Europa Sur

MISIONERAS CONCEPCION­ISTAS

- PALMA JIMÉNEZ Y JAVIER GUTIÉRREZ

LA congregaci­ón de las Misioneras de la Inmaculada Concepción anunció esta semana que se marcha de Algeciras después de 130 años. Entre su labor en la ciudad, destaca el colegio La Inmaculada, situado en El Acebuchal y que las monjas fundaron en 1889, que continuará en funcionami­ento.

Más de un siglo con nosotros. Todo cuanto resume este titular deseamos irlo desgranand­o a lo largo de nuestros renglones. No pretendemo­s hacer una cronología de los acontecimi­entos de todos estos años y además no tenemos todos los datos. Lo que si pretendemo­s es mostrar todo el amor que Algeciras ha recibido a lo largo de este tiempo.

“Obras son amores y no buenas razones”. El amor verdadero se expresa con acciones y no apenas con palabras, por bien fundadas que estén. Este refrán propone observar la claridad y la veracidad de las obras concretas, solidarias, oportunas y desinteres­adas como prueba de amor. Desde la llegada de las primeras monjas de las Reverendas Madres Misioneras de la Inmaculada Concepción se dedicaron a prestar sus servicios en el legendario Hospital de la Caridad. Desde el servicio directo con los enfermos y atendiendo la cocina de la entidad.

La siguiente misión, sin dejar de atender la primera, fue la creación de un colegio en la calle Castelar. El primer colegio de la Inmaculada. Por él pasamos legión de algecireño­s y algecireña­s. Recordamos con mucho cariño aquel pulcro patio con el Sagrado Corazón y su acogedora y coqueta capilla que presidía la Inmaculada Concepción.

Con el paso del tiempo y con el aumento de población de Algeciras, el colegio de Castelar se quedaba pequeño y se erige un nuevo colegio en la calle Concepción, donde hoy es la plaza Inmaculada. Este nuevo colegio tiene capacidad para tener un internado y además se obtienen cinco promocione­s de Magisterio de la Iglesia. Los defectos en su construcci­ón de este último dieron paso a su cierre y traslado al nuevo y definitivo de Los Pinos.

En todo este tiempo, generacion­es desde los tres años hasta los 18, han pasado y pasan por sus aulas formándose y educándose. La calle donde está situado tomó el nombre de Misioneras Concepcion­istas, que contaron con otra comunidad en la populosa barriada de La Piñera para atender necesidade­s de su parroquia del Espíritu Santo y también en el hospital de Punta de Europa.

Y hoy tenemos que decirles adiós. ¿Y cómo hacerlo? ¿Cómo decir adiós a tantos sentimient­os, a tantas vivencias, a tantas gratitudes fraguadas en los años más tiernos, más inocentes, más auténticos de nuestras vidas? Cuando disfrutába­mos de su amorosa compañía, de sus sabios consejos, de su entrega plena. ¿Cómo decirles adiós? ¿Cómo? No sólo dimos nuestros primeros pasos escolares en aquellas pizarras individual­es con el pizarrín, aprendíamo­s a leer y a salir, alguna vez que otra, radiante de alegría porque habíamos sido distinguid­os con una banda. ¡Que tiempos! ¿Cómo olvidarnos?

Los niños, una vez hecha la Primera Comunión, abandonába­mos el colegio. Pero que Primera Comunión. Imborrable. Recibíamos una magnífica preparació­n que nos servía para toda la vida. Inolvidabl­e aquella procesión camino de la parroquia de la Palma, aquella Eucaristía y aquel radiante regreso. Recuerdos grabados a fuego de fe y devoción, sin necesidad de muchas fotografía­s y videos.

Nuestra gratitud es plena y día a día. Nunca nos parecerá suficiente nuestro agradecimi­ento. Nosotros nos íbamos y nosotras

¿Cómo decir adiós a tantas vivencias fraguadas en los años más tiernos?

continuába­mos. Mayores vivencias que persisten en el recuerdo. Como aquellas fiestas de la Inmaculada, donde todas desayunába­mos llevando nuestra taza de casa. Donde los domingos volvíamos y no sabíamos cuando queríamos salir. Y los novios de algunas pacienteme­nte esperaban en la esquina.

Aquellas prácticas religiosas, como la Hora Santa, que realizábam­os con total libertad y agrado. Sí. Nuestro colegio era nuestra segunda casa. Nos sentíamos bien acogidas y muy queridas. Yo, prácticame­nte, no dejé nunca el colegio, solo cuando me jubilé. En él, además del Bachiller, hice Magisterio y tal como terminé mis estudios, empecé a ejercer de maestra. Durante más de cuarenta años he ejercido mi profesión y, por qué no decirlo, mi vocación educativa en absoluta libertad y respeto. Me he sentido querida, muy querida, y he gozado de la confianza de todas las directoras que he tenido. Y he tenido y aún sigo teniendo el cariño de muchos de mis dicentes. Por eso, ¿cómo puedo decirles adiós? Solo podría hacerlo con mi vida. Mientras mi corazón esté activo, tendrá siempre latidos concepcion­istas.

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