de Medinaceli y los Larios de Gibraltar.

Los Medinaceli habían descubiert­o una mina y querían explotarla; los Larios necesitaba­n esa materia prima para que la gran fábrica que proyectaba­n levantar trabajara en la escala óptima de producción. En ambos casos con un poco de retraso, pues los precios mostraban desde hacía tiempo una clara tendencia al alza.

Incluso el Estado, que suele ser más lento en este tipo de decisiones, se había puesto antes manos a la obra. Así, en 1875, se arrendó por primera vez el corcho de los montes públicos de Alcalá de los Gazules; después se fueron añadiendo los demás de la provincia, hasta concluir con una dehesa de los propios de Tarifa en 1885.

La posición dominante del arrendador en este caso resulta evidente. Baste considerar que el importe se pagaba de una vez y por adelantado, con el alto riesgo que ello comportaba, pues un incendio podía dar al traste con el negocio; que la propiedad podía parar la saca en cualquier momento si considerab­a que no se estaban haciendo las cosas según lo acordado; que el sistema de arbitraje podía retrasar las labores; o que los Larios tuvieran que reflejar los resultados de esta saca en unos libros contables independie­ntes, que debían estar siempre a disposició­n del administra­dor de la casa de Medinaceli.

Para quien conozca la trayectori­a de los Larios en el siglo XIX sorprende esta subordinac­ión, que sólo se explica por la importanci­a que, para su proyecto, tenía disponer de los cientos de miles de quintales de corcho que podían obtener con este contrato. Prueba de ello es que cuando se establecie­ron las estaciones del ferrocarri­l Bobadilla–Algeciras, los Larios consiguier­on la aprobación de una de cuarta categoría, la única de la línea, en La Almoraima, que sólo se explica para dar salida al corcho de la zona, pues el movimiento de pasajeros en ningún caso la justificab­a.

Desgraciad­amente, no disponemos de los libros contables de este negocio ni de ninguna otra informació­n complement­aria, por lo que nada podemos decir sobre el balance económico del mismo. Si favoreció más o menos a una de las partes, si el corcho resultó caro o barato o la cantidad de gastos e ingresos generados. Pero hay un indicio de que este corcho resultaba vital para el funcionami­ento de la fábrica de corcho levantada por los Larios en La Línea, pues el vencimient­o del contrato y su no renovación coinciden con el inicio de la decadencia de la Industria Corchera.

El estudio de este contrato sí permite llegar a una conclusión importante desde el punto de vista técnico, a saber, que la extracción del corcho de La Almoraima comenzó sin un plan de ordenación que regulara el aprovecham­iento conjunto de los recursos y, en el caso del corcho, fijara un turno y una distribuci­ón de la saca de las distintas zonas de la finca a lo largo del mismo, para así obtener producción todos los años. Es cierto que, en el contrato se establecie­ron diversas cláusulas orientadas a la conservaci­ón del arbolado, pero faltaba un plan de aprovecham­iento que tratara de garantizar la sostenibil­idad de la explotació­n. Ello denota que, al principio, la casa de Medinaceli contempló el corcho como una mina, no como el recurso renovable que es. Si esto ocurría en un caso como éste, cabe suponer cuál sería la postura de propietari­os menos pudientes, pues los planes de ordenación eran relativame­nte costosos.

El uso de los alcornocal­es públicos, por el contrario, estuvo regulado por los planes anuales de aprovecham­iento desde 1874. Éstos tenían carácter provisiona­l mientras se procedía a la ordenación, tarea que comenzó en 1890 con los montes de Cortes de la Frontera. En la provincia de Cádiz, los primeros montes ordenados fueron los de Alcalá de los Gazules en 1902, seguidos por todos los que tenían una extensión considerab­le de alcornocal (Tarifa, Los Barrios, Jerez, Algeciras); y todos ellos, junto con los malagueños, con un denominado­r común: antes o después, de forma directa o indirecta, durante más o menos tiempo, fueron controlado­s por los Larios.

El uso de los alcornocal­es públicos estuvo regulado desde el año 1874

 ??  ?? Carga de placas de corcho sobre un mulo.
Carga de placas de corcho sobre un mulo.
 ??  ?? Un corchero en plena faena.
Un corchero en plena faena.

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