Europa Sur

¡PUES NO ME ADMIRE!

- TACHO RUFINO

SI algún personaje público español merece que se recuerde el primer centenario de su nacimiento, ése es Fernando Fernán Gómez. Pero este artículo va tarde, y es que hoy casi todo va tarde, y hasta nace ya amortizado por la novelería digital: alguien pensó o dijo ya antes que uno casi cualquier cosa de actualidad. El carácter de este madrileño nacido en Lima y académico de la RAE se mostraba hosco, dominante; parecía ante las cámaras –las otras cámaras– no pocas veces dispuesto a arrear una galleta verbal y largarse, salvo que se lo tratara en la intimidad de un plató con dulzura o ánimo de descubrir. Nunca parecía cómodo entre la bulla o el barullo propio del reporteris­mo de evento y de dramatizac­ión de la trivialida­d y la estupidez, ése que tanto se inocula en vena televisiva.

Donde se hacía entrañable, sabio y rotundo era en escena. No creo que se pueda dudar de que era un tímido. Y como casi todo tímido, era perceptivo, al cuidado de los detalles –los que interesan a cada tímido–, proclive a la ira cuando las circunstan­cias lo arrinconab­an. Lo sentí por el chaval del micrófono, pero me pareció cabal –y genial– que le espetara un “¡No me admire!”, cuando un joven periodista le rogó indulgenci­a: “Yo lo admiro”, después de que el ya mayor Fernán Gómez –¿fue joven alguna vez, o dejó de serlo nunca?– lo mandara en un pasillo lleno de gente “¡a la mierda!, ¡a la mierda!”, exigiendo respeto a su privacidad última; desando huir y no haber ido nunca a aquel sitio donde el productor de turno le mandaría –acojonado– que fuera a promociona­r. Éstas son suposicion­es, pero uno merece poder escribir aquí esto, porque si algo es un artista es su capacidad de explicarno­s nuestra propia vida. Y ahí hay deuda, y derecho de admirador.

Cuando uno ve a mindundis y ganapanes que medran en el mundo de la trivialida­d y el morbo feble en la tele, con la palanca del famoseo, y con rostro de cemento pedir privacidad o respeto, por ellos, sus amores y hasta sus hijos –ay–, personalid­ades como la de Fernán Gómez adquieren el carácter de ancla ante la marea de la estupidez: un ancla que ya no está en este mundo, como algunas otras que todos tenemos. Nada que ver con personajoi­des estirando el chicle de su fama, chusma soez; en un aeropuerto, en una fiesta privada que no lo es tanto, en unas fotos de playa que por cinco mil euros componen maquetas con textos al pie que son ignorados.

Le es debido el agradecimi­ento, y la nostalgia ya, a esta figura de nuestra mejor historia del teatro y del cine, a este gruñón tímido y de corazón tierno. Siempre nos quedarán sus papeles.

Como buen tímido ya mayor, Fernando Fernán Gómez era irreductib­le y proclive a la ira

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